El rodillo de la Revolución Cultural Proletaria aplastó la disidencia sin contemplaciones. Entre 1965 y 1976, se calcula que murieron asesinados cerca de 30 millones de chinos. Tener gafas, libros extranjeros o estudios superiores eran razones suficientes para ser declarados enemigos de la patria por falta de ‘ardor obrero’. Y llevar una cruz colgada al cuello o guardar una Biblia en casa bastaban para sufrir persecución y el confinamiento en un campo de concentración por ‘creencias impropias’. Lo mismo si se rendía culto a los antepasados o se inclinaba la cabeza ante una figura de Buda. Mao Zedong -graduado en Magisterio y ex empleado en la biblioteca universitaria de Pekín- alentó una vorágine salvaje que, además de acabar con la clase intelectual, pretendía estrangular el alma china. No podían limitarse a proclamar el ateísmo, destruir templos y romper relaciones con el Vaticano.
Y pese a tanto empeño, fracasaron: las cabezas pensantes siguieron elucubrando y los creyentes se ocultaron en la sombra a la espera de tiempos mejores. Incluso ahora, 10 millones de católicos se niegan a salir a la luz. “Hacerlo supone pasar a formar parte de la Iglesia oficial (unos cuatro millones de personas), estar bajo el control de los funcionarios de la Asociación Patriótica y no depender de la Santa Sede”, explica Vicente Guo, envuelto en la penumbra de una capilla. Allí se encuentra a sus anchas. Libre. Hasta el punto de que se atreve a dar su nombre, a sabiendas de que su testimonio podría acarrearle problemas a su regreso. Tiene muy presente que la embajada revisa, cada día, todo lo que se publica sobre China en la prensa. Aun así, sólo rehúye desvelar en qué ciudad se encuentra.
De pueblo en pueblo
“Pertenezco a la Iglesia clandestina, leal a Roma, y llevo siete años en España estudiando Teología. He venido a este país a hacer mi tesis doctoral y apenas termine, volveré a China. Para entonces, ya seré sacerdote”, anuncia Vicente Guo abriendo mucho los ojos. Como si no acabara de creérselo o despertara de un sueño. El día 24 de junio, festividad de San Juan, tomará los hábitos y cumplirá una ilusión que lleva acariciando desde 1991. “En mi diócesis preferían esperar, querían que yo aprendiera castellano y pudiera irme al extranjero”.
Tiene 33 años y parece mayor. Las arrugas se le arremolinan alrededor de los párpados. Raro en un chino. Allí no es habitual forzar la vista para vislumbrar el futuro. Desde tiempos de Confucio, han hecho de la paciencia el cojín donde aguardar sentados. Todo llega, antes o después; lo importante es seguir levantándose por las mañanas para ir a trabajar. Y, sin embargo, Vicente Guo mira hacia adelante con curiosidad. “Yo quiero cambiar las cosas, enseñar a la gente a pensar por sí misma. Eso es lo importante, que no entiendan la Biblia literalmente y reflexionen. Esa es mi misión, y el hecho de ser cura no la va a cambiar”.
Desde el primer día que entró en un seminario secreto en la provincia de Fuzhou, cerca de Taiwán, le animaron a “propagar la Palabra de Dios”. Son muchas las catequesis que se ha metido entre pecho y espalda; a toda velocidad, de pueblo en pueblo, montado en una moto que cruzaba arrozales interminables… Y cuando se apeaba, el corazón le latía aún con más fuerza; no había descanso para Vicente Guo, siempre a salto de mata, pendiente de la Policía o posibles delatores. Una vida de fugitivo que le compensaba con creces: sólo así podía reunirse con los feligreses que le aguardaban en una casa particular o al aire libre en lugares apartados, “cuando no había valientes que cedieran una lonja”.
