Amigo y querido D. Manuel:
Nadie extrañará que el hecho de su muerte haya convocado por un momento a todos, para evocar su pública y larga vida y dedicarle palabras de reconocimiento y respeto. Respeto porque, dentro de que unos u otros encuentren en ella cosas admirables, criticables o reprobables , todos le conceden haberse entregado con pasión y trabajo desinteresado al bien y prosperidad de su país.
Un hombre público, de vocación política en sentido estricto, que puso a la faz de todos que el ejercicio de la política noblemente entendido resulta en beneficio de todos y también de uno mismo. Todos, hasta sus más profundos adversarios, le han reconocido esta altitud de miras y espontáneamente le han acompañado en su despedida definitiva.
Porque definitiva ha sido la despedida de su vida terrenal.
Y solo por ser así se comprende que la totalidad de los políticos, de uno y otro signo, hayan querido solidarizarse con Vd., en un momento en que la vida es irreversible. Y lo han hecho públicamente, con dignidad, ponderando la dificultad con que le tocó enfrentar una de las etapas más complejas y difíciles de nuestra historia.
Le resultará seguramente insólito que le escriba ahora esta carta. Pero, se lo hago por tres motivos principalmente: porque sé que Vd. admitió con naturalidad la dimensión pública de su fe cristiana, porque sin ella probablemente hubiera adquirido otro sesgo u orientación, porque ?y es lo más sorprendente- tratándose de Vd. y de quien como Vd. no tiene complejos de hacer pública esa su fe, veo que en todos, y especialmente en quienes más le han seguido y admirado por este aspecto, nadie ha osado una palabra de encomio para esta su fe, inseparable como digo de su vida pública.
Esto me hace sospechar que la fe, en el sentir de los políticos, queda para la interior soledad de cada uno o es valorada sin relieve para el quehacer público. O también, y quizás sea lo más extendido, porque vivimos en un mundo secularista y materialista donde la sola pregunta por la trascendencia, el más allá, provoca huida y pueril conmiseración.
Y le escribo la carta porque en esta ocasión, aun cuando políticamente no esté de acuerdo con puntos de su política, lo estoy en el básico de la fe cristiana, que en su muerte precisamente nos encara con la pregunta decisiva: Y ahora, ¿qué? Si todo acabó irremesiblemente, ¿qué sentido tiene, para quienes creemos cristianamente, la celebración de la esperanza cristiana? Lo sé que la muerte, en este sentido, es tabú y madre todos los miedos y que, implícita pero cómplicemente, se apodera de todos y en especial de los políticos y hablo de políticos que se profesan cristianos. Otros, no creyentes, afirman con rara e indemostrada certeza que la inmortalidad no existe o que ante ella es imposible hablar o definirse.
En un país generalmente católico, con muchos políticos cristianos, defensores a ultranza de la religión cristiana, no encuentro que, en estos momentos de vida pública, haya plumas que comenten la singularidad del mensaje cristiano, para este momento definitivo de la muerte.
Yo me atrevo a hacerlo, seguro de que a Vd. le resultará gratificante y convencido de que muchos de fe exaltada, implacables con los que buscan una fe renovada, encuentren acaso en esta proclamación razones para reexaminarse y deponer un poco sus ignorancias y arrogancias dogmáticas.
La muerte desde la luz de Jesús Resucitado
Para todos está claro que ninguna muerte es irrelevante y menos la del amigo y político Manuel Fraga Iribarne. Pero yo no me voy a detener en aspectos de su vida que ya todos han comentado. Quiero referirme más bien al significado transcendental de la muerte.
Lo que ha sido D. Manuel Fraga es historia, pero no terminada, porque él sigue viviendo. Para los que miramos la muerte desde Jesús resucitado, disponemos de una luz y confianza especial, de una novedad inaudita que revoluciona los esquemas del pensar humano.
Nuestra fe cristiana nos lleva a hacer una apuesta clara por la supervivencia y plenitud de la vida humana, que proviene de la resurrección del primogénito Jesús de Nazaret.
Esa fe nos viene del inicio, de la enseñanza y vida de Jesús, y de quienes siendo testigos de ella, lo viven, lo consideran creíble y nos lo transmiten. Hay, pues, un singular sentido que se desprende la vida de Jesús y que se concentra en la resurrección. Y el anuncio consiste en que ese hecho individual se proclama como posibilidad universal para todos, como don gratuito de Dios a la especie humana.
¿Y qué es o significa resucitar?
Resucitar significa vencer a la muerte, aunque todos pasemos por el aniquilamiento físico, por la desorganización total que es el morirse. No nos disolveremos en la nada, volveremos a ser lo que fuimos, a tener la misma identidad.
Ahora, ¿cómo será semejante reviviscencia? No lo llegamos ni a imaginar. Tendremos una experiencia análoga a la de Jesús.
Lo cierto es que la muerte es un ir hacia Dios, un inmergirse en El para quedar eternamente cabe El, y experimentar algún tipo de participación en la vida divina. Es una nueva situación, sin los límites de nuestra corporalidad biológica, traducida en un gozo casi infinito. Estaremos como en casa, por gracia, nos fundiremos en El.
