POBRE BARQUILLA MÍA…José Ignacio Távara

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La Iglesia Católica Peruana vive hoy un momento crucial. Se bate entre el mantenimiento de la línea de renovación -alentada desde el Concilio Vaticano II y continuada en América Latina por las Conferencias Episcopales de Medellín y Puebla- y la vuelta al conservadurismo.

Se trata ?en verdad- de un dilema entre el fundamentalismo teológico y el mantenimiento de la apertura al diálogo con las ciencias modernas y con las culturas.

Un bloque cada vez más fuerte, sólido y poderoso de obispos, sacerdotes y laicos prominentes ?del Opus Dei y del Sodalitium Christiane Vitae- se ha propuesto volver a convertir el cristianismo y la práctica de la fe en una cuestión de ritos y de piedad individual, lejos de la opción preferencial por los pobres.

Esta corriente ?impetuosa- busca sacar a los cristianos de su compromiso con la búsqueda de la justicia social, desvaloriza los esfuerzos de quienes defienden los derechos humanos, trabajan por condiciones de vida cada vez más humanas y por la superación de la pobreza. Para quienes la propugnan, la fe y la política ?en tanto acción transformadora de situaciones de opresión e injusticia- no tienen puntos de encuentro.
Esta lucha de tendencias al interior de la iglesia católica es hoy muy fuerte y atraviesa todos los niveles de la institución: jerarquía, clero, congregaciones religiosas de varones y de mujeres, movimientos laicales y de formación.

Las tendencias conservadoras pugnan desde hace años por el control de la Conferencia Episcopal Peruana y por alcanzar posiciones de dominio y hegemonía en el terreno de la política, la cultura, el sentido común, la religiosidad de los cristianos de base y, obviamente, en las estructuras de poder de la iglesia. Su estrategia -concertada y planificada- se aplica en todos esos espacios de la vida nacional y eclesial.

Mientras esto sucede, la Iglesia Católica sufre un vaciamiento en la base. Una comunidad cristiana no católica se funda cada semana, un templo no católico se abre cada día en algún barrio de nuestras ciudades, en alguna comunidad campesina, villa o pago de la sierra y de la selva. Recorrer los pueblos de Ayacucho o de Huancavelica, por ejemplo, nos lleva a contemplar asombrados el templo católico derruido, tal como lo dejaron las incursiones senderistas y, a la vuelta de la manzana, una iglesia evangélica recién construida, bien mantenida, pletórica de fieles: con no poca frecuencia, se trata de pueblos enteros.

Sucede que muchas de las comunidades evangélicas y sus pastores fueron a menudo el único refugio para los campesinos pobres en momentos de persecución, cuando sus derechos humanos eran violados por Sendero Luminoso y por el Estado que debía protegerlos. Ahora cosechan el fruto de esa acogida mientras los templos católicos quedan vacíos. Los jóvenes buscan un sentido para sus vidas, las personas de mediana edad un consejo en momentos de dificultad. Pero para muchos obispos ésa no es la batalla, ellos están ?en otra onda??, buscando el poder, más poder, emprendiendo nuevos negocios, defendiendo a militares de alta graduación que se comportaron -según la novísima figura usada por un ministro- como el marido que encuentra a su esposa fornicando con el amante y, en un arrebato, lo mata.

Urge tomar conciencia de esta crítica situación pues la iglesia católica en el Perú fue vista durante los últimos cuarenta años como un referente moral, como la voz ?a menudo solitaria- levantada para defender a los pobres de los abusos del poder.

Algunos sacerdotes, como en Puno, han dado un campanazo de alerta. Ojalá que no sea demasiado tarde para despertar.