REFUNDAR LA IGLESIA CAT?LICA. DOS NUEVAS PROPUESTAS. Xavier Pikaza

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Periodista Digital

Xavier Pikaza.jpgAyer he publicado una nota sobre la relación del Papa con H. Kissinger. El pasado 3 acogí una propuesta de la Iglesia Apostólica Católica Ntra. Señora de Guadalupe, ofreciendo la palabra a uno de sus dirigentes, defensores de una nueva institución eclesial, con obispos y presbíteros casados, varones o mujeres. En este contexto presento dos nuevas propuestas de reforma o refundación católica de la iglesia, quizá más radicales, aunque no impliquen directamente rupturas en el episcopado.
Una es de Joaquín Martínez, compañero de blog (cf. comentarios día 3). Otra es mía y la expuse hace tiempo al final de Sistema, libertad, iglesia. Instituciones del Nuevo Testamento (Trotta, Madrid 2001).
Las recojo aquí (con un intermezzo o contrapunto de Fernando), con ánimo de promover el diálogo sobre el futuro de la Iglesia. Podrán servir de tema para los amigos del blog, hasta el próximo sábado, dia en que retomaré los temas. Santos y buenos días a todos, hasta entonces.

Joaquín Martínez
Propone una reforma fuerte desde dentro de la Iglesia. No parece buscar la ordenación de nuevos obispos, sino un cambio en la orientación general de las comunidades, con un nuevo Concilio. Es una propuesta intensa, interesante, cordial. Gracias Joaquín por ofrecernos de nuevo tu paoabra

La iglesia guadalupana me haría infeliz
María del Tepeyac me toca el corazón por todas partes. Las iglesias latinoamericanas van por delante desde la Conferencia de Medellín y se disponen a prepararnos el camino en la próxima de Brasil.

Esta propuesta de iglesia guadalupana será felicitante para quienes participen de ella, pero a mí me haría profundamente infeliz. Estoy en comunión con Cristo y me siento miembro del pueblo de Dios-a, ciudadano de su ciudad universal, cuerpo con esta humanidad que ha hecho carne suya.

Pero no disiento un 0,1 ni el 1 ni el 5 sino en muchos aspectos de la moral ortodoxa, que en este país hemos puesto en cuestión sin violencia ni cisma; no asumo el CDC en su mayor parte y por eso ni estoy ordenado sacerdote ni pertenezco a una orden religiosa, aunque comprendo la necesidad de que las iglesias tengan un reglamento o una constitución, según se mire, debatida por un procedimiento sinodal y aprobada universalmente por el signo de comunión que debería ser el papa.

Pero el CDC no sustituye ni se confunde con el Evangelio, ni siquiera con la predicación de Jesús sobre la comunidad de iguales a imagen de la koinonía entre Dios-a Madre/Padre, el Hijo por quien somos tod@s hij@s, el-la Espíritu que nos sigue hablando cuando profetizamos o poetizamos nuestras relaciones personales y sociales para recrear la realidad todavía inhumana, con la fuerza del amor entregado.

Las tareas de un nuevo Concilio

No creo que los concilios vayan a «legalizar» la homosexualidad o promover una acción política determinada. Lo que espero es que el próximo concilio sirva para continuar la tarea pastoral del anterior:

1. Animando a los movimientos sociales en su dimensión global y local para que defiendan y promuevan los derechos humanos, en concordia con la dignidad de l@s hij@s de Dios-a.

2. Haciéndose cargo de la catolicidad de este planeta para que las próximas generaciones reciban un horizonte de vida sostenible en vez de la muerte programada por todos los cálculos actuales. Los hábitos que tenemos que cambiar no serán preceptos doctrinales sino actitudes asumidas por el conjunto de la humanidad en la forma de una ética civil global.

3. Reconociendo sin el glamour de «potestad sagrada» la relación interpersonal y social entre los ministerios y las comunidades Como decía antes, lo primero sería remover los impedimentos canónicos que construyen estamentos jurídicos en las iglesias, en vez de ministerios, a costa de terribles discriminaciones a los ojos de Dios-a: las mujeres, l@s casad@s, l@s homosexuales, en una escala axiológica sacerdotes-religios@s-laic@s, como en un famoso texto de la Mishná que traza el mapa jurídico-litúrgico de la desigualdad entre castas.

