Como cada año, voy a pasar unos días de silencio y de oración en una abadía benedictina. En el patio del monasterio, me cruzo con un hombre que visiblemente busca hablar conmigo. Encuentro imprevisto, como ocurre a menudo en nuestros caminos.
Es la primera vez que viene a una abadía para pasar aquí tres días. Este joven padre de familia, que es también jefe de empresa, sentía la necesidad de encontrarse él mismo y de hacer una parada en el camino. ¡Qué difícil es en la sociedad actual realizarse uno mismo, hacer el propio camino, crecer en humanidad! ¡Pesan tantas cosas en cada individuo abandonado a sí mismo y entregado a su soledad!
El hombre a quien tengo delante se sabe frágil. Esta fragilidad le abre a los otros. El silencio en las comidas le impresiona. La plegaria de los monjes le interpela. ¡Experiencia extraña de vivir de modo tan diferente durante tres días!
Esta presencia de los otros en el monasterio le lleva a confiar en la vida. Esta confianza en la vida es un acto que nadie puede realizar por nosotros, pero que nos da acceso a nuestra humanidad.
Lo vuelvo a ver antes de su partida:
« He recobrado algo de paz dentro de mí, me dice. Me voy de vacaciones con mi mujer y mis dos hijos».
Yo no pregunté si este hombre tenía fe en Dios. Estaba feliz de ver que había recobrado la fe en si mismo.