¿Qué es un santo? ¿Quién determina las cualidades que debe llevar aparejada una persona para que su rostro pase a ilustrar estampitas, su nombre se coloque a los recién nacidos o se le ponga a iglesias y congregaciones religiosas? En loor de santidad (“en olor”, como escriben con gracejo quienes confunden la expresión) nos llegan ríos de personajes de moral intachable, seres admirables a los que les unen ciertos “superpoderes”, por ende, supraterrenales.
La maquinaria santificadora vaticana funciona en los últimos años, sobre todo desde que el anterior papa asumió el pontificado, al máximo de su capacidad. En este caso, como en otros muchos si hablamos de la Iglesia institución, la obsesión por la cantidad va a terminar sepultando la virtud de la calidad.
De la mano de la Congregación para las Causas de los Santos nos llegan noticias sobre la velocidad a la que “vuela” el proceso de canonización de Juan Pablo II. Al polaco, cuando se le suba a los altares, se le podría calificar de “santo express”. ¿Por qué algunos van tan rápido y otros (monseñor Romero, por poner un ejemplo nada inocente) tan lentos? Y seguimos con las preguntas: ¿cuál es el modelo de santo que defiende el Vaticano?, se pregunta Fernando Torres, nuestro colaborador y autor del interesante artículo en que se aborda este espinoso tema. Las repuestas caminan de la mano del modelo de Iglesia que se defiende desde la jerarquía: se buscan santos y santas de ideología y práctica conservadoras, poco insumisos ante las leyes humanas y muy milagreros.
Con los argumentos citados, no parece que Óscar Arnulfo Romero, Helder Cámara o Ellacuría se “ajusten al perfil”. Vamos, que lo llevan un poco crudo. Algunas excepciones se han dado, pero no dejan de ser excepciones y, por tanto, pocas en número. En su origen, a las santas, a los santos, era el pueblo quien les distinguía. Entonces los argumentos eran otros y no se necesitaba contar con los medios, económicos y humanos que exige ahora toda causa de canonización que pretenda tener alguna opción de concluir con éxito. Por eso, quienes lleven detrás una congregación o un lobby, parten con mayores posibilidades.
Y qué decir de la moda, promovida por Su Santidad, Juan Pablo II, de premiar con la idem a quienes murieron mártires por la fe. En España esa diferenciación ha servido para canonizar masivamente a católicos -pocos laicos, también es verdad- que fueron asesinados durante la Guerra Civil. Una posición, también ideológica, que dejó fuera de este premio a los curas vascos asesinados por las tropas fascistas. Por no citar la ignominia que ha supuesto el silencio de la Iglesia institución sobre las decenas de miles de ajusticiados durante la guerra y después de la guerra por la única razón de pertenecer a un partido, sindicato de izquierdas o por tener relación familiar con alguna persona que se opusiera al golpe de Estado franquista. Las fosas de la vergüenza merecen algo más que una declaración. Y el modo de beatificar y canonizar un cambio radical. Aunque sea sólo porque seguimos a un Jesús que proponía afrontar la vida desde la radicalidad.