El evangelio del día (Domingo 27,tiempo ordinario, ciclo B) es más largo (Mc 10, 2-16) e incluye el texto sobre los niños (del que he tratado en el blog de ayer). Aquí sólo me ocupo del matrimonio (Mc 10, 2-10) y ofrezco unas reflexiones sobre su sentido, según Jesús: es un pacto libre, en gratuidad y fidelidad responsable y no por obligación. En este contexto, la «ley» del divorcio puede resultar (¡y resulta!) necesaria, pero se sitúa en un plano civil, no cristiano (para bien de muchos).
Allí donde la Iglesia quiere impedir que los hombres y mujeres puedan divorciarse según ley, ella confunde los niveles. El evangelio se sitúa en otro espacio y así ofrece un camino de amor gratuito y definitivo, sin exigir nada a los que quieran vivir de otra manera; querer imponer el no-divorcio es confundir a cristianos y no cristianos. Con este texto dejo el blog, al menos por un dia. Buen fin de semana y felicidades a tantos y tantos bien casados (y a todos también: felicidades y buen amor)
Ciertamente, el evagelio ofrece otros matices y abre otras puertas en el campo del amor (en pareja y sin pareja, entre personas del mismo o de distinto sexo), matices y puertas, que se deben ver en cada caso (¡aquí hay mas excepciones que leyes!). Pero lo que dice sobre una pareja de amor-fidelidad sigue siendo básico, en plano creyente (o simplemente humano), para vivirlo, no para imponerlo a nadie. En ese fondo se sitúa mi comentario, un poco largo (e incluso técnico), para personas que tengan tiempo. No hace falta leerlo entero,pero espero que aproveche a quien lo lea, aunque no concuerde con lo que digo.
Texto
Se acercaron unos fariseos y, para ponerlo a prueba, le preguntaron si era lícito al varón despedir a su mujer. 3 Él les respondió:
– Qué os mandó Moisés?
Ellos contestaron:
– Moisés ordenó escribir un documento de divorcio y despedirla.
Jesús les dijo:
– Por la dureza de vuestro corazón os escribió Moisés este mandato. Pero al principio de la creación Dios los hizo macho y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una carne Por tanto, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre.
Cuando regresaron a la casa, los discípulos le preguntaron sobre esto 11 y él les dijo:
-Si uno despide a su mujer y se casa con otra, adultera contra ella12 y si ella despide a su marido y se casa con otro, adultera (Mc 10, 2-12)
Discusión: ¿Puede el varón expulsar a la mujer? (10, 2).
La pregunta la formulan los fariseos, no para buscar la verdad o iniciar un diálogo académico, sino para tentar a Jesús (peiradsontes auton). Los fariseos conciben el matrimonio como un contrato de dominio: el varón adquiere a la mujer y puede dejarla en libertad al repudiarla (al divorciarse de ella). Desde ese fondo tientan a Jesús, para mostrarle que su ideal de fidelidad resulta imposible. Piensan que el matrimonio debe regularse a través de una ley que está en manos del varón (no del estado, como en tiempos posteriores). Allí donde la ley pierde importancia, allí donde el varón cede su derecho preferencial, el matrimonio quiebra y queda a merced del puro deseo cambiante de los humanos (varón y mujer). Precisamente para asentarlo en una firme voluntad y palabra reconocen los judíos (fariseos) al varón el poder de divorciarse.
Con argumentos de ley bíblica le tientan, con argumentos de lectura más profunda de la Biblia responde Jesús, destacando el carácter fundante de la fidelidad matrimonial que, conforme a Gén 1, 27, tiene primacía sobre las leyes posteriores que Moisés ha formulado sólo para los judíos (cf. hymin: 10, 3). Como buen hermenéutica argumenta, superando una ley secundaria (que concede al varón poder de divorciarse), para llegar al centro de la palabra original de Dios (Génesis). Por encima de la ley particular y patriarcalista de Moisés, recupera Jesús el sentido de la humanidad mesiánica, con un argumento paralelo al de Mc 7, 8-13:
Jesús acepta la ley de divorcio
Jesús acepta la ley del divorcio (Dt 24, 1-3), pero sólo en plano concesivo: ¡Por la dureza de vuestro corazón… ! (Mc 10, 4-5). Reconoce la existencia de esa ley (manejada por varones), pero la entiende como norma que sirve para controlar una posible destrucción (ruptura matrimonial) por medios de violencia (del más fuerte). Es duro el corazón de los varones, fuerte su deseo, violenta y posesiva su conducta. Sobre esa ley descubre Jesús la fidelidad original del Dios de la alianza:: ¡Al principio (arkhê) los hizo macho y hembra… de manera que no han de ser ya dos sino una carne! (Mc 10, 6-9; cf. Gén 1, 27; 2, 24).
