No resulta fácil, por lo menos a mí, el escribir todas las semanas un artículo de opinión. Obviamente para su redacción trato de estar en contacto con los acontecimientos de actualidad, para ver cuál de ellos pueda ser de mayor trascendencia y así pueda interesar más a mis lectores. Durante este semana pasada temas no han faltado.
La impugnación por parte de la Abogacía General del Estado y la Fiscalía para imposibilitar que la coalición Bildu pueda presentar sus candidaturas en Euskadi. El altercado en Los desayunos de TVE entre la periodista Ana Pastor y Dolores de Cospedal, ya que la dirigente popular cuestionaba la objetividad de TVE. Resulta surrealista tal queja, conociendo las televisiones autonómicas de Madrid y Valencia, y la de tiempos de Urdaci.
La gran conflictividad socio-política en los países árabes, con el terrible atentado terrorista en la ciudad marroquí de Marraquech, las matanzas indiscriminadas a los disidentes en la Siria de Bashar Al Assad y el avispero en la Libia de Gadafi.
El partido entre el Madrid del desbocado Mouriño y el Barça del más comedido Guardiola. La boda llena de glamour del príncipe heredero al trono británico Guillermo con Kate Middleton.
Finalmente sobrevino un tema, que no por esperado, deja de ser dramático: el paro en España roza los 5 millones, con el 21,3%. No sé qué cifras de parados se deben alcanzar para que de una puñetera vez los políticos y los agentes sociales se pongan de acuerdo para alcanzar un plan de urgencia para crear empleo.
También tuve la intención de escribir sobre mi lectura de dos libros espléndidos, recientemente publicados. Europa contra Europa 1914-1945 de Julián Casanova, un período tan interesante de la historia europea, que nos puede servir de ejemplo para algunos problemas actuales. Y el de Paul Preston, El Holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después. La última palabra del título es toda una declaración de intenciones por parte de su autor.
CUALQUIERA de esos temas tiene materia más que suficiente para la redacción de un artículo. No obstante, en esta ocasión me he inclinado por un tema más espiritual: el proceso iniciado con extraordinaria rapidez por la Iglesia para beatificar al papa Karol Wojtila, Juan Pablo II. Para ser elevado a los altares es conditio sine qua non, el haber realizado por lo menos dos milagros contundentes.
Por lo que parece, hay uno suficientemente documentado como el haber sanado a Marie Simon Pierre, una monja aquejada de la enfermedad de parkinson y desahuaciada por los mejores neurólogos del país galo. Ignoro si se merece la santidad, para eso tiene doctores la Iglesia. Lo que sí tengo claro es su extraordinaria intransigencia en cuestiones muy importantes para las seres humanos como el aborto, la eutanasia, los anticonceptivos, el celibato, la ordenación sacerdotal de las mujeres y la teología de la liberación. En cuanto a los matrimonios gay los denigró duramente.
Me resulta difícil de entender la presencia de una representación oficial del Estado español –aconfesional según nuestra Constitución–, encabezada por los Príncipes de Asturias y el ministro de la Presidencia, Ramón Jáuregui, en un acto estrictamente particular como es la santificación de un católico, que atañe exclusivamente a una religión concreta.
Tampoco es nada nuevo que el Estado español muestre unas preferencias tan claras hacia los católicos. La Iglesia católica española recibe cada año del Estado (o sea, de todos los ciudadanos, católicos o no) importantes cantidades de dinero. El Estado tiene que costear los sueldos de obispos y sacerdotes; y el salario a más de 30.000 profesores de religión católica en la escuela pública y en la privada concertada, financiada con fondos públicos desde tiempos de Felipe González. Además de importantísimas cantidades que el Estado dedica al mantenimiento del ingente patrimonio histórico-artístico de la Iglesia católica.
En estos días lluviosos de Semana Santa, hemos visto esas inmensas procesiones católicas, presididas conjuntamente por las autoridades eclesiásticas y civiles. Todos estos actos sin entrar a valorar lo que tienen de religión, folclore, tradición o negocio, que pueden realizar los católicos, hay otros «españoles» que no los pueden hacer. Recientemente en la capital del Estado se prohibió una procesión atea para no herir la sensibilidad de los católicos.
José Luis Trasobares comentaba que hace escasas semanas la Policía Municipal de Zaragoza interrumpió y cortó a las siete de la tarde una fiesta que se celebraba en la sede de la Asociación Cabo Verde-Aragón sita en la calle Echegaray, en Delicias, ya que los asistentes (negros y blancos) tocaban el tambor. Estas dos actuaciones gubernativas van en contra del artículo 14 de nuestra Constitución «Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».
A la vista de todos estos hechos, resulta curioso además que hoy en España haya todavía algunas personas que se quejen amargamente de la «persecución» que está padeciendo la Iglesia católica por parte del Estado español y, sobre todo, por parte del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Alucinante.