El templo es la comunidad, como decía el Concilio, en comunión esencial con el amor de Cristo y en relación interpersonal con las personas divinas y humanas.

La moral de la persona

En las cuestiones de moral de la persona, lo que nos importan son las actitudes: repito, no «legalizar la homosexualidad» ni la heterosexualidad, sino que el amor humano se oriente a la unión plena; que la actividad humana defienda la vida y promueva la dignidad; pero que sea la vitalidad de los grupos humanos y las personas quienes desarrollen los contenidos actuales en contextos muy diversos. De la misma forma que la enseñanza social -siempre en desarrollo, no fosilizada- es aplicada por distintos partidos políticos de forma parcial, aunque se refiere a la sociedad civil en general. Respecto de la liturgia, sigo con-sintiendo que aquella constitución del Concilio nos sirve para mucho, si dejamos que se despliegue en la pluralidad de formas y lenguajes de las culturas reunidas por la Iglesia católica.

La dignidad del pueblo de Dios

Con todo este rollo, lo único que pretendo es solidarizarme con los sacerdotes casados (MOCEOP), además de con esta iglesia guadalupana, con la esperanza de que puedan vertirse sin los impedimentos canónicos actuales en un pueblo de Dios-a universal.

O cambiamos entre tod@s la Iglesia Católica o contribuimos a que l@s poderos@s de este mundo se apropien como demiurgos de la imagen de Cristo (como siguen haciendo por medio de estructuras que no sirven a la humanidad: movimientos que legalizan la desigualdad, transnacionales que regularizan la piratería, terrorismo que legitima la represión), hasta destruir por nuestra inconsciencia la posibilidad futura de vida humana, incluso aunque haya human@s.
Tenemos misión y envío comunitario. Ojalá que nuestros obispos y el mismo papa utilicen los mecanismos exclusivos que han concentrado en sus manos para rebajarse promoviendo la dignidad del pueblo de Dios-a: sus capacidades y sus ministerios en comunidades que eligen a sus representantes. Dios-a ya nos ha elegido a tod@s en Cristo.

Un sacramento del sexo

No hay que legalizar la sexualidad en las iglesias de la misma forma que no se legaliza la nutrición ni el movimiento. Pero los derechos y deberes humanos se fundan-en y desarrollan las necesidades y deseos que reconocemos universales (no por imperativo categórico: ni el celibato es universal ni viceversa). Lo que está aún por reconocerse -es una tarea bella y buena- es que Jesús se expresara con símbolos sexuales, además de con el alimento o con el camino: la entrega de Jesús es la de el-la amante en el Cantar, decimos, pero no lo aplicamos a la lectura de los evangelios en un plano experiencial y existencial, además de simbólico. Hay quien lo ha hecho (Secundino Castro) pero otros se sublevan ante la evidencia de que Jesús se sintiera atraído o apasionado por una mujer que le demostraba amor…

Fernando: un intermezzo, un contrapunto

Entre los comentarios al tema de la Iglesia guadalupana quiero recordar el de Fernando, amigo y compañero de este blog, también del día 3, que sitúa el tema en el contexto de la historia de la iglesia y de las instituciones

Me parece un interesante proceso eclesial -es mi opinión-, y entiendo su posible extensión. Otra cosa es su duración. Si son al 99,9% semejantes a la Iglesia de Roma, quedarán tarde o temprano engullidos por ella. Simplemente basta acudir a los medios de cohesión social en el tiempo para ver si son capaces de sostener las envestidas. Esto también se planteó con los veterocatólicos (salvando las distancias), con muchos puntos de conexión con la Iglesia Romana. Al final tuvieron que adoptar la personalidad de la Iglesia Anglicana en 1932, contando con los contactos con la Iglesia de Rusia, para salvaguardar su personalidad. Veremos.

