Otra lectura de la manifestación de Madrid por la familia -- José Manuel Bernal Llorente

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Escribo estas líneas desde mi condición de cristiano practicante, fiel a la comunión eclesial y respetuoso con las enseñanzas del magisterio; pero, al mismo tiempo, consciente de la libertad que nos asiste en la diversidad, en el pluralismo y en la discrepancia.

Lo primero que debo reconocer es el derecho que tienen los obispos para hablar de política, aunque no para imponer despóticamente sus puntos de vista. Me parece respetable que manifiesten su opinión, e incluso sus discrepancias, respecto a temas tan candentes como el aborto, el divorcio, el matrimonio, la familia y la educación de los hijos.

Creo además legítimo que, en el marco de las comunidades eclesiales, los obispos, que son los pastores del pueblo de Dios y los maestros en la fe, adoctrinen a los fieles, les indiquen los deberes que conlleva la fe cristiana y les estimulen a un comportamiento coherente con la fe que profesan. Estoy incluso de acuerdo en que los obispos, como ciudadanos libres, hagan uso del derecho que otorga la constitución española para salir a la calle y manifestarse públicamente.

Sin embargo, me parece improcedente e injusto que los obispos apoyen, alguna vez de forma disimulada y otras descaradamente, determinadas opciones políticas y, lo que es peor, en el contexto de campañas electorales. Quizás debiéramos recordarles que las comunidades eclesiales son políticamente plurales y que el evangelio no se casa con ningún credo político concreto.

Considero fuera de lugar la manipulación de una celebración religiosa, como era la de la plaza de Colón, convirtiéndola en un mitin político para criticar despiadadamente al gobierno socialista y para apoyar solapadamente una determinada ideología. Estimo bochornoso que los obispos acusen al gobierno de degradar la democracia o de no respetar la Constitución cuando ellos, al manifestarse, están haciendo uso y beneficiándose de esa democracia y de esa misma Constitución. Llama la atención además que los obispos pretendan condicionar la labor legislativa del parlamento e imponer determinadas formas de comportamiento ético a la sociedad desde su peculiar posicionamiento ideológico y religioso. El gobierno y las instituciones del Estado gobiernan y legislan para toda la sociedad española, que es plural y laica.

En este punto cabría hacer una matización de tipo lingüístico. Es habitual acusar a la Iglesia de determinadas declaraciones o afirmaciones fuertes. Así está ocurriendo ahora al comentar los discursos de la plaza de Colón. A mi juicio estamos siendo víctimas, unos y otros, de una cierta ambigüedad. Porque los oradores que hablaron en la manifestación, los cardenales Rouco Varela, García Gasco y Cañizares, no lo hicieron en nombre del Episcopado español, o de la Conferencia Episcopal Española, y menos aún en nombre de la Iglesia española, sino en nombre propio, en nombre suyo personal.

Lo que ellos dijeron no representa necesariamente el sentir ni el pensar del Episcopado español y, menos aún, el parecer de la Iglesia española. No cabe duda de que las palabras de estos cardenales representan la opinión del sector más integrista y reaccionario del episcopado español. Hay, sin embargo, un amplio sector de Iglesia, de obispos, de iglesias locales, de teólogos y pastores, de pequeñas comunidades cristianas y movimientos de acción apostólica que no comparten, en absoluto, el posicionamiento político e ideológico de esos cardenales.

No sabría cómo expresar la tristeza que nos causa a un amplio sector de cristianos católicos el talante que caracteriza casi siempre a las intervenciones de la jerarquía eclesiástica. Las encontramos sumamente negativas y radicales, dispuestas a provocar confrontación, obsesivamente dogmáticas y tendentes a un cierto fundamentalismo, incapaces de establecer formas de diálogo y de tolerancia. Nos gustaría que nuestros pastores ejercieran con más frecuencia y con mayor interés su ministerio pacificador y de mediación, que fueran fermento de comprensión y buen entendimiento en la sociedad, que estuvieran más dispuestos al diálogo que a la condena.

Nos gustaría que los obispos, además de criticar los abusos y desviaciones que surgen en torno a temas como el aborto, el divorcio, la familia, el matrimonio, se ocuparan también de otros problemas, tanto o más graves que los citados anteriormente, como el hambre, la pobreza en el mundo, la explotación de los países pobres, la violencia, el terrorismo, la guerra, el maltrato de la mujer, la discriminación por razón de sexo o de orientación sexual, etc. ¿No preocupan estos temas a los obispos? ¿No tendrían algo que decir, en nombre de la fe y del mensaje evangélico, sobre temas tan angustiosos?