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PROPINAS. Dolores Aleixandre

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De niña me aprendí de memoria los frutos del Espíritu Santo que, según el catecismo del P. Ripalda, eran doce: caridad, gozo espiritual, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad. Ojo a los que van en negrita porque, cuando de mayor se me ocurrió estudiar griego y me fui a buscar los doce frutos en Gálatas 5, no me salían las cuentas. Pablo sólo habla de nueve y además no dice “frutos” sino “fruto” en singular invitando a leer así: El fruto del Espíritu es el amor, es decir, alegría, paz, magnanimidad, esplendidez, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí. Observen las añadiduras: alarmado quizá por la ausencia de alusiones al 6º mandamiento en la lista, el P. Ripalda (Dios le tenga en su gloria) añadió de propina y por su cuenta la modestia, la continencia y la castidad y precisó que el gozo debía ser espiritual, que empiezas a ponerte contento y vete a saber dónde acabas…

Otra cosa que no me cuadraba era la traducción: porque por ejemplo, ser “benigno” o “longánime” difícilmente puede apetecerle hoy a nadie, pero lo que hay detrás es la palabra macrozumía, que sería algo así como tener un corazón generoso y magnánimo, todo lo contrario de quisquilloso, rígido o estrecho. Y he traducido por esplendidez el término jrestótes porque en Atenas se calificaba así a los ciudadanos que colaboraban gratuitamente y sin contrapartida a los gastos de la armada. El último de todos, dominio de sí, resulta de lo más actual en la vida cotidiana a la hora de aguantar estoicamente los contratiempos diarios, sin ponerse como una hiena en los atascos de circulación, con la cuñada borde o con la incompetencia del jefe.

Una vez hechas estas puntualizaciones un poco pedantes y, estimulada por el ejemplo del P. Ripalda, me atrevo a añadir un par de frutos más de tipo coyuntural a la lista de Gálatas: la sencillez de vida y el buen humor. El primero sería resultado del hábito prolongado (los frutos requieren una maduración lenta…) de comprobar qué pocas cosas son realmente necesarias, de aprender a disfrutar con las más simples, de ejercitarnos en gestos de gratuidad “domesticando” los de apropiación, de reírnos reiteradas veces de los camelos de la propaganda (prueben a hacerlo por ejemplo con los anuncios de cosmética que ofrecen “liposomas reafirmantes con proteínas de seda” o “esencias perlíferas de reticulógeno estructurante”. La pasarela Cibeles o la descripción de los platos de las nuevas corrientes gastronómicas son otra ocasión de gozoso divertimento). Pero de lo que se sobre todo es de tener siempre grabados en la frente y en corazón, como los judíos las filacterias, el recuerdo de cómo viven más de dos tercios de la humanidad.

No voy a ponerme a ponderar las infinitas ventajas del buen humor, ese perro de San Bernardo que acude a nuestro encuentro con su botellita de coñac al cuello cuando andamos medio congelados de los fríos invernales y de tantos otros fríos que todos tenemos en la cabeza y que no se quitan con un gorro polar. Es otro fruto que también necesita largos tiempos de maduración: apoyarnos en la fe que nos asegura el sentido último de la aventura humana, estar contentos de Jesús y de la frescura increíble de su Evangelio, comprobar una y otra vez que hay más gente maja que de la otra, recordar que cuando decimos “Iglesia” estamos evocando a una multitud de hombres y mujeres dinamizados por la presencia del Espíritu y no sólo a algunos de sus miembros (versión fruto seco aromatizado a la esencia de vinagre), vocacionados al disgusto consternado ocurra lo que ocurra.

Menos mal que el Espíritu, Jardinero fiel y experto Horticultor donde los haya, no se desanima a la hora de cuidar de esos frutos que son nuestros y suyos.
Feliz Pentecostés.

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