Propuesta de Pikaza

La expuse en el libro Sistema, libertad, iglesia. Instituciones del Nuevo Testamento (Trotta, Madrid 2001) donde quería desarrollar las raíces de una trasformación de la iglesia actual desde en el evangelio. El libro ha tenido un influjo lento. Quizá nació antes de tiempo (¿fuera de tiempo?). La respuesta oficial fue el silencio exterior, pero tuve dejar, por imposición superior, la cátedra de teología en la Univ. Pontificia de Salamanca. Sigo pensando que el diálogo era posible y necesario. Aquí lo propongo de nuevo, citando al pie de la letras, el final de aquel libro (cf. págs. 461-468)

Situación distinta. ¿Ha terminado el tiempo de la iglesia?

La iglesia habla de libertad y reino, pero da la impresión de que muchos han dejado de creer. Unos suponen que el ciclo cristiano termina: esto se acaba, resistimos un tiempo, mantenemos algunas estructuras, luego Dios dirá; somos los últimos de una larga historia, de mil años de tradición cristiana occidental. Otros tienen miedo y defienden el sistema: se creen llamados a mantener el orden y guardas las estructuras, en plano de dogma y disciplina, como si Cristo les necesitara para mantener la iglesia; normalmente se fijan en cosas secundarias (hábitos y rezos exteriores, estructuras caducas).

Pues bien, en contra de unos y otros, pienso que este es un tiempo de bellísimo para sembrar evangelio. No se trata de hacer y programar, en línea de sistema, como si todo dependiera de nosotros, sino de dejar que la Palabra de reino penetre de nuevo en nuestra tierra (Mc 4). Esto es lo que importa: no tener miedo y explorar formas de vida cristiana, desde el evangelio, en comunión cordial con el conjunto de la iglesia, pero sin estar esperando las directrices directas de una jerarquía, que normalmente llega tarde. Se trata de ser iglesia, de acoger la voz del evangelio y de crear vida cristiana, con autonomía, en la línea de todo lo que he venido diciendo en este libro.

En este fondo destaca nuevamente la importancia de los ministerios,. Pienso que los ministerios cristianos no tienen carácter sacerdotal (en el sentido clásico del término: no ofrecen víctimas, ni aplacan a Dios con sacrificios), pero son fundamentales, como mediadores de Palabra y Amor comunitario. No hay iglesia visible sin ellos, ni fraternidad sin institución, que organiza el amor desde el evangelio.

Los ministerios resultan menos necesarios en un contexto religioso como el budista, donde cada iluminado puede y debe realizar su camino a solas. Pero, según el evangelio, son imprescindibles, pues los creyentes comparten la fe y amor en Cristo: la reciben, expanden y celebran por y con los otros. Como Cristo fue ministro (servidor) del Reino de Dios (de los humanos), así sus seguidores: todos son ministros de la Humanidad reconciliada, de maneras diferentes, dentro de una iglesia que se encuentra llena de tensiones, en momento de crisis. En este contexto queremos evocar el tema de la re-forma de los ministerios, conforme a dos caminos que deben acercarse (completarse), para bien de la Iglesia:

Camino oficial.

El Vaticano mantiene una actitud tradicional: insiste en el sistema y actúa como «estado religioso unificado», con nuncios ante las naciones, nombramiento directo de obispos, formación presbiteral en seminarios, celibato, exclusión de mujeres etc. Mirado de un modo exclusivista, este modelo se encuentra a mi entender ya seco, y así me atrevo a confesarlo después de trabajar durante casi treinta años a su servicio, como profesor de seminario y facultad de teología, en la formación de estudiantes para el presbiterado.

Está acabado (al menos en occidente), por la escasez vocacional y, sobre todo, por el tipo de vocaciones que prepara, desligadas de sus comunidades, separadas de la vida y crecimiento real de los cristianos. Las facultades de teología son para el estudio del cristianismo en el contexto de la cultura y religiones de la tierra. Las vocaciones ministeriales han de surgir y cultivarse desde el interior de las comunidades cristianas, que son semillero (seminario) para aquellos que deseen (y sean encargados de) realizar tareas apostólicas, varones o mujeres, célibes o casados, sin desligarse de su entorno y su trabajo humano, tras un tiempo de maduración y prueba, reasumiendo de forma no patriarcal la inspiración de Pastorales.

