Los nuevos bárbaros y los nuevos monjes -- Juan Luís Arsuaga Ferreras,científico, director del Equipo de Investigaciones de la Sierra de Atapuerca

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La Asociación de Editores de Madrid entregó al investigador JUAN LUIS ARSUAGA FERRERAS su premio anual Antonio de Sancha 2008, por su labor de promoción y defensa de la cultura a través de la investigación y la divulgación científicas. Es la primera vez en la historia de este premio que se distingue a un científico. Juan Luis Arsuaga, científico, paleontólogo, entre otras actividades, es director del Equipo de Investigaciones de la Sierra de Atapuerca.

En la entrega del Premio, que tuvo lugar el 9 diciembre de 2008 en el Salón de Actos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, el premiado intervino para agradecer el homenaje y pronunció las siguientes palabras:

A ver qué os parecen estos versos para empezar el discurso:

?Llegó a las montañas gemelas de Mashu
?Que guardan cada día al sol naciente
?Cuyas cumbres soportan el tejido del cielo
?Cuyo pie desciende hasta el Mundo Inferior.

?Custodiaban su entrada hombres-escorpiones
?Cuyo terror era temor, cuya mirada era muerte,
?Cuyo fulgor era aterrador, abrumando las montañas;
?Al alba y al Ocaso custodiaban el sol.

?Gilgamesh los vio, se cubrió el rostro con miedo y temor,
?Después se recuperó y se acercó a su presencia.

El aliento queda suspendido. ¿Qué paso luego? Esta es la primera epopeya escrita, la del sumerio Gilgamesh, ?que vio en lo profundo??; tiene 4.000 años y todavía nos hace temblar. Los seres humanos estamos hechos de historias, y las apreciamos más que a ninguna otra cosa en el mundo. Literalmente, lo daríamos todo por una buena historia.

Y los científicos las tenemos espléndidas. Decimos, por ejemplo:
El universo está hecho, sobre todo, de materia oscura, que no podemos ver porque absorbe por entero la luz, pero que forma la urdimbre de este universo que se expande constantemente en el no-universo.
Los cuerpos se atraen con una fuerza que es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Exactamente al cuadrado de la distancia.

Los continentes se unen y se separan, bailando una danza muy lenta que no tiene final ni lleva a ninguna parte. Y es que la Tierra tiene un caparazón formado por placas, que en ocasiones chocan y entonces se forman montañas, y a veces se meten unas debajo de otras y se levantan volcanes y tiembla el suelo y olas gigantes avanzan hacia las costas, donde los seres humanos, confiados, reparan sus redes en la playa y se bañan.

Dentro de pocos años, no habrá hielo en verano en el Polo Norte.
Las plantas utilizan la luz del sol para tejer una envuelta verde sobre la piel de la Tierra. A ese tapiz lo llamamos Biosfera y gracias a él hay oxígeno y respiramos.
Una parte de la materia viviente, hecha de átomos, se hizo consciente y descubrió que existía. En seguida se preguntó por qué existía.

Los científicos que estudiamos el pasado, los paleontólogos como yo, contamos además historias que son Historia. Y hablamos del pequeño australopiteco, no más alto que un chimpancé y apenas más listo, del que venimos. Y de cómo cambió el clima porque llegaron las primeras glaciaciones. Y de lo que ocurrió cuando se contrajo el bosque tropical, sombrío y húmedo, que era su hogar. Decía el poeta místico que solo los que se atrevan a desafiar a la luz que ciega, los que abandonen las tinieblas, triunfarán. Y los australopitecos osaron. Más tarde se hicieron altos e inteligentes y salieron de África.

Dejadme que os traiga ahora otro pequeño relato, una estampa de la prehistoria:
En una sima de una cueva, hace medio millón de años, unos humanos depositaron los cadáveres de sus seres más queridos. Solo eso pasó, que los enviaron a lo profundo y a lo oscuro, y se despidieron de ellos para siempre. Ya eran humanos, y por eso lloraron. La cueva está en una montaña, y la montaña se llama Atapuerca.

