Ludmila Javorová fue ordenada por un obispo local en la Checoslovaquia comunista, ministerio que finalizó por orden de Roma tras la caída del ‘telón de acero’
Son católicos, apostólicos y leales al Partido Comunista. Muy lógico, se trata de creyentes chinos. En la patria de Mao Ze Dong, el Papa es uno de tantos jefes de Estado, hasta el extremo de que cuando la prensa publicó una foto suya, en 1996, se especificaba en el pie que Juan Pablo II era «el primero por la izquierda». Un ninguneo oficial que Benedicto XVI no está dispuesto a seguir tolerando; la semana pasada, no le tembló la mano a la hora de excomulgar a dos obispos chinos ordenados sin el permiso del Vaticano. Así zanjó el asunto Joseph Ratzinger, soberano del único Estado europeo que continúa sin reconocer al país oriental.
La Santa Sede apuesta ahora por la defensa cerrada de los fieles que sobreviven en la clandestinidad, cerca de 10 millones de chinos que acatan la autoridad del Pontífice y se niegan a formar parte de la Iglesia Católica Patriótica, una entidad que da la espalda a Roma y recibe la bendiciones de Pekín. Joseph Ratzinger no ha vacilado, igual que tampoco lo hizo hace seis años cuando resolvió un asunto espinoso llegado de Checoslovaquia. Sólo hay una diferencia. Entonces, le tocó enjuiciar a feligreses del otro bando, es decir, católicos que se habían negado a afiliarse al Partido Comunista por seguir las pautas de Pío XII, un Pontífice que en 1949 no podía haber sido más explícito: «Quien apoye el comunismo será excomulgado».
El aislamiento de estos creyentes contrarios a la dictadura checa, el temor a ser detenidos y su afán por sobrevivir como comunidad religiosa les llevó a tomar decisiones extraordinarias: admitieron curas casados y hasta mujeres. Una de ellas, Ludmila Javorová, fue ordenada sacerdote a los 38 años, en 1970, y llegó a vicario general dentro de la llamada Iglesia clandestina. Este colectivo vivía tan secretamente la fe que incluso ellos mismos desconocían la identidad de sus propios obispos y curas. «En un principio, manteníamos informado al Vaticano, nunca intentamos ocultar nada a las autoridades de Roma», se defendía Ludmila hace cinco años en la publicación ‘Desde lo hondo’, un libro sobre su vida escrito por la monja Miriam Therese Winter.
Revolución mexicana
El Gobierno checo -al contrario del chino- nunca impuso el cese de relaciones con la Santa Sede, pero sí sometía a los creyentes a un control implacable. En este contexto, los católicos que no comulgaban con el sistema se aferraran al precedente de consagraciones clandestinas que durante la revolución mexicana había autorizado Pío XI, para contrarrestar las matanzas de religiosos desatadas por los seguidores de Emiliano Zapata y Pancho Villa en los años 20. Y es que ciertamente, ante la represión del régimen totalitario checo, Pío XII había extendido en 1949 estas ‘prerrogativas mexicanas’ a los feligreses del país europeo, sin sospechar que desembocarían en ordenaciones vetadas por el Vaticano.
El 14 de febrero de 2000, el cardenal Joseph Ratzinger puso orden en la confusión de cargos y competencias dentro de la institución eclesiástica clandestina: impuso una segunda ordenación a todos los curas -para garantizar la validez de la primera- y creó una diócesis especial en la Iglesia greco-católica checa para dar cabida a los casados. ¿Y las mujeres? A ellas, ya se les había prohibido en 1996 el ejercicio del ministerio sacerdotal, considerado de todo punto inválido. «Fue muy duro que me quitaran algo con lo que había estado identificada durante 25 años, algo con lo que he trabajado y he querido desarrollar, porque además no podía hablar de ello con nadie», lamentaba Ludmila. Le dolía esa reacción, sobre todo después de haber escrito a Juan Pablo II en 1983 y no haber recibido respuesta. La Santa Sede sólo expresó su parecer tras saltar a los medios de comunicación la existencia de mujeres sacerdotes en Checoslovaquia. Un franciscano con espíritu de reportero había dado la primicia a la revista austriaca ‘Kirche Inter’…
Ludmila nunca llegó a oficiar una misa públicamente, su misión era estar preparada, a la espera, como miembro activo de una comunidad conocida como ‘Koinotes’. Este grupo era una «Iglesia local que quería encontrar soluciones en sintonía con los tiempos». De esa manera, lo explicaba en los años 70 el obispo Félix Davidek, líder del colectivo y ex presidiario por haber pretendido fundar una universidad católica en la localidad checa de Chrlice. Había pasado 14 años en la cárcel por «socavar el sistema educativo».
Félix Davidek fue quien ordenó sacerdote a Ludmila y la convirtió en vicario general. Y ella lo tuvo claro desde el principio: «El ministerio es igual que la maternidad, la identidad de sacerdote no se pierde nunca».
Nadie pone en duda la buena fe de Ludmila, como tampoco se condenan las buenas intenciones de los obispos Ma Yinglin y Liu Xinhong, excomulgados por recibir el anillo episcopal de manos del Gobierno de Hu Jintao. Lo que no se admite es la desobediencia a las directrices que impone la Santa Sede. De ahí que Joseph Ratzinger haya dictado, sin titubear, sus dos primeras penas máximas como Pontífice: «No había alternativa, el Santo Padre se encontraba ante una grave violación de la libertad religiosa», justificaba Joaquín Navarro-Valls, portavoz del Vaticano. La diplomacia de Juan Pablo II para lidiar con el dragón asiático deja paso a la mano dura. Joseph Ratzinger es un intelectual amante de la tertulia y el debate, salvo en lo tocante a quién corresponde ejercer la autoridad. Lo tenía claro como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y, evidentemente, no va a cambiar sentado en la cátedra de San Pedro. Sobre todo cuando le dan razón: finalmente, el Ejecutivo chino ha ordenado a un prelado -educado en EE UU- que cuenta con el beneplácito del Vaticano.