En principio, sólo las comunidades pueden suscitar y animar ministros de evangelio (especialmente presbíteros y obispos). Es normal que esos ministros conozcan la Palabra, pero no tienen por qué ser especialistas en ella, pues los teólogos se dedicarán básicamente a la enseñanza, no al ministerio de organización eclesial. La forma actual de preparar ministros en abstracto y para todo (celebración y enseñanza, dirección comunitaria y servicios sociales…), elevándoles de nivel al ordenarles de presbíteros (e incluso de obispos), sin referencia a una comunidad concreta en la que puedan compartir la fe, me parece carente de sentido (o vale sólo para casos excepcionales, de posibles misioneros).

Camino extra-oficial.

Hay comunidades que empiezan a reunirse por sí mismas, sin un presbítero oficial, suscitando desde abajo sus propios ministerios de celebración y plegaria, servicio social y amor mutuo etc, como al principio de la iglesia. Son comunidades que han comenzado a compartir la Palabra y celebrar el Perdón y la Cena de Señor sin contar con un ministro ordenado al estilo tradicional, pero sin haber roto por ello con la iglesia católica, sino todo lo contrario, sabiéndose iglesia. Estos «ministros» pueden recibir nombres distintos: a veces se les llaman colaboradores, otra son auxiliares o párrocos seglares, otras asistentes pastorales…

Lo del nombre es lo de menos. Más importante es el hecho de que algunos están reconocidos y realizan funciones oficiales: todo lo del presbítero menos «consagrar» y «absolver» de manera solemne. En otros casos, tanto las comunidades como sus «ministros» actúan sin respaldo oficial, llegando incluso a consagrar y absolver los pecados, en celebraciones de la Cena o Perdón. En caso de conflicto con la jerarquía pueden afirmar que actúan de un modo «privado»: lo que presiden no es Eucaristía o Penitencia sacramental, sino celebración piadosa (no oficial) de la Cena y Perdón de Jesús. Pero esta parece una disputa de palabras.

Las comunidades que actúan de esta forma carecen de visibilidad oficial (no tienen comunión ministerial externa), pero pueden estar en Comunión real con el conjunto de la iglesia. Ellas son, por ahora, pequeñas y frágiles, pero estoy convencido de que van a multiplicarse, eligiendo sus ministros (varones o mujeres), para un tiempo o para siempre, conforme a la palabra de Mc 9, 39 no se lo impidáis. Desde el momento en que el sistema sacral pierde fuerza, ellas pueden elevarse, creando una comunión o federación de iglesias, como al principio.

Teológicamente hablando, estas comunidades no integradas (por ahora) en el orden oficial de la Gran Iglesia no plantean dificultades. Así nacieron al principio las iglesias, así eligieron sus ministros, así se federaron formando unidades mayores. Por ahora, la Gran Iglesia no admite ese modelo, pero lo hará pronto, no sólo por la fuerza de los hechos sino, por la misma evolución de sus ministerios oficiales, que irán perdiendo sacralidad sacerdotal (carácter jerárquico) para convertirse en servicios comunitarios de carácter flexible, desde el interior de las mismas comunidades. De esa forma se irá acercando la iniciativa del pueblo cristiano y la tradición de las grandes iglesias, en un camino de re-forma cristiana que nadie puede asegurar o fijar de antemano.

El organigrama jerárquico de la iglesia actual es más propio de un sistema burocrático sacral y estamental que de una comunión de seguidores de Jesús. Sólo así se entiende el hecho de que ordene ministros en sí (presbíteros sin comunidad, obispos sin iglesia), como expresión de honor y cambio de estado (elevación estamental), con una fiesta que evoca las celebraciones paganas de concesión de títulos de nobleza. Muchos de esos ministros absolutos (sin comunidad o iglesia), mantienen un carácter difícil de precisar, de manera que parece preciso que volvamos a los primeros tiempos de la iglesia, que en el siglo V (Concilio de Calcedonia, año 451) prohibía la ordenación en sí, sin referencia a una iglesia. Un ministro cristiano que pierde o abandona su comunidad o tarea ministerial dentro de una comunidad o iglesia deja de ser ministro, sin necesidad de dispensa o «reducción al estado laical» (que es una terminología no cristiana).