Nuestra fe cristina nos enseña que ese hecho vivido por Jesús es el adelanto y el prototipo de lo que nos pasará a los demás. ?Es ver, saber y estar seguros de que el hecho protagonizado por Jesús es fundador de la condición humana salvada. Salvación plenificada sin la poquedad y vacilaciones de esta fase que la vida desarrolla en el planeta tierra??.
Jesús fue hombre, pasó por la muerte física, resucitó y entró en la gloria del Padre. Nunca, de nadie, en ningún lugar, se dijo lo que de El: Ha resucitado.
Nosotros somos humanos como él, pasaremos por la muerte, resucitaremos y entraremos en la gloria del Padre. La historia completa de Jesús es ejemplo y garantía de lo que nos espera. Pero, por paradójico que parezca, nosotros no podemos imaginar cómo Dios se las arregla para llevar a cabo esta transformación. Es un misterio, que no podemos descifrar mentalmente, porque no es comparable a nada de este mundo. Pero, no por ello, nuestra fe va a vacilar.
De lo que no podemos dudar es que la resurrección empalma con nuestro radical e irreprimible deseo de pervivir, de no admitir que la muerte nos liquide del todo.
Nuestro proceso evolutivo nos ha llevado a estar dotados de autoconciencia y reflexión, un proceso que nos permite reconocernos mortales y, al mismo tiempo, con un extraño anhelo de sobrevivir a la muerte. ¿Hay alguien que desee morirse íntegramente? ¿No deseamos alguna vez ser íntegramente libres?
Ciertamente, la muerte es una evidencia; no así la posmuerte, que nos acompaña como una dolorosa ignorancia. Por aquí, por este lado de nuestra fragilidad llega la fe en la resurrección como el remedio solvente y esperanzador. La muerte es un trance, pero no tiene la última palabra.
Después de la muerte, se nos hace saber, hay otro tipo de vida, ubicada en un ?cosmos?? absolutamente nuevo, en un orden nuevo gratuitamente hecho por Dios. A este orden apunta la resurrección.
Todas las religiones se refieren a esta insospechada gracia, que llaman la otra vida. Nada dicen de los detalles de ese nueva vida posterior a la muerte.
La resurrección es el gran mensaje en el que culmina la revelación que el propio Jesús predica, vida presente y futura están relacionados, nuestra racionalidad ética será reconocida y salvada en el momento de conocer esa nueva etapa.
Lo expresa magníficamente el gran teólogo Leonardo Boff: ?Jesús conoció e inauguró una evolución (sintropía) superior, en virtud de la cual su vida era un nuevo tipo de vida, no amenazada por la enfermedad ni por la muerte. Por eso, la resurrección ha de ser entendida como un saltar a un tipo de orden vital, no sometido ya al desgaste y acabamiento final.
Hay un momento en el proceso evolutivo, en el que la vida alcanzó tal densidad de realización que la muerte ya no logra penetrar en ella y hacer su obra devastadora. Y, de esta manera, la angustia milenaria desaparece, se sosiega el corazón, cansado de tanto preguntar por el sentido de la vida mortal. El futuro queda abierto a un desenlace felíz y apunta hacia un tipo de vida más allá de este tipo de vida??.
No todas las formas de vida tiene la misma valía. La ética nos indica, en concordancia con el Evangelio, que hay formas de vida que son aceptables y otras que no. Hacer el bien, pasar la vida haciendo el bien, es un indicio de la bondad fundamental que llevamos en el alma, y es esa bondad, creo, la que es inmortal y nos hace inmortales.
Sabemos, por tanto, que estamos en marcha hacia la plenitud de la vida, en lucha contra todo lo que bloquea, merma y mata la vida. El tiempo que se nos da no es para volvernos pasivos, indolentes, escépticos, sino para trabajar, ahora, en el minuto a minuto, e ir haciendo que esta tierra sea cada vez más un cielo, el cielo de Dios. La resurrección de Jesús es la meta final, la anticipación de la plenitud que nos aguarda. Y esa plenitud no hay otra forma de hacerla más real y operativa que comprometerse con aquellos que más vida, amor y libertad necesitan: los pobres.
Todos tenemos claro que ningún valor ético es privativo del cristianismo. Pero lo que nosotros creemos es una absoluta utopía, pero en modo alguno una loca quimera, es una plenitud que está al otro lado de la muerte. Es una promesa, que no vemos, pero que cada cual, de acuerdo con la fe que profesa, verá enriquecida cuando le toque vivir su propia resurrección.
Es lo que ha vivido, y celebramos, con la muerte del amigo Manuel Fraga Iribarne.
D. Manuel Fraga Iribarne
pasó ya definitivamente
por la muerte a la vida. El es ya un resucita
con el propio Jesús resucitado:
?Quiero que donde yo estoy,
estéis también vosotros??
(Jn 17,24)