Rezos de otro planeta
Él se encargaba de dirigir los rezos comunitarios, la única vía de escape de muchos creyentes que no han visto jamás a un cura. “A casi todos nos ha bautizado un laico. ¿No hay alternativa! En una extensión equivalente a un tercio de España, puede haber 10 sacerdotes…”. La eucaristía se convierte entonces en un acontecimiento que se celebra una o dos veces al año, “un rito que se remonta a un mundo enigmático e incomprensible”, donde no había hombres ni mujeres de carne y hueso sino sólo “misterios”.
“La vida de Jesús es muy desconocida, sobre todo para la gente del campo. Saben que era un hombre piadoso y poco más. ¿Qué puede significar para ellos Israel? ¿Y qué decir del Antiguo Testamento! Les parece un cuento hebreo…”. Él mismo recuerda que, en su infancia, las oraciones le parecían venidas “de otro planeta”. Algunas se recitan en chino antiguo -”ininteligible para la mayoría”- y han acabado reducidas a una especie de ‘mantra’, esos rezos budistas que se repiten, una y otra vez, para alcanzar un determinado estado espiritual.
El gran reto ahora, cuando el propio Gobierno reconoce el auge de la religiosidad en China, es proporcionar una formación que permita vivir la fe más allá del ritual. “Gran parte de nuestros catequistas y sacerdotes no han estudiado Teología, como máximo habrán terminado el Bachillerato, de ahí que no se pueda esperar que ayuden mucho. No obstante, yo tengo la firme convicción de que en las situaciones difíciles obra el Espíritu Santo. ¿Saldremos adelante!”.
Con 150.000 bautizos al año y un interés creciente por el cristianismo entre los universitarios, se les presenta “un panorama insólito”.
Mientras tanto, continúa pendiente la carta a los católicos chinos de Benedicto XVI, a la espera de la actitud del Partido Comunista tras la muerte de Fu Tieshan, obispo de Pekín. “Es un tema delicado. Lo ideal sería que la Asociación Patriótica no eligiera al sucesor de espaldas a Roma. Ojalá haya un acuerdo”. El Vaticano no reconoce a China como Estado desde 1951, pero nunca ha dejado de observar al dragón asiático con preocupación. Y más ahora, con vistas a los Juegos Olímpicos de Pekín, en 2008, y la Expo de Shanghai, en 2010.
Confucio, Lao-Tsé y Jesús
Su padre era católico y su madre, budista. Ella se bautizó al casarse y sus cinco hijos aprendieron a leer con un libro de oraciones. El más pequeño, Vicente Guo, nació en 1974. “La política del hijo único se impone en 1979, ¿así se entiende que seamos tantos!”, aclara el benjamín. Todos ellos son católicos, como un tercio de los vecinos del pueblo, al sur de China, en Fuzhou. Los dos tercios restantes son protestantes. “Unos y otros nunca rezan juntos; el ecumenismo es impensable. ¿La razón? Ningún obispo chino estuvo en el Concilio Vaticano II, que es cuando empieza a valorarse el diálogo interreligioso. Y el aislamiento siempre se traduce en conservadurismo. Muchos creen que ver un cuadro con mujeres desnudas es pecado…”.
Vicente Guo, en cambio, rompe moldes: “Lo importante no son esas menudencias, el Mensaje es otra cosa, una invitación a la alegría y la convivencia”. Y en ese sentido, encuentra muy parecido el cristianismo a las doctrinas de Confucio y el Tao, que son las creencias propias de China. “El budismo no, pues proviene de la India”. Para conquistar el alma oriental, recomienda aprovechar el concepto de armonía del ministro de Justicia Confucio (551-479 a. C.), basado en el respeto al prójimo y el orden, así como ahondar en la serenidad del Tao que señalaba el filósofo Lao-Tsé (369-286 a. C.). “Podrían servir de complemento del cristianismo, sobre todo en lo que se refiere a la paz. Ambas enseñan que sólo quien está en paz consigo mismo puede transmitirla a los demás. Los conflictos se resuelven empezando por uno”.