Un servicio voluntario. La tarea de los ministerios

Debemos pasar con toda urgencia del ministerio-honor, entendido en clave ontológica, sacral y jerárquica (como valioso en sí, con independencia de la comunidad), al ministerio-servicio, que sólo se muestra cristiano al hallarse integrado en una comunidad, de la que depende y a la que sirve, en gesto de animación (ministros que surgen de la comunidad) o creación (ministros-misioneros que crean comunidades nuevas). A partir de una visión más pagana (platónica) que cristiana, la iglesia ha desarrollado una visión ontológica y jerárquica del ministerio-honor (válido en sí mismo, independiente de la comunidad) y lo ha vinculado a la primera burocracia de occidente, creando así uno de los mejores sistemas de organización sacral del mundo (con mística de fondo cristiana y orden social romano).

Pero el tiempo de esa burocracia y ese orden ha pasado, no sólo por razón externa (ha triunfado y se ha impuesto el sistema, con su burocracia total), sino también y sobre todo por una causa interna: la visión ontológica de los ministerios (como algo absoluto, vinculado a la persona en sí) ha pasado, de manera que los cristianos deben llamar y nombras a su ministros desde el don de Dios, para servicio comunitario, como indican las dos partes anteriores de este libro. Estas son sus dos tareas principales:

Crear comunidad: amor mutuo. El ministro cristiano está al servicio del amor comunitario. No tiene finalidad administrativa ni poder social. No vale por sí mismo, como si tuviera un poder u honor distinto al de otros fieles, sino en cuanto se vuelve signo de trasparencia comunitaria y promueve (suscita, celebra) el amor en la iglesia. Tan pronto como se eleva y destaca a sí mismo, como persona valiosa y no aparece como signo de envío y amor comunitario pierde sentido cristiano. Este es su grandeza: un ministro eclesial sólo tiene autoridad en la medida en que su autoridad individual desaparece, apareciendo como mediador del «nosotros» de la comunidad, es decir, el amor mutuo de todos los creyentes, en Cristo. Por eso es normal que pertenezca a la comunidad, siendo elegido por ella, por un tiempo o para siempre. Es secundario que sea mujer o varón, soltero o casado: lo que importa es que sea persona de transparencia eclesial.

Quizá no es bueno que sepa hacer todo, pues podría impedir el despliegue de aquellos carismas eclesiales, de que hablaba 1Cor 12-14; pero debe ser persona de amor y concordia. Dentro de nuestra tradición es normal que el ministro más significativo de la comunidad sea presbítero u obispo, pero sin que asuma demasiadas funciones, pues la misma iglesia es la que debe recorrer su camino de amor comunitario.

Animar la oración: signo contemplativo. El ministro (mujer o varón) ha de ser al mismo tiempo un animador de fe y experiencia contemplativa. El hecho de que sea varón o mujer, célibe o casado, temporal o para siempre resulta secundario: lo que importa es que sea referencia orante. La situación actual en que un obispo o presbítero sigue siéndole por siempre, pase lo que pase (como un conde o marqués), de manera que los fieles de la comunidad han de «soportarle» me parece no sólo contrario al evangelio, sino a la racionalidad normal. Puede llegar un caso en que no sea el ministros para la comunidad, sino la comunidad para el ministro.

Algunos tienen la impresión de que la iglesia la forman una serie de jerarcas (obispos, presbíteros) a los que se debe «colocar» (encontrar un lugar donde ejerzan), pues no se les puede «quitar» su ministerio. En contra de eso, quiero insistir en lo ya dicho: el ministro cristiano ha de ser un hombre de fe y experiencia de evangelio; pero, al mismo tiempo, siendo elegido por la comunidad y hablando desde su propia experiencia creyente, ha de presentarse como portavoz de una llamada y una gracia que le desborda, tanto a él como al conjunto de la comunidad. Ha de ser hombre o mujer de oración, alguien que ofrece su ejemplo de oración, acompañando a los demás en la plegaria.

