Que los dioses me perdonen. Diré lo que pienso sobre las tensiones derivadas de unas palabras del papa Benedicto XVI que el islam ha juzgado blasfemas. No daré la razón a nadie. Todas las religiones han sido fanáticas, todas se han creído con el derecho de declarar su guerra santa, todas han pretendido ser la única verdadera y todas han defendido brutalmente el pensamiento único, fuera del cual está el error, al que hay que perseguir. Escribo todas en el sentido más literal de la expresión. Si alguna se considera exenta de los pecados de la soberbia y del afán de dominio sobre el que no piensa igual, que un jerarca levante la mano.
Como europeo, debería tomar partido por una confesión cristiana. Pero resulta que a través de los siglos los cristianos no fueron modelo de convivencia y de tolerancia y, sin salir del continente, la cruz montó guerras contra la cruz. Pero sobre todo contra el moro, contra el turco o contra la Media Luna que había conquistado Jerusalén. Mi creencia más próxima, la de Roma, trató de exterminar a los que no compartieran sus dogmas y montó tribunales a los que llamaba santos, que mandaban a la hoguera igual a la bruja que al hombre de ciencia que no abjuraba de lo que los doctores pensantes declaraban un error. Y hace 70 años, en este país, alentó una guerra con su bendición apostólica de las armas y los soldados de un bando, cuya conciencia tranquilizó, declarándoles participantes en una cruzada, que Dios veía con complacencia. Iniciativa, por cierto, que partió de un cardenal catalán.
Ninguna religión está legitimada para dar lecciones a la competencia. Mantener limpia la propia casa ha de ser la tarea más importante. Si hay autocrítica, mejor.