¡Cuántas veces habremos oído a Adam Michnik reírse de los fieros y valientes anticomunistas que surgieron por doquier en Polonia cuando el régimen comunista era ya historia, se habían celebrado tres elecciones libres y el país se acercaba a marchas forzadas a su ingreso en la Unión Europea! ¡Cuántos individuos prudentes, satisfechos, indiferentes o miedosos sin más, que vivieron sin el menor roce con el régimen comunista durante toda o parte de sus cuarenta años de existencia en Polonia, descubrieron su odio al comunismo cuando éste había dejado de existir!
A Michnik esto ya no le hace gracia. Lo que podía haber sido una grotesca y efímera pantomima urdida para pulir y ennoblecer biografías se ha revelado como un perverso instrumento de lucha política que, utilizado desde el poder y las alcantarillas del Estado, envenena el discurso político, crispa el diálogo, rompe el tejido social y amenaza a la convivencia.
El tristísimo espectáculo del domingo ante la Catedral de Varsovia, en el que por poco se evitó una batalla campal entre feligreses partidarios y adversarios de la dimisión recién acaecida del arzobispo Stanislaw Wielgus, es sólo una prueba más de cómo el pasado puede, exhortado con mala fe, retornar para abrir heridas viejas y nuevas y reactivar odios.
Nada tiene esto que ver con el conocimiento del pasado, pero sí mucho con la vocación del nuevo revanchismo polaco, liderado por los gemelos Lech y Jaroslaw Kaczyinski e institucionalizado en el Instituto de la Memoria Nacional. Lo que se pretendía que en su día fuera un instrumento para historiadores y para ofrecer a las nuevas generaciones información sobre los terribles años de los dos totalitarismos que torturaron durante más de sesenta años a Polonia, se ha convertido en una gestora del poder que, con las fichas y dossieres de la policía política comunista hace y deshace reputaciones, filtra u oculta según conveniencia unos documentos por naturaleza mentirosos, parciales y manipulados
Es evidente que Wielgus quedaba irremisiblemente inhabilitado tras reconocer, dos días antes de su toma de posesión como Arzobispo de Varsovia, una colaboración con los chequistas polacos que había negado reiteradamente. Su falta está en la mentira, como en otros casos en el silencio. Porque nadie que no viviera aquella época bajo el régimen puede imaginar las presiones a las cuales podía ser sometido un joven sacerdote que estudiaba filosofía en Lublin en los años sesenta. Y nadie sabe por qué unos se doblegaron y otros tantísimos no lo hicieron ni para salvar sus vidas como años más tarde Jerzy Popieluszko.
La Iglesia polaca era el máximo poder anticomunista en todo el Pacto de Varsovia, tan fuerte que dirigió la lucha triunfal contra el sistema en los años ochenta. Era lógico objeto preferencial de infiltración. Lo que jamás logró el régimen es crear dentro de la Iglesia títeres como el grupo Pacem in Terris, en Checoslovaquia. Los dos legendarios cardenales de la resistencia total al comunismo, el polaco Wiszynski y el húngaro Mindszenty, lograron en general mantener la unidad de su Iglesia pero no evitar su infiltración. El jubilado obispo de Esztergom también fue confidente de la policía política húngara. Estos denunciantes denunciados llevan consigo la tragedia de su debilidad como evocaba Peter Esterhazy en su De Ceaelestis. Quienes juzgan conductas ajenas bajo el totalitarismo desde la comodidad del sistema de libertades de la Europa de hoy son frívolos o rufianes.
Wiesgus ha pagado con su tragedia personal el hecho de mentir. Y ha hecho un gran daño a la iglesia polaca que el año pasado redactó un memorando sobre las conexiones del clero con servicios secretos en los que decía que ‘la mera firma de un compromiso de cooperación, independientemente de motivos o razones, es un pecado’. Pero al margen de este drama, preocupa la larga carta del Gobierno polaco al Vaticano denunciando al obispo y no menos el origen de la filtración de la denuncia contra él.
Parece evidente que si los hermanos ultracatólicos Kaczynski son capaces de dirigir la caza de brujas contra el ya nombrado arzobispo de Varsovia, son capaces de cualquier cosa para desacreditar y descalificar políticamente a quienes consideran la anti Polonia, esa mitad de la sociedad polaca que no representan y que se quiere excluir del sistema y despojado de sus derechos por reales o supuestas conexiones, simpatía o simplemente falta suficiente de odio hacia el comunismo. Los Kaczynski tachan implícita o explícitamente a toda la oposición liberal y socialdemócrata de ser herederos del régimen anterior.
La sociedad polaca haría bien en ver el tumulto ante la catedral como una señal de alarma. Las grietas en los cimientos de la transición se abren desde las últimas elecciones generales. Polonia no merece que lo que crearon ante el aplauso del mundo sus mejores estadistas en un siglo, los Adam Michnik, Bronislaw Geremek, Tadeusz Mazowiecki o Alexandr Kwasniewski, lo destruyan unos tan mediocres como los responsables de tragedias pasadas.