Debe estar al servicio de la comunidad, pero sin imponerse sobre ella, sin tener su ministerio como un «orden» valioso en sí mismo, sino como un servicio que se emplea mientras sea necesario o conveniente, y que luego cesa.

La formación de los ministros de la Iglesia

Estos dos rasgos (amor mutuo y oración) resultan inseparables y no se aprenden o adquieren con estudio en los actuales seminarios, sino en la escuela de Jesús y en la vida concreta de las comunidades cristianas, en contacto con los excluidos del sistema. Hasta ahora, el ministerio ha parecido una carrera y profesión, un modo de vida, lleno de honor, vinculado a un reconocimiento social externo (de carácter sacral más que evangélico) y a una estabilidad económica.

Pues bien, ha llegado el momento de abandonar esa visión del ministerio como carrera y su vinculación con una forma de estabilidad económica. Tanto al hablar de la comunidad en Galilea como en Pastorales hemos aludido al tema económico, señalando las diversas soluciones de la iglesia. Este es un motivo absolutamente central en nuestro tiempo: dinero, poder, amor han sido y son los motivos centrales de la vida humana, como han destacado desde antiguo los «votos» religiosos.

Del amor hemos hablado: el ministro de la iglesia ha de ser hombre afectivamente maduro, capaz de animar la vida comunitaria (celibato o matrimonio son medios). También hemos hablado del poder: el ministro en cuanto tal no adquiere una categoría ontológica sobre los fieles, sino que es un servidor comunitario. Pues bien, amor y poder se expresan en la economía: desde el comienzo de este libro, hemos venido diciendo que ella (con la administración burocrática) pertenece al sistema, es decir, a las cosas del César. Desde ese presupuesto hemos presentado la autoridad de Jesús y los ministerios del Nuevo Testamento. Ahora podemos sacar algunas consecuencias

1. No hay carrera eclesiástica. El modelo de honores y ascensos religiosos pertenece al sistema sacral, va contra el evangelio. Todo intento de presentar los «órdenes» eclesiásticos (desde diácono y presbítero al obispo o papa) como grados de un orden ascendente es anticristiano, como las partes anteriores de este libro han indicado. Todo los signos de distinción y jerarquía cristiana (por colores y vestidos, nombramientos y retribuciones, dignidades y cargos, con o sin separación de mujeres o varones) es sencillamente equivocado. Sin duda, se puede justificar con razones ontológicas pertinentes, en la línea del mejor platonismo o de la tradición sacral del judaísmo de la comunidad del templo. Pero cuanto más y mejor se justifique más anticristiano resulta el argumento. El evangelio no es una buena filosofía, ni un orden sacral, en línea de sistema religioso, sino revelación de la gracia de Dios, que libera al ser humano de las leyes y honores del mundo, para conducirle al espacio de la plena libertad y el amor mutuo, abierto a los excluidos del sistema.

2. Autonomía económica. La distinción de sistema y libertad cristiana nos permite trazar unas consecuencias fundamentales en el campo de los ministerios. Conforme a la visión de Pastorales, los servidores de la iglesia han de tener en principio autonomía económica, en plano de sistema: casa (espacio familiar), independencia. No van a buscar a la iglesia un trabajo, ni dependen económicamente de ella (aunque después ella les puede ofrecer una retribución).

Solo así pueden «dejarlo todo», poniéndose al servicio del evangelio, para acoger a los que nada tienen, a los excluidos del sistema. La iglesia en cuanto tal debe regalar sus posesiones a los pobres (cf. Mc 10, 21), como institución sin métodos ni fines económicos, a nivel de gratuidad. Los bienes pertenecen al sistema (al César) y a ese plano se mantienen. La iglesia en cuanto tal no puede poseerlos (en ella todo es común), pero pueden poseerlos las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), vinculadas a ella, como vimos ya en la primera parte de este libro. En esa misma línea, hablábamos de OE, organización eclesiales que no son iglesia en sí, pero derivan de ella y se insertan en el mundo del mercado y leyes de este mundo. En ese aspecto quiero destacar que, en cuanto tal, el ministro de la iglesia no debe actuar como dueño de unos bienes. Es claro que puede recibir gratuitamente ayuda, si gratuitamente ofrece su palabra y evangelio; pero esa situación no se puede legalizar, ni el ministro puede «exigir», ni la iglesia «está obligada» a dar, porque es relación de estricta gratuidad.

