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La festividad de Todos los Santos, al margen de las creencias de cada cual y de la parafernalia que acompaña a esta celebración, es un día para recordar a los seres queridos fallecidos, pero también es un día para la meditación. Un buen día, sin duda, para reflexionar sobre la provisionalidad y lo efímero de la existencia.
No debe ser muy saludable pensar todo el tiempo en la muerte, pero si lo hiciéramos con cierta frecuencia, seguramente seriamos mejores personas.
Y es que, seamos jóvenes o viejos, nuestra vida siempre pende de un hilo y, por tanto, ser conscientes de nuestra fragilidad y vulnerabilidad es bueno para bajar de las alturas y volver a pisar la realidad que nos envuelve. Una realidad hecha de vida y muerte, de espejismos y deseos vanos; de tiempo breve como el de hojas caducas que un día alimentaran las raíces del árbol que las sustentó.
Asusta tener conciencia de la muerte, pero, a cambio, también tenemos conciencia de la vida. Hechos estos que, precisamente, nos distinguen de los animales y nos hacen trascendentes. Y seguramente esta trascendencia sea la que, en lo más profundo de nosotros mismos, nos haga aspirar a la inmortalidad. Una inmortalidad que solo es posible conseguir como sabiamente sentencio Thomas Campbell: “Vivir en los corazones de los que dejamos atrás no es morir”.
Valladolid