Cuando se trata de los otros, la recuperación de la memoria y del pasado en crímenes, guerras y episodios políticos es esencial. Tal cosa pareciera que nos sirve para Argentina o Chile y los crímenes de sus dictaduras, o para las matanzas de la selva de Guatemala, por poner ejemplos que nos son humanamente muy cercanos.
Pues bien, eso que es exigible en países alejados parece ser objeto de una profunda controversia en nuestro propio país. Mirar a nuestra historia y recordar lo que pasó, repartir responsabilidades y asignar reparaciones, económicas o de otro tipo, cuando sea pertinente, sólo servirá para destapar viejas heridas dicen algunos, en especial desde la derecha, pero también desde sectores ?bienpensantes?? que consideran que tratar el asunto es dilapidar nuestra ?ejemplar?? transición.
Bien es cierto que desde la vivencia de la generación de los octogenarios de hoy, el recuerdo de la guerra civil sigue presente, y que en la generación que hoy se está jubilando vivió entera la dictadura. Por supuesto, quienes tienen menos de cuarenta años no tienen un vínculo directo con la oscura etapa de la guerra civil y de la dictadura, excepto a través del relato de sus mayores. Pero, sin embargo, creo que es justo y conveniente que conozcamos nuestra historia y sepamos objetivarla hasta donde sea posible, en particular para las generaciones que hoy se están formando.
En Alemania se abolieron los símbolos vinculados al nazismo, y eso es algo considerado como natural, pero cuando en España se retira una estatua de Franco o se propone cambiar el nombre de calles que honraban a destacados miembros y militares del régimen, parece que se está hiriendo a alguien. Pero desde un país democrático no cabe honrar la memoria de quienes violentaron el sistema de libertades, y esos símbolos no pueden ser parte de nuestra vida pública.
Sin embargo, esta negación de la transparencia histórica, tan incomprensiblemente defendida desde la derecha política debiera combatirse con una provisión imparcial de datos, publicitación de crímenes y asunción de los errores cometidos desde todos los sectores. Pues si bien es cierto que la dictadura derrocó a un régimen democrático desde las armas y la violencia, apoyada por los regímenes fascistas europeos, también es cierto que la violencia se generalizó.
Hoy se está por consumar la beatificación de centenares de religiosos y religiosas muertos antes y durante la guerra civil. Y esos crímenes de lesa humanidad fueron cometidos por la izquierda extrema y fueron reales. Debieran ser anotados, recogidos y reconocidos, para que conozcamos nuestro siniestro pasado y el lado oscuro que también hubo desde el lado que no provocó la dictadura. Como debiera ser descrita y anotada la complicidad de los representantes de la Iglesia Católica con el régimen franquista.
Esos crímenes deben figurar al lado de tantos otros que se cometieron en el bando franquista en un común deseo por reconocer nuestra historia, reconocer la barbarie colectiva y explicar a las nuevas generaciones que en España fuimos capaces de hacer cosas como las que nos horrorizan en países africanos hoy o en Centroamérica en los ochenta. Ese debiera ser el verdadero sentido de la recuperación de la memoria. Primero, contar lo peor de nuestra historia colectiva, y hacerlo con todas las consecuencias y sin buscar ventajas, pues quienes participaron de aquellos hechos no son hoy actores de ninguno de los actuales grupos políticos o sociales. Si en Chile, Argentina, Dominicana o Ruanda es importante destapar la verdad y describirla con objetividad, también lo ha de ser en España.
Y sobre todo, ello permitiría reparar el recuerdo y el honor de las víctimas, y reconocer el injusto sufrimiento de las victimas de la dictadura, de la guerra y de los brutales episodios de violencia que sufrieron miles de personas, también los religiosos cuya beatificación provocará, seguro, alguna controversia próximamente. En definitiva, para aprender de ello, reconocer la vergüenza colectiva de nuestra propia historia y no volver nunca a repetirlo.