3. Gratuidad evangélica. La nueva situación del sistema, que puede ofrecer autonomía económica a gran parte de la población, me parece muy positiva para la iglesia, pues permite separar el ministerio cristiano de toda carrera de honores y ventajas económicas. La vieja situación en que los cardenales eran príncipes de la iglesia, los nuncios embajadores, los obispos señores de su territorio y los párrocos autoridad del pueblo ha pasado ya o debe pasar. Los ministros de la iglesia han de ser lo que siempre debían haber sido: simple creyentes. Normalmente, deben resolver su situación laboral en el sistema, como los demás ciudadanos, sin ventaja alguna, pero en un segundo momento se pueden «liberar» para el evangelio, si escuchan la voz de Jesús (como apóstoles) o reciben la llamada de la comunidad (ministros).

Han de hacerlo libremente, en gratuidad, al servicio del amor comunitario, sin buscar ni recibir por ello honores ni salarios especiales. El amor no se paga, el servicio de iglesia no se vende. Voluntarios del amor han de ser los ministros eclesiales en una sociedad (sistema) que tiende a organizarlo todo en perspectiva económica.

Cada comunidad instituye sus ministros

En ese contexto hemos dicho que los ministros de la iglesia son señal contemplativa: expresión de la gracia original del Cristo. No sirven para nada especial en el sistema, pues lo que ofrecen y celebran pertenece al mundo de la vida de Dios sobre el sistema. Ellos son, al mismo tiempo, delegados de la iglesia. Una comunidad que no puede elegir a sus ministros y ordenar la comunión fraterna no es iglesia, sino sucursal o delegación de un sistema sagrado, como actualmente sucede en muchas comunidades cristianas, que viven en estado de dictadura religiosa . Esta situación no puede durar.

Ha llegado el momento de que las comunidades sean autónomas, capaces de buscar y recorrer su vía cristiana: es tiempo bueno para que un tipo de jerarquía «dimita», dejando su autoridad en manos de las mismas comunidades, de manera que ellas asuman su responsabilidad e inicien un camino de búsqueda compartida .

Este cambio ha de impulsar un nuevo espíritu misionero. Muchos parecen resignados a mantenerse a la expectativa: observar lo que sucede, resguardarse mientras pasa la tempestad. En contra de eso, pienso que este proceso de reforma y recreación eclesial sólo tiene sentido si va unido a un nuevo impulso misionero.

El sistema domina nuestro mundo en un nivel económico-administrativo, pero en otro nos abandona a la improvisación familiar, a la soledad social, al puro mundo del espectáculo que distrae sin enriquecernos, que aturde sin llenar nuestros corazones. En ese contexto queremos reiniciar la misión cristiana, sin nostalgias ni retornos imposibles. No se puede reconstruir la vieja Europa cristiana, ni mantener el modelo de evangelización de América, ni defender la forma de unidad que ha impuesto el papado en los últimos siglos. Estamos llamados a crear iglesia, en dos movimientos simétricos:

El camino de las comunidades

Las comunidades deben constituirse a sí mismas, desde el encuentro de los creyentes, que se descubren llamados por la Palabra y Amor de Jesús, sin más finalidad que dialogar y ser comunión de personas, compartiendo la vida. Ellas mismas deben rehacer el camino de la fe, en formas de amor liberado, desarrollando sus ministerios y liturgias del pan y vino (o sus equivalente simbólicos en plano de comida). Ningún cristiano sustituir a otro en su camino, pero todos se acompañan y ayudan en el gesto redentor del amor mutuo y la entrega gozosa de la vida .

