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En el capítulo 6 de su evangelio Juan nos habla de una crisis que ocurrió entre los
discípulos. Jesús les interpela: ¿También vosotros queréis marcharos? Y Pedro le
responde: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros vivimos
hoy en un mundo en el que las crisis se amontonan: crisis de supervivencia para
cientos de millones de seres humanos que se debaten en una absoluta miseria, crisis
ecológica que amenaza con un colapso brutal, y ahora se suma la crisis sanitaria
provocada por un virus ante el que no tenemos defensa, de momento sólo nos queda
escondernos, huir. Y esta huida ha provocado una universal y durísima crisis
económica.
La humanidad parece noqueada por estos tremendos golpes. Oscila de un lado para
otro sin saber a dónde ir, ni dónde puede estar la solución de sus crisis. En medio del
caos sólo los buitres levantan el vuelo en busca de víctimas fáciles. Buitres
económicos, los amenazantes mercados financieros, y buitres políticos, los más
nefastos líderes sembradores del odio y el temor.
En esta tremenda confusión ¿No podrían orientarnos las palabras de Pedro? ¿A
dónde podemos volvernos, Señor? ¿Quién ve la salida en este torbellino en que
estamos metidos? Las palabras de Jesús son de vida eterna, pero la vida eterna
empieza aquí, y esas palabras son también de vida en este mundo tambaleante. Y son
unas palabras muy sencillas y muy claras: No podéis servir a Dios y a la riqueza y Ama a
tu prójimo como a ti mismo.
En el fondo de todas las crisis que nos golpean está el capitalismo, que con sus raíces
podridas ha infestado el mundo. Supone la radical oposición a las palabras de Jesús. No
sólo sirve a la riqueza, sino que la ha convertido en su dios, un ídolo sanguinario al que
se sacrifican millones de vidas. El afán de riqueza con su ansia de crecimiento
imparable mueve la tremenda maquinaria que arrasa nuestro planeta. Y la
sacralización de la competencia nos empuja a un enfrentamiento cainita, en radical
oposición al mandamiento de amor al prójimo. Además es un ídolo mentiroso,
promete una felicidad que nunca puede dar. Crea un vacío de sentido en la vida
humana que en vano tratan de llenar sus fieles acumulando más y más riqueza.
El capitalismo es la pandemia más dañosa que se ha extendido por todo el mundo.
Pero los movimientos que se le han enfrentado han acabado fracasando, porque no
han sido capaces de superar la raíz materialista del capitalismo. Es verdad que han
tratado de alcanzar un bienestar que llegara a todos, superando unas relaciones
humanas basadas en la competitividad y el enfrentamiento, pero han pretendido
hacerlo basados en un materialismo dogmático y rígido que impide el desarrollo de los
valores humanos más elevados, subordina la libertad, y ahoga el sentido espiritual de
la vida humana.
Lo que resulta muy extraño, por no decir escandaloso, es que, a pesar de la radical
contradicción que se da entre el capitalismo y las palaras de Jesús, la jerarquía
eclesiástica haya presentado tan poca oposición a su desarrollo. Más bien podríamos
decir que a la tradicional alianza entre el trono y el altar le añadieron el trono, el altar y el banco.
De esta línea tan poco cristiana se ha separado radicalmente el Papa Francisco, pero
una buena parte de la Iglesia sigue aferrada a sus viejos vicios. Así se encuentra la
mayor parte del episcopado español, que ahora, ante las disposiciones con las que el
gobierno trata de paliar en la medida de lo posible las consecuencias de la crisis para
los sectores más desfavorecidos de nuestra sociedad, lo más destacado que se les
ocurre es advertir sobre el riesgo de que estos grupos se habitúen a vivir subsidiados.
En cambio el riesgo de que los mercados financieros ahoguen al país con los intereses
y la amortización de una deuda, que será inevitable contraer ante la paralización
impuesta por la pandemia, parece que a los obispos no les preocupa demasiado.
Claro que la deuda no sería necesaria si se diera una fuerte redistribución de la
riqueza. Pero la riqueza está protegida por el artículo 17 de la Declaración Universal de
DDHH que afirma: Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y
colectivamente. Sin ninguna limitación, sin ningún control. Dice lo mismo que el
artículo 25 afirma sobre el derecho que toda persona tiene a la alimentación, el
vestido, la vivienda y la asistencia médica.
O sea que, en teoría, el mismo derecho tiene una madre a darle de comer y un vaso de
agua limpia a su hijo, que otra persona a tener una propiedad de 10.000 millones de
dólares. Eso en teoría, porque en la práctica muchos hijos se quedan sin comer, pero a
nadie se le toca una propiedad de 10.000 millones. Las fuerzas de la madre y el
millonario son muy distintas a la hora de reclamar sus derechos
¿Qué nos dicen hoy las palabras de Jesús, sus palabras de vida? Hoy, en este mundo
conmocionado por la aparición de la pandemia, ¿no habría que luchar para introducir
una enmienda en la Declaración de los DDHH en que se reconociese que el derecho a
la propiedad está subordinado al respeto de los derechos fundamentales, vitales para
todos los seres humanos?