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Mujer e Iglesia -- Gabriel M. Otalora

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Con motivo de la reciente celebración en el Vaticano del Congreso Internacional sobre la mujer con el título “Mujer y varón, la totalidad de lo humanum”, la organización católica Somos Iglesia ha pedido a los reunidos un profundo cambio de actitud y reclama la participación en igualdad de la mujer en nuestra Iglesia.

La influencia de culturas como la hebrea, griega, romana o las indoeuropeas, no han deparado mucha suerte a la mujer en cuanto a igualdad de la dignidad y sus derechos. Todavía en buena parte del Planeta es equiparada a un artículo de lujo o considerada un vehículo de productividad (a más hijos, más influencia) sometida a niveles de inferioridad y degradación.

En el plano eclesial, las primeras comunidades cristianas crecieron en una cultura donde ser mujer suponía una gran desventaja social, con una ley que permitía al hombre vivir con varias esposas o concubinas (poligamia y poliginia), pero no al revés. Aun así, aquellos cristianos potenciaron la participación de las mujeres en las tareas de la Iglesia primitiva, algunas de las cuales ocuparían puestos importantes en sus comunidades con funciones de liderazgo. San Pablo es un ejemplo claro de cómo la Iglesia contaba con ellas (Hechos de los Apóstoles).

En la Edad Media se intentó corregir la situación injusta que padecía la mujer, pero no fueron más allá de la discusión sobre si el género femenino tenía alma, quedando su papel reducido a labores secundarias en la comunidad eclesial.

Si la vida de Jesús es un ejemplo a seguir, no podemos obviar su comportamiento y su mensaje al relacionarse con las mujeres de su tiempo. Su relación con ellas fue una constante que se mantuvo después de la resurrección. A pesar de la posición social que tenía la mujer, Jesús mostró una actitud de acogida, contó con ellas y compartió amistad sin ceder a las presiones y comentarios. Su nivel de relación con las mujeres fue un tú a tú tan humano como asombroso y polémico.

Los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles dedican mucho espacio al protagonismo de las mujeres, a pesar de su ínfima consideración social y religiosa. Jesús rompe tabúes y cuestiona leyes, anticipándose a los tiempos. La mujer samaritana, por ejemplo, simboliza la impureza étnica porque siendo parte del pueblo elegido, los samaritanos se relacionaban con paganos provocando el mestizaje. Jesús se para a hablar con una de ellas y le ofrece lo mejor que tiene: su propia revelación. O la cananea: una mujer extranjera, gente inferior para el sentimiento excluyente de los judíos con los gentiles. Jesús ve la fe de aquella mujer y no duda en curar a su hija.

Qué decir de la mujer prostituta y el escándalo que Jesús provocó al dejarse acariciar los pies con un perfume carísimo. En su actitud con la mujer adúltera, se enfrenta directamente con el legalismo judío que condena lo externo mientras prescinde de la conducta; un pasaje rompedor que ratifica la primacía del amor sobre cualquier norma.

Ningún rabino se dignaba a entablar diálogo con las mujeres, pero Jesús se hacía acompañar en sus recorridos por mujeres y compartió amistad con algunas de ellas: Marta y María de Betania, María la mujer de Cleofás, etc. ¿Quiénes estuvieron al pie de la cruz? ¿Y quién fue el primer testigo de la resurrección? Una amiga de Jesús: María, la magdalena. Otra María es la persona más importante y alabada en toda la historia del pueblo de Dios: la madre de Jesús, el modelo a seguir para toda persona que quiera conocer a Cristo, porque nadie como ella supo aceptar su mensaje de amor salvador.

Si Jesús hubiese decidido venir a este mundo a principios del siglo XXI, a un país donde la mujer tiene el reconocimiento de su igualdad y dignidad, ¿cómo habría sido su relación con las mujeres? ¿Cuál sería su papel en la Iglesia actual? Yo no soy exégeta, no sé de patrística ni tengo el título de teólogo; en esto me asemejo a muchos seguidores y seguidoras que le acompañaron en su vida pública hasta su muerte. Pero creo que nuestra Iglesia tiene una asignatura pendiente con las mujeres actuales, en un contexto social más favorable y distinto al que vivieron Jesucristo y Pablo de Tarso.

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