El anuncio de la beatificación de Juan Pablo II sobreviene en un momento de enorme crisis para la Iglesia católica ante la opinión pública y millones de sus fieles. Si bien era previsible que el carismático Papa alcanzara tan elevado honor, no lo era tanto que su ascenso se diera con tanta prontitud.
La prisa se explica en parte por los inclementes vientos e inmensas olas que asolan actualmente la Barca de Pedro. Otro factor parece ser el afán por detener el creciente desprestigio que ha sufrido la imagen del pontífice por su timorata actitud, si no pecadora por omisión, ante los escándalos de abuso sexual durante su papado, en particular en el caso de Marcial Maciel.
Juan Pablo II siempre fue mediático. Desde su primera aparición en público como Papa, aquel 16 de octubre de 1978, cuando el desconocido polaco habló en buen italiano al público que lo esperaba, los medios de comunicación y los fieles le profesaron un cariño especial. Su enorme activismo en contra de cualquier forma de izquierda política, económica, teológica o eclesiológica derivó en un fuerte resquemor hacia alternativas progresistas.
Fueron objeto de su escepticismo, si no de su explícita censura, movimientos sociopolíticos de corte popular en América Latina y afamados teólogos heterodoxos, como los de la liberación en nuestro continente cultural y en España, y el suizo Hans Küng. Esta faceta hosca y autoritaria de Juan Pablo II fue bien ocultada por los medios de comunicación e ignorada por la mayor parte de la opinión pública. El poder de su imagen y de su nombre siguió prácticamente intocado hasta el momento de su muerte: el Papa magnético, tierno, amigo, cercano.
Después de 20 siglos de curtirse en labores mercadotécnicas, que comenzaron con las grandilocuencias de los evangelistas y la capacidad propagandística de San Pablo, a la Iglesia nadie le platica sobre cómo sortear la presente crisis. Negarla en un mundo con tantos y tan variados flujos de información, y donde ha perdido poco a poco espacios de influencia y decisión, sería un error. No solo equivaldría a tapar el sol con un dedo sino que supondría taparlo con un dedo al tiempo que se tienen millones de espejos de refracción alrededor del dedo. Lo conducente es cambiar la página y qué mejor manera de hacerlo que enarbolando al magnético Juan Pablo II. Buena noticia para Benedicto XVI el conservar bajo la manga esta beatificación.
Por otro lado, dejar a Juan Pablo II fuera del amparo que confiere ser beato, implica seguir exponiendo su memoria de golpeteos que no le son desconocidos. Dicho en otros términos, en caso de no ser beatificado su prestigio solo puede ir para abajo, sobre todo por las acusaciones de pasividad y hasta complicidad de las que ha sido objeto en las múltiples acusaciones de pederastia contra la Iglesia. Más vale elevarlo ahorita, muy rasguñado, que después, ya golpeado. Además, la dignidad de beato sigue imponiéndole a más de algún fiel católico: no es lo mismo dudar de la estatura moral de un simple Papa que de un beato. Sí: creo que todavía hay gente a la que esto le impone.
El 1 de mayo atenderemos al intento desesperado de la Iglesia católica por detener las críticas que se le han lanzado recientemente. Asimismo, se legitima, aún más de lo que ya está, a un hombre rígido y poco tolerante, aunque bien camuflado tras sonrisas y ternura, que dio abiertamente la espalda a proyectos de compromiso con los más necesitados y con la transformación de la Iglesia. Parece que en lugar de justicia, arrepentimiento y conversión, se opta por espectacularidad, hipocresía y distracción. Si el Dios de Jesús no ha muerto, quién sabe si amanezca el 2 de mayo.