Finalmente, unos humanos que venían de muy lejos se encontraron con otros humanos distintos que ya estaban. Ese cruce de miradas, el de los neandertales y los cromañones, todavía nos sobrecoge. Como en un fuego de campamento me gustaría poder contarlo ahora. ¿No sentís acaso el temblor y la duda, el miedo y la curiosidad que ellos sintieron entonces?

Es tan raro que se le reconozca a un científico su aportación al mundo de la cultura, que cuando alguno recibe un premio, como yo esta noche, se ve obligado a decir que lo acepta en nombre de todos sus compañeros de profesión. Y más aún si el acto se celebra en el mismo y venerable edificio en el que estuvo albergado el Real Gabinete de Historia Natural. En la puerta de entrada habréis leído la inscripción que dice:

Carolus III Rex
Naturam et artem sub uno tecto
In publicam utilitatem consociavit

El Rey don Carlos III
Unió bajo un mismo techo
A las ciencias naturales y a las artes
Para utilidad pública

Naturam et artem sub uno tecto, no podíais haber elegido un lugar mejor para expresar la imprescindible unión que debe existir entre ciencia y humanidades.

Estamos rodeados de ciencia por todas partes, sin que nos demos cuenta. Ciencia es la meteorología y el pronóstico del tiempo; la salud y los avances médicos; la generación de la energía, sea cual sea, nos guste más o menos; la tecnología informática y de la comunicación; la ingeniería y las infraestructuras, el AVE, los trasvases y las tuneladoras; la agronomía y la alimentación; los viajes espaciales y también las bombas; hay ciencia hasta en la biomecánica de los deportistas. La ciencia es la materia oscura de nuestra sociedad. Está en todas partes pero nadie la ve. Es la magia del mundo en el que vivimos.

Todas esas aplicaciones que he mencionado, y muchas otras, son fruto del CONOCIMIENTO. Con mayúsculas. En la Edad Media el CONOCIMIENTO se guardaba, como una débil llama que se extingue, en los monasterios. La suya sí que era una sociedad práctica. Todos se aplicaban a la muy práctica tarea de cultivar, de apacentar, de hacer zapatos, de herrar, de forjar espadas, de guerrear. Pero en los monasterios sabían que solo el CONOCIMIENTO nos distingue de los bárbaros.

Un pequeño cuento, para terminar. En Occidente acostumbramos a pensar en el futuro como lo que está delante, y el pasado es lo que queda atrás. Para los indios navajos es al revés. Viajamos en un tren de espaldas a la locomotora, vemos el pasado que queda atrás, pero no sabemos nada del futuro.
Bella metáfora de la vida, pero ¡qué inconsciente! Supone que el futuro es algo que nos ocurre, que nos sobreviene, que nos encontramos ya hecho. En Occidente tenemos otra teoría. Pensamos que el futuro no se predice; el futuro se construye, se planifica.

Y los científicos contadores de historias tenemos algo que ver con esa tarea. Somos como los monjes que custodian la frágil llama del CONOCIMIENTO frente a los nuevos bárbaros, los que quieren que vivamos en una sociedad muy, muy práctica. Pero solo el CONOCIMIENTO tiene la capacidad de transformar la sociedad y el mundo.

Somos monjes en sentido metafórico, aclaro, no se vaya a pensar que no tenemos necesidades. Por supuesto que necesitamos apoyo económico, que será siempre la mejor inversión, porque, como decía aquel Premio Nobel, si crees que el CONOCIMIENTO es caro, prueba con la ignorancia. La ignorancia es una ruina.

Y por eso me he pasado la vida pidiendo, y lo que me queda. La nuestra es una orden mendicante. Pero permitidme que os cuente una anécdota. Cada vez que acudo a alguna administración en busca de financiación, y me preguntan qué quiero, siempre respondo lo mismo: en primer lugar, quiero un poco de cariño, luego ya veremos lo que se puede hacer. Un cariño como el que generosamente me habéis brindado los editores con este reconocimiento, el Consejero de Cultura y Deportes de la Comunidad de Madrid, y todos con vuestra presencia en este acto. Muchas, muchas gracias.