En Semana Santa, todos los cristianos del mundo recuerdan el mayor misterio de la fe cristiana: ¡la muerte del Mesías prometido! Es común en esta semana escuchar y reflexionar sobre el amor de Dios y de Jesús, que asumió la causa en favor de los pobres predicando el Reino de Dios hasta su muerte. La fidelidad a la causa del Reino hasta la muerte es la mayor señal que alguien podría dar de su amor por los más pobres.
Sin embargo, hay un hecho que no estamos muy acostumbrados a debatir y que, en mi opinión, es fundamental para el cristianismo de liberación: el Mesías, aquél que debería liberar a los pobres y a los cautivos e instaurar el Reinado de Dios, murió en la cruz bajo el poder del Imperio Romano y de los sacerdotes del Templo. No tuvo el poder suficiente como para vencer al poder del Imperio y del Templo. O su Dios no era tan poderoso como el Dios de los romanos o él fue enviado sin el poder para tanto.
¿Y cómo puede alguien sin el poder extraordinario de Dios para vencer al Imperio ser considerado el Mesías? En realidad, éste fue y todavía continúa siendo el argumento de los muchos para no reconocer a Jesús como Mesías: ?l vino, pero el Reino no, por lo tanto ?l no era el Mesías prometido.
Nosotros cristianos reconocemos a Jesús como Mesías porque creemos en los testimonios de su resurrección. Es su resurrección que nos revela que ?l era el Cristo, el esperado enviado de Dios, y no la demostración de un poder absoluto capaz de implantar el Reinado de justicia divina. Su resurrección nos revela que Dios estaba con ?l, aunque haya sido derrotado y crucificado, y nos muestra que Dios no está con los poderosos y victoriosos – como repiten las ideologías dominantes, religiosas o no, de todas las épocas -, sino con las personas que luchan para defender la vida y la dignidad de las víctimas y de las personas oprimidas.
Es por eso que el Nuevo Testamento no caracteriza a Dios como «poder» – un ser capaz de imponer su voluntad sobre otros -, sino como Amor; y Pablo nos dice que Dios se vació de su condición divina, de su poder, para hacerse humano, siervo, y habitó en medio de nosotros. La fe en la resurrección de Jesús, el derrotado-crucificado, es también una revolución en nuestra manera de concebir a Dios, su pueblo y la propia historia humana. La victoria y el poder no son sinónimos de la justicia, así como que las causas justas no tienen la victoria asegurada por Dios.
Estoy de acuerdo en que es más fácil o deseable pensar y anunciar que los pobres se libertarán porque su causa es justa y Dios está en medio de ellos. No importarían las condiciones y posibilidades objetivas de la historia, sino solamente el hecho de que Dios está con los pobres. Pero esto sería caer nuevamente en la ilusión de que hay una identidad entre la causa justa y la victoria, porque el poder de Dios siempre estaría con los justos. Es esta ilusión que hace que los poderosos y victoriosos se sientan justos. Al final, si no lo fuesen, Dios no les permitiría la victoria. Así es que muchos cristianos y autoridades eclesiásticas defienden el poder y el esplendor de la Iglesia como señal del poder de Dios.
La certeza de la victoria-liberación de los pobres, basada en la convicción de que esta lucha es la causa de Dios, lleva, no solamente a equívocos teológicos, sino, lo que es peor, a errores en las estrategias de luchas populares. Cuando basamos nuestras prácticas en certezas doctrinarias – no importa si son o no de liberación -, superestimamos nuestras posibilidades y terminamos cometiendo errores prácticos que no ayudan en nada a las luchas y a la vida de los pobres. Como decía la teología de la liberación: lo más importante es la ortopraxis y no la ortodoxia.
Muchas personas y grupos que se identifican con el cristianismo de liberación continúan perseverando en la lucha, a pesar de dificultades y decepciones, porque se sienten impelidos. No por la certeza de la victoria, sino por la experiencia de haber encontrado, en algún momento de su vida, a Jesús Resucitado en el encuentro con el «pobre», por la convicción de que es una lucha que vale la pena, independiente de la victoria o derrota.
La fe en la resurrección del derrotado-crucificado es un fundamento medio extraño para personas que hacen de la fe la principal fuerza y razón para la lucha (ver el artículo Cristianismo de Liberación VIII). Pero la propia historia del testimonio de la resurrección de Jesús es también extraña. Los evangelios nos cuentan que María Magdalena y sus compañeras fueron las primeras en «ver» al Cristo Resucitado, pero en el primer momento no lo reconocieron. Es decir, ellas fueron a la tumba sin ninguna expectativa de la resurrección, sólo con la preocupación sobre quién les ayudaría a remover la piedra del sepulcro. Ellas fueron allá movidas solamente por amor a su maestro muerto. Fue este amor nutrido en el medio de un gran sufrimiento que les permitió tener esta experiencia.
Cuando ellas anunciaron a los apóstoles-hombres este acontecimiento, su reacción incrédula fue: «cosas de mujeres». La razón que se basa solamente en la lógica del poder no es capaz de comprender la radical novedad de la resurrección que nace del amor que se mantiene fiel incluso en el más profundo misterio del sufrimiento ante la iniquidad.
Si es verdad que sin la «razón estratégica» y la «lógica del poder» no hay cambios estructurales e institucionales en la sociedad, también es verdad que el cristianismo de liberación no nació de esta razón o de alguna certeza histórico-teológica, sino de una experiencia espiritual, que nos llama a mantenernos en la lucha siguiendo a un Mesías «medio extraño» y a rever continuamente nuestras ideas sobre Dios y la historia humana.
(Este es el noveno artículo de una serie que estoy escribiendo sobre el tema del «cristianismo de liberación» como una contribución a los debates en vista de la V Conferencia del CELAM)
Traducción: Daniel Barrantes – barrantes.daniel@gmail.com
* Jung Mo Sung es profesor de postgrado en Ciencias de l Religión de la Universidad Metodista de San Pablo y autor de Sementes de esperança: a fé em un mundo em crise