?Es hora de que la Iglesia que pretende ser portadora de las buenas noticias de Jesús ante el mundo , deje ya de traicionar su propio legado esencial de la igualdad absoluta?? (Karem Jo Tojersen).
Vale la pena leer con detención las CONCLUSIONES del espléndido libro ?Ministerios de la mujer en la Iglesia??, del sacerdote claretiano Domiciano Fernández, a quien no se le dejo publicarlo en vida. El autor estudia el tema sin prejuicios. El resultado es el de una obra que recoge una documentación histórica, bíblica y teológica únicas.
La ordenación sacerdotal de la mujer, según el autor, no se plantea en la Sagrada Escritura y no hay argumentos teológicos en contra.
El magisterio papal más reciente no dice nada nuevo ni afecta a las
investigaciones históricas o bíblicas. Es una cuestión abierta, que no pertenece al ?depósito de la fe??.
CONCLUSIONES
1. El tema de los ministerios de la mujer en la Iglesia y del posible acceso a los ministerios ordenados es de gran importancia, como lo demuestran el gran número de inter venciones del magisterio y de los sínodos de obispos de los últimos años. También en las demás Iglesias cristianas, sobre todo en la Comunión anglicana, ha sido objeto de estudio y de discusión desde hace más de treinta años.
2. Generalmente la Iglesia ha ido un poco a remolque en la evolución de la sociedad civil y en las conclusiones de la ciencia y de la exégesis. Baste recordar los diversos docu mentos de la Pontificia Comisión Bíblica a principios del siglo XX. En la sociedad civil la mujer ha ido conquistando la igualdad de derechos con el varón en todos los frentes, aunque la realidad no siempre concuerde con la teoría.
Pero en la Iglesia católica este reconocimiento es muy lento y se ha excluido a la mujer incluso de aquellas tareas eclesiales para las que no existe ningún impedimento dogmático. No se han cambiado normas disciplinares que discriminan injusta-mente a la mujer. Estas afirmaciones las han hecho las mismas autoridades eclesiásticas en diversas ocasiones». (Remitimos a las intervenciones de diversos obispos en los sínodos de 1971, 1977 y 1987).
3. Las mujeres constituyen hoy los dos tercios de los católicos practicantes y, sin embargo, tienen muy poca par ticipación en los cargos de responsabilidad y decisión y se las excluye incluso de los ministerios no ordenados, como son el lectorado y el acolitado. Afortunadamente están ejer ciendo una labor evangélica y de caridad maravillosa en todos los campos de la Iglesia, y esto es lo verdaderamente importante. Pero no se puede ignorar que con frecuencia ven recortada su labor y sus posibilidades de acción por las limitaciones de la legislación actual.
4. La existencia de un diaconado femenino en la Iglesia antigua equiparable, desde el punto de vista sacramental, al de los diáconos es un dato histórico suficientemente proba do. ¿Por qué este hecho no ha tenido ningún eco en los documentos oficiales ni ninguna iniciativa o realización en la Iglesia católica? Las demás Iglesias cristianas, e incluso la Iglesia ortodoxa, han propuesto la restauración del orden de las diaconisas (En el Congreso teológico interortodoxo de Rodas, en noviembre de 1988), mientras que la Iglesia católica no ha dado hasta ahora ningún paso en este sentido.
5. La jerarquía católica cree que «por fidelidad a la voluntad del Señor» no puede cambiar nada en la tradición de no admitir a la mujer al sacerdocio. Esto es discutible, pero no cabe duda de que en otros ministerios no se puede aducir esta razón y, sin embargo, se adopta la misma actitud de reservarlos a los varones.
6. El argumento de una tradición bimilenaria es impor tante y tiene mucho peso. Pero no se puede argüir fundán dose en que Jesús no incluyó a ninguna mujer en el grupo de los Doce, porque forma-ban un grupo especial con una simbología precisa, que pronto desapareció. Tampoco se puede atribuir a la voluntad de Jesús todo lo que después de su muerte hizo la Iglesia en un tiempo, en una cultura y en unas circunstancias determinadas.
El argumento de la tradición contra la ordenación sacerdotal de la mujer presenta dificultades serias, pero no insalvables. Nuevos tiempos, nuevas relaciones sociales y nueva concepción antropológi ca permiten nuevas actitudes y nuevas instituciones eclesiales. Así ocurrió con la creación de los siete diáconos, con la ordenación de presbíteros y con la misión de los gentiles.