Al citar el texto del Génesis, Jesús lleva al ser humano hasta su fuente, es decir, hasta el lugar donde varón y mujer se vinculan en libertad. Sobre una ley que reprime o regula la vida con violencia, en perspectiva del varón, emerge aquí la vida compartida de varones y mujeres que celebran el amor no impositivo, en fidelidad personal. Por encima de una ley dominada por varones hay un amor abierto en igualdd a varones y mujeres.
En el origen era el amor
La respuesta de Jesús ha vinculado dos pasajes de Escritura (Gén 1, 27 y GEn 2, 24), interpretando el uno desde el otro, conforme a una exégesis que podía haber hecho (y hacía) en un plano formal el judaísmo de su tiempo. Pero Jesús transciende la pura unión formal de esos pasajes, para retornar de un modo programado al origen de lo humano, al lugar donde se asienta la experiencia de fidelidad personal del varón y la mujer, antes de toda imposición de un sexo sobre el otro y de toda ley patriarcalista que permite el divorcio a los varones para controlar a las mujeres.
Ciertamente, ese proyecto nuevo de familia de Jesús ha de entenderse como retorno hacia la fuente de la creación, garantizada por la Escritura (Génesis). Jesús redescubre y ratifica en su verdad lo más antiguo, haciendo así posible que hombres y mujeres puedan amarse (vincularse) para siempre, más allá del predominio de una de las partes. De esa forma vuelve a la arkhê ktiseôs (10, 6) o principio de la creación, redescubriendo en su verdad de Dios al ser humano.
–La voluntad de Dios se expresa en Gen 1-2: varón y mujer forman una sola carne. Por eso añade Mc que Dios mismo les une (10, 9), en vinculación que pertenece a las cosas de Dios, que 8, 33 entendía en clave de entrega de la vida. La fidelidad del Dios de la alianza funda la alianza fiel del matrimonio, basado también en la entrega mesiánica de Jesús.
— En contra de esa fidelidad se alza el deseo (=dureza de corazón) de los aquellos (judíos, varones: 10, 5) que quieren regular por sí mismos (en casamiento y divorcio, en comienzo y fin) su vinculación con la mujer (separando aquello que Dios une: 10, 9). Al interpretar la ley de esa manera, Jesús choca con la exégesis normal de los escribas, pues declara que una parte de su ley es pura creación de los humanos (varones).
Jesús no quiere establecer una nueva ley matrimonial
Es evidente que Jesús no propone una nueva ley matrimonial, pues como ley puede seguir la de Moisés o alguna otra, probablemente mejor, una ley que conceda igual derecho a varones y mujeres, como acontece en la legislación de muchos países modernos. En un plano, esa ley será siempre necesaria, para regular las condiciones del amor. Pero el verdadero matrimonio está más allá de toda ley civil o sagrada: el matrimonio se sitúa en el nivel de la fidelidad original divina, tal como la habían trazado los relatos fundantes del paraíso original. Esa es la verdad que brota nuevamente allí donde Jesús y aquellos que le siguen son capaces de entregarse unos a otros, en fidelidad gozosa y creadora. En ese nivel ya no reina la ley, sino el amor, que tiende a ser «eternidad»
— Macho y hembra (arsen kai thêly) los creó (Gen 1, 27; cf. Mc 10,6). Más que individuos personales, ellos empiezan siendo lo masculino y femenino, en continuidad con los animales y así forman, en su enraizamiento vital y dualidad, el único ser humano. No se debe hablar, por tanto, de un Adam/primero y una Eva/posterior o derivada. En esta perspectiva el anêr/varón de los fariseos (10, 2) no puede arrogarse el poder de expulsar a la gynê/mujer, pues ambos se encuentran en principio vinculados, sin uno como jefe sobre el otro.
— Por eso dejará el anthropos/varón al padre/madre y se unirá a su gynê/mujer y serán ambos una sóla sarx o realidad humana (Gén 2, 24; cf. Mc 10, 8). Pasamos de Gen 1(más sacerdotal) a Gen 2-3 (más profético), descubriendo al ser humano en clave de palabra y trabajo, moralidad y encuentro familiar, deseo de vida y experiencia de muerte. Venimos del género más biológico (macho y hembra, arsen kai thêly) a la individualidad personal (y dual) de los humanos (hombre y mujer, anthropos kai gynê). Para realizarse en su verdad, el hombre ha de «romper» con su origen (padre/madre) y vincularse en camino de unidad definitiva y concreta (sarx) con su mujer, en unión que no es algo exterior, que se pone y quita (como supone una ley de divorcio), sino elemento radical de su constitución humana.
Más allá de una ley impositiva del varón, estos pasajes conducen al lugar de surgimiento de lo humano, antes que nazcan los diversos tipos de dominio en este campo.Es precisamente el varón quien más debe romper para vincularse en matrimonio. Tanto Mc