La pederastia en la Iglesia -- Leticia Campa

0
28

El Ciervo

El final del celibato
El Vaticano pondrá en marcha una serie de medidas en un desesperado intento de reparar lo irreparable. Entre estas, se prevé prestar atención psicológica, personal y pastoral a las víctimas que han sufrido los abusos por parte de sacerdotes. Me pregunto si esas víctimas y sus familias estarán dispuestas a confiar en la ayuda que les viene de parte de la misma institución que tanto daño les ha causado. ¿Como podrán niños y adolescentes que han sido sometidos a tales abusos y humillaciones, confiar nunca más en personas que se amparan en la impunidad moral que les confiere su estado de gente de la Iglesia?

Hay quien cree que la norma irrefutable del celibato que acatan voluntariamente los hombres que deseen ordenarse sacerdotes de la Iglesia católica es una causa evidente de los desequilibrios psicológicos que puedan llegar a empujar algunos a cometer abusos a menores.
Sinceramente, creo que estaría muy bien que la Iglesia finalmente reconsiderara la ley del celibato así como tantas otras cosas para ponerse al paso con los tiempos.

Sin embargo, me parece que individuos que han sido capaces de la imperdonable vileza de abusar de niños que les habían sido confiados para su formación espiritual, no merecen siquiera ser considerados aptos para una sana vida de pareja y el cuidado de unos hijos. ¿De cuántos otros abusos serían capaces dentro de su ámbito familiar? ¿De cuántas traiciones y engaños aprovechándose de la confianza de seres más débiles?

La incultura del silencio
Joaquim Gomis
Monseñor Charles Scicluna es nada menos que el promotor de justicia de la Congregación romana para la doctrina de la fe (antes conocida como Santo Oficio). Y en ella es el juez encargado de los denominados delicta graviora, es decir, lo que allí consideran delitos más graves que afectan a los miembros de la Iglesia. Entre ellos, claro está, los actos de pederastia de miembros del clero. Me ha gustado que en unas declaraciones recientes?able claramente de la cuestión, ofrezca cifras concretas de los casos (aunque, es comprensible, desde una perspectiva de defensa de lo que él llama ?la institución??, significativa denominación de lo que la mayoría llamamos ?la Iglesia??).

Pero sobre todo me ha gustado que reconozca el peso determinante que en toda esta cuestión, desde hace años por no decir siglos, ha tenido lo que define como ?cultura del silencio??. Que ha llevado ?dice? a muchos altos responsables eclesiásticos a intentar resolver en privado, ocultándolos del público y buscando soluciones discretas, los casos de pederastia o los más frecuentes de lo que él denomina ?efebofilia??(relación con adolescentes).

Acierta monseñor Scicluna al señalar el origen de esta cultura del silencio: ?Un mal entendido sentido de defensa del buen nombre de la institución??. Como en una familia, se ha intentado ocultar los delicta graviora para que los demás no pensaran mal. Defender el buen nombre ha pasado por encima de la defensa de la justicia y, sobre todo, de los más débiles. El resultado, ahora, ha sido todo lo contrario. Se ha demostrado que, en esta cuestión como en todas, la cultura del silencio es en realidad una trágica incultura.

Un buen piscoanálisis
Carlos Eymar
Cuando les veo en sus cochecitos o correteando por los parques, creo comprender la maldición lanzada por Jesús contra quienes escandalizasen a un niño. Me represento la imagen de la inmensa rueda de molino hundiéndose en el mar mientras los pies del pedófilo aletean inútilmente hacia arriba, tratando de liberarse de la asfixia. Y eso ?¡más le valiera!, se dice? es lo mejor que le puede suceder. En cualquier caso su destino es un abismo de angustia y tormento infinitos.

El pederasta, y más aún el que cree en el pecado y se ha revestido de una sotana o un hábito, ha de sentirse, en algún momento de su vida, próximo a la desesperación de Judas. Posiblemente también él haya sido objeto de abusos en su infancia y haya luchado denodadamente por mantenerse fiel a sus votos.

Pero tras su fracaso, tras su ceguera ante el rostro de su víctima, no queda otro remedio: merece la cárcel como un fondo del mar liberador. La Iglesia, semper purificanda, debe también afrontar su culpa por haberle elegido, sin excusarse con análisis estadísticos o con evidentes encarnizamientos mediáticos que tienden a hacer de la sotana el símbolo de la pederastia. Ha de sacar a la luz lo que estaba escondido y colaborar para atar la soga al cuello del pederasta. Solo después, como Cristo, podrá descender a los infiernos de la prisión para ofrecer compasión y los servicios de un buen psicoanálisis.

No puede haber tolerancia
Josep M. Margenat
La Iglesia no es distinta de otros colectivos. No lo es ni puede serlo. Si hay enfermos y criminales en otros grupos, lo previsible es que se den en la Iglesia. ¿O no? A todos nos gustaría que fuera en menor medida. En este momento hay una tempestad en la Iglesia romana por los casos de pedofilia (niños) y pederastia (adolescentes, no sólo, aunque muy frecuentemente, relacionada con la homosexualidad masculina) que afectan a sacerdotes.

El asunto es muy grave. En la Iglesia hemos de reconocer la verdad, ayudar a las víctimas, reforzar la prevención y colaborar con las autoridades. Un 0?75 por ciento de los sacerdotes católicos de todo el mundo han sido acusados en el último decenio en instancias eclesiásticas (entre 220 y 250 por año, ¡demasiados!, es cierto). No todos los acusados son culpables. Al principio el mayor número surgió en Estados Unidos, en los años 2003-2004. La Iglesia romana había tomado una posición muy firme contra la guerra. No sabemos quién mueve las fichas del dominó: Irlanda, Alemania, Austria, Suiza, Italia, ¿después España? Ahora el Papa quiere y exige claridad. Acusar a Ratzinger, anterior prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe hasta 2005, es pura calumnia. Desde el motu proprio Sacramentorum sanctitatis tutela (2001) la posición ha sido firmísima y clara. No obstante aún hay países e Iglesias con una cultura de silencio muy extendida.

No puede haber tolerancia ante un crimen así, que la Iglesia considera tan grave en un sacerdote como la profanación de la eucaristía o la violación del secreto de confesión. Este crimen afecta a dos valores profundos: la inocencia y santidad de los niños, la dignidad y honestidad de los sacerdotes. No podemos permitirnos medias palabras. Hay que hablar claro, sin componendas, ser enérgicos en la justicia y seguir una línea recta: verdad, justicia y misericordia.