7. A mi juicio no se puede decir que Jesús ha dado una constitución fundamental a su Iglesia, si ésta se entiende como un orden jurídico. Ha reunido un grupo de discípu los y les ha confiado su Palabra, su misión. Les ha prometi do y dado su Espíritu, que permanecerá con ellos para siempre y los conducirá a la verdad plena. Esto es lo funda mental, lo invariable y lo siempre actual.
8. Estudiando serenamente la cuestión, sin prejuicios dogmáticos, sin haber tomado de ante-mano partido por ninguna de las dos posturas posibles (admisión o rechazo del sacerdocio de la mujer), se puede llegar a la convicción de que no existen objeciones fundamentales para excluir a la mujer del sacerdocio. Los argumentos teológicos o de conveniencia que se dan para ilustrar este rechazo no hacen más que entorpecer la visión de la realidad.
Existen, por el contrario, bastantes indicios a favor de la ordenación de la mujer, si se tienen en cuenta los principios de igualdad de todos los bautizados ante Dios y del camino que abrió Jesús a las mujeres, admitiéndolas entre sus discípulos y seguido res y confiándoles la misión trascendental de anunciar la resurrección a los mismos apóstoles. Si la Iglesia hubiera seguido esta orientación de apertura y de participación ini ciada por Jesús, no tendríamos los problemas de hoy.
9. La última carta apostólica del Papa Ordinario sacerdotalis, del 22 de mayo de 1994, no puede sorprendernos, porque es la postura que ha defendido siempre. Además de la carta apostólica Mulieris dignitatem (n.° 26) y exhortación apostólica Christifideles laici (n.° 51), en carta al primado de Inglaterra afirmaba que la Iglesia católica, lo mismo que la Iglesia ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales, considera la ordenación de las mujeres como una ruptura de la tradi ción que «ella no tiene competencia alguna para autorizar la».
Y luego añadía: «Estoy al corriente de que en lo que concierne a la Iglesia de Inglaterra no ha sido tomada decisión definitiva alguna sobre la discutida ordenación de las mujeres» (Carta de Juan Pablo II al doctor R. Runcie del 8 de diciembre de 1988. Cf. A. González Montes, Enchina. Oecum. 2, pp. 775-776). De hecho, la Iglesia de Inglaterra tomó la deci sión definitiva en el sínodo general el 11 de noviembre de 1992. Juan Pablo II ha tomado la misma decisión, aunque en sentido opuesto, el 22 de mayo de 1994.
10. Con frecuencia he indicado que los obispos, sacer dotes y fieles deben vivir en comunión con el Papa, a quien corresponde velar por la integridad de la fe y la unidad de la Iglesia. Pero no es menos cierto que el Papa debe procurar vivir en comunión con toda la Iglesia, con los obispos, sacerdotes y fieles, para que pueda ser de verdad el repre sentante de todos. El Papa no está sobre la Iglesia, sino al servicio de la Iglesia y él mismo es miembro de la Iglesia.
11. En diversas partes de esta obra he indicado que la Iglesia católica ha querido resolver el problema desde arri ba, a golpe de autoridad.
Lo justo hubiera sido tener en cuenta los diversos estudios que se han hecho sobre el tema, consultar a las facultades eclesiásticas y a las conferencias episcopales sobre la cuestión, permitiéndoles expresar libremente sus opiniones después de madura y seria refle xión y aceptar los resultados de las investigaciones que se han hecho sobre la Biblia y la tradición. Aquí entra en juego el concepto dinámico de tradición, pues no se puede considerar como voluntad divina irreformable lo que proviene de un uso eclesial, aunque sea muy prolongado.
La diferencia en el proceso seguido por las Iglesias de la Comunión anglicana y la Iglesia católica es evidente. He indicado que no me parece admisible que cada iglesia o provincia de la Comunión anglicana pueda decidir por sí misma una cues tión de tanta trascendencia. Debiera haber sido una deter minación conjunta de todas las Iglesias que componen la Comunión anglicana. Pero tampoco me parece correcto el modo de proceder de Pablo VI o de Juan Pablo II, que han procedido en virtud de su propia autoridad sin consultar a la Iglesia universal.
(Del libro ?Ministerios de la mujer en la Iglesia??, Nueva Utopía, 298 págs. ? 2002).