Enviado a la página web de Redes Cristianas
He leído atentamente el artículo que publicó hace unos días el director de Religión Digital, (RD), José Manuel Vidal, titulado «El Papa no teme a los cardenales resistentes», con anotaciones como «Francisco no se deja amilanar. No les tiene miedo (…). Su reforma se basa en la lógica de Dios». De verdad que sentí una reacción que considero peligrosa. Me ha pasado varias veces en mi vida, en momentos importantes, al sentir esa mezcla de desasosiego, sensación de malestar, acompañada de enfado, pudiendo llegar hasta la indignación, ganas de reaccionar enérgicamente para poner las cosas en el sitio que pienso deberían estar, y, por fin, una especie de euforia, tendente y proclive a tomar decisiones. Me recuerda, pero un poco cambiada por mi exaltación psicológica, la magistral definición de Tomás de Aquino de prudencia: «Recta ratio agibilium», (recta razón de las cosas realizables). Es decir, mi especial idiosincrasia me lleva a necesitar un estímulo para llegar a dos conclusiones diversas: por una, a pensar, decidir, y acabar actuando de un modo instintivo, intuitivo; y por otra, a buscar la «recta ratio», es decir, la prudencia, en el pensar, reflexionar, decidir, y actuar.
Me sucede con cierta frecuencia esta secuencia de estímulo y respuesta. He empleado al principio la palabra peligrosa, porque en temas graves y de largo alcance, puede en mí más lo intuitivo, que procuro domeñar para que no alcance lo visceral, que lo racional, que me dirigiría a la prudencia. Y en ciertos asuntos, y, sobre todo, en determinadas urgencias, ésta, la prudencia, si no es un estorbo, puede ser un freno, que alguien aproveche para ir más deprisa en su acción y en sus estrategias contrarias.
Sé que no me estoy explicando claramente, pero lo voy a arreglar. El artículo de Vidal, es, como todos los suyos, muy bien informado, muy recto y diáfano, pero, al mismo tiempo, como suele ser en él característico, comedido y prudente. Y puedo decir que leyéndolo, me comenzaba a hervir la sangre, no por el modo de escribir de Vidal, que me parece el apropiado a RD, sino por las informaciones proporcionadas, por la situación de la cúpula de la Iglesia, y por el panorama que de todo ello se desprende. Y por eso he contra titulado este artículo con la interrogación «¿Por qué había de temer el Papa a algunos cardenales?», pero el caso es que lo más exacto y verdadero es afirmar que es la misma prudencia la que puede hacer pensar al Papa que hasta cabría temer a los cardenales, aunque él demuestre no temerlos. Es decir, que no es algo tan descabellado contar con esa hipótesis. Y esto es, exactamente, como intentaré demostrar más abajo, lo que me inquieta, me enerva, me indigna, y me cabrea.
La situación se ha ido convirtiendo, durante siglos, en una estructura indestructible, por lo inextricable y enmarañado de sus componentes, y de las relaciones entre ellos. Quiero decir que la cúpula de la Iglesia no depende solo de las personas que en el momento la componen, sino que por detrás de ellas, y sustentándola, como estructura compleja, hay na serie de resortes que en realidad son más fuertes que las personas. Esto quiere decir algo tan monstruoso como que la máxima autoridad, el Papa, solo puede intentar pequeños retoques, pero que, en verdad, no tiene poder para intentar una reforma en profundidad, y que signifique una mudanza radical de rumbo. Y depende mucho de cómo trate a los cardenales díscolos, para que, a su muerte, las cosas puedan tener, o no, una minúscula posibilidad de cambio, o ninguna.
Justamente a esta altura del artículo tuve que salir de viaje, de un modo un poco imprevisto, y por ese motivo estas páginas han estado cortadas estos días. Ahora he perdido un poco el embalo, pero pienso que podré acabar esta entrega sin otros sobresaltos que los provoca en mí este tema tan inasible, pero no por eso menos desconcertante. En el fondo estoy llegando a la conclusión de que una verdadera Reforma de la Iglesia es, en la práctica, imposible. Esta Reforma debería, o solo podría, ser realizada, o bien por un Papa con arrestos, o por un Concilio ecuménico de amplio consenso. Imaginemos al papa actual, Francisco, que pretende valientemente hacer volver a la Iglesia-estructura-Institución, a la vivencia de los valores evangélicos. Vemos cómo en su propi0 pontificado, y en sus mismas barbas, unos cuantos cardenales se le oponen abiertamente. Y otros vientos de obispos, y presbíteros, y alguna orden o congregación religiosas, toman la misma postura, pero menos abiertamente, más en el silencio, o camuflados. ¿Quién podría garantizar que el próximo Cónclave elegiría un Pontífice al estilo franciscano del papa actual? La impresión que tengo es que el giro que el Papa está dando desde la cúpula de la Iglesia produce tanto vértigo en un buen numero de clérigos, que muchos de ellos no estarían dispuestos a repetir la experiencia.
Tenemos dos ejemplos de Reformas de la Iglesia seriamente intentadas por un Concilio: el de Trento, y el Vaticano II. El primero falló en el propio planteamiento, de elaborar una Reforma al estilo de «contra programación», una Reforma-Contrarreforma. Y vemos en lo que quedó, y cómo se perdió una maravillosa posibilidad, desaprovechando la fuerza luterana de una vuelta a la Palabra con todas las consecuencias. Porque éstas eran importantes, sustanciosas, y, para algunos, peligrosas. La principal, que la Jerarquía perdía fuerza ante el reto de situar al Pueblo de Dios ante la Palabra, para escucharla, empaparse de Ella, y ser juzgado por su energía, verdad y libertad. La terrible y errática prohibición de la libertad de lectura e interpretación de la Biblia provocó dos situaciones desastrosas: a), la exclusividad del clero en la escucha e interpretación autoritarias de la Palabra, clero, además, muy mal formado, en aquellos tiempos, excepto en algunas áreas locales más avanzadas, mala formación que no palió la instauración de los seminarios; y b), apartamiento y alejamiento del Pueblo de Dios del principal alimento de la Fe, que es la Palabra. Condicionamientos que provocaron la terrible ignorancia e indiferencia del laicado católico, que ni era todavía llamado, ni imaginado, Pueblo de Dios, hacia la Sagrada Escritura, indiferencia ye ignorancia que han llegado hasta nuestros días, y que son la mayor rémora para cualquier programa de Evangelización, que con tanto optimismo ingenuo elaboran nuestras diócesis.
Y el segundo, el Concilio Vaticano II, a pesar de un consenso inimaginable unos años antes, y no imaginado en su realización, se vino abajo porque sólo en su aplicación se vio la carga de profundidad que llevaba consigo, y los inquietos, inseguros, para algunos, y peligrosos, para ciertas eminencias jerárquicas, derroteros que podría enfilar la reforma conciliar. Las principales eminencias asustadas, y llenas de pavor, ante un futuro que se les podía escapar de las manos, se encontraban en la curia Vaticana, y consiguieron, desgraciada y tristemente, arrastrar a las que estaban programadas para ser las mayores luminarias para el Pueblo de Dios en ese tiempo tan rico, complejo, tumultuoso y arrollador, como eran el papa Juan Pablo II, y el gran defensor de la ortodoxia, que no es lo mismo que la FE, cardenal Ratzinger. Con la fácil y simple estrategia de elegir para obispos a personas con un perfil discretísimo en lo teológico-bíblico-eclesial-moral, y de un carácter poco o nada crítico, y menos aún profético.