El viaje de Benedicto XVI a Oriente Próximo no es un viaje de grandes masas. Pero, aunque lo fuera, tampoco este Papa lo es. El contacto directo con la gente parece tensarlo hasta crear una barrera invisible. Y la gente siente esta distancia. Se vio claramente en su reciente y muy tardía visita a L’Aquila, la zona que fue arrasada por un terremoto el 6 de abril.
No había sintonía ni empatía. Y aquellas dra- máticas circunstancias eran idó- neas para crear una corriente afectiva. Parecía perdido ante unas gentes también perdidas en su enorme adversidad y necesitadas de consuelo.
Un mercadillo de la ciudad de Cork, en la muy católica y apostólica Irlanda, daba fe de esta enorme distancia. En un puesto dedicado a la venta de fotos y cachivaches varios, abundaban las imágenes del Papa fotografiado con unos niños, con la madre de Teresa de Calcuta, saludando a la multitud en la plaza de San Pedro, rezando ante una virgen, su imagen grabada en un plato, en una taza o en una bandeja. El papa era Juan Pablo II.
De Benedicto XVI, ni rastro.