Las comunidades se vinculan formando federaciones que se abren y extienden hasta llenar el mundo. Un mismo amor las empuja, una experiencia de gratuidad las une, integrando así comuniones más amplias, conferencias de iglesias reunidas, sea en torno a un obispo central (obispados mayores), o en torno a un consejo de obispos (conferencia episcopal etc). Cada iglesia es por sí misma presencia de Reino (no recibe autoridad por delegación), pero todas pueden y deben unirse en comunión de espíritu y diálogo, como células de amor que se van expandiendo al mundo entero.

Comunidades distintas, iglesias diferentes

Es evidente que las comunidades tendrán estilos distintos para celebrar su fe y construir su unidad, sobre la base del único evangelio y la palabra clave de los primeros concilios. Pero más que la unidad en la expresión externa de la fe importará la comunión y comunicación, que supera las imposiciones de algunos o la dictadura del sistema.

No será un camino fácil. Habrá que recorrer nuevamente grandes itinerarios de fe y amor, en un proceso enriquecido por el recuerdo de las viejas cristiandades. Se ayudarán unos a otros, pero cada comunidad deberá resolver sus problemas, recorriendo su propia itinerario creyente.
El camino será variado, habrá tentativas distintas, con el riesgo de perderse en las muchas experiencias, pero sólo así, dejando en libertad a los caminantes, podremos rehacer la gran marcha de la fe, como muestran los escritos del Nuevo Testamento. En ese contexto será fundamental la solidaridad misionera entre las diversas iglesias, con mayor movilidad y mayor presencia de las unas en las otras, en clima dialogal, en plano de pan, de casa y de palabra, como han mostrado las partes anteriores de este libro.

Es necesario que las iglesias recuperen su identidad y responsabilidad: que se enfrenten a la tarea de actualizar su mensaje a la cultura del tiempo y de recrear su organización ministerial, compartiendo experiencias, pero sin querer hacerlo todas de la misma forma. Que no haya control teológico, ni miedo a pensar y decir lo que se piensa (como en la actualidad), ni una Congregación unitaria y secreta de Doctrina de la fe, que se atreve a decirnos lo que debemos decir…

Ciertamente, tanto el Credo Romano como el Niceno-Constantinopolitano son básicos y los primeros concilios de la Iglesia universal siguen ofreciendo un canon de fe, pero después será preciso que aprendamos a dialogar sin presupuestos ni complejos de verdad con los demás cristianos (ortodoxos, protestantes) . En este campo, me parece necesario que recuperemos, por amor al evangelio, la libertad para pensar en libertad y comunión, de manera que la misma dinámica de la verdad vaya abriendo nuevas comprensiones del misterio, sin ocultamiento o miedo, pues la «verdad del amor» (cf. Ef 4, 15) se irá sedimentando por su densidad, no por coacciones exteriores. Debemos confiar en el «sensus fidelium» o sensibilidad creyente de las comunidades, capaces de discernir y vivir la verdad, en diálogo comunitario, sin distinción de clérigos y láicos.

Sólo recorriendo su camino, en este nuevo mundo del sistema, las iglesias aprenderán a dialogar de forma evangélica, sin los miedos y reservas actuales, creando formas de vinculación, desde la fe común, en transparencia de amor. Sólo así podrá ser de nuevo importante la función petrina de la iglesia católica, pero no en clave de uniformidad, sino de diálogo entre las comunidades.

Es posible que iglesia en cuanto tal tenga que dejar la inmensa mayoría de sus obras eclesiales propias (universidades y colegios, hospitales y posesiones), para mostrar mejor lo que es: comunión gratuita de personas, sin nada propio (sin bienes ni posesiones al modo del sistema). De esa forma podrá inspirar organización de carácter mixto (de inspiración evangélica y concreción social), conforme al modelo de las ONG u OE, (=Organizaciones Eclesiales) que serán gestoras de bienes y acciones vinculadas a la iglesia: de sus edificios y organizaciones educativas (si fuere necesario), de sus obras sociales y asistenciales etc. De esa forma, la iglesia se ocupará de las cosas de Dios, pero podrá dialogar con el sistema (que se ocupa de las cosas del César), promoviendo instituciones en línea de gratuidad y ayuda social pero sin identificarse con ellas, sin identificarlas con su más honda verdad: ella es comunión gratuita, signo de perdón y amor liberador.