El año comienza mal para Benedicto XVI. Dentro de cien días, el papa Joseph Ratzinger cumplirá el segundo año de su pontificado, marcado ya por dos serios tropezones.
En setiembre el Pontífice desató una borrasca contra él en el mundo musulmán a raíz de lo que dijo sobre el profeta Mahoma y el islam en la Universidad de Ratisbona, en la Baviera natal que estaba visitando. Ahora el «incidente polaco» abre una herida peligrosa en la Iglesia y en la sociedad del país más católico del mundo, con un 95 por ciento de la población fiel a la institución que durante mil años ha representado no sólo las convicciones religiosas sino también la identidad y la independencia de una nación que ha sufrido como pocas en la historia.
Para los polacos es un orgullo el sacrificio enorme que pagaron durante la ocupación nazi, pero también la resistencia contra el régimen que se prolongó desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída y disolución del comunismo europeo, en la que Polonia fue un país de soberanía más que limitada por la ocupación soviética y la dictadura títere que gobernaba.
Desde hace 17 años, un tema envenena la vida nacional y especialmente crea una interna difícil dentro de la Iglesia Católica: los casos de miembros del clero que colaboraron con el régimen.
En Polonia hay dos grandes héroes de la resistencia: los cardenales Stefan Wyszynski, de Varsovia, y Karol Wojtyla, de Cracovia, quien desde octubre de 1978 fue Juan Pablo II.
Ayer, el padre Federico Lombardi, portavoz del Papa, dijo que la renuncia de monseñor Wielgus era la «única solución adecuada», denunciando también un «clima turbio» y una conspiración contra la Iglesia polaca por parte de una extraña alianza «entre los perseguidores del pasado y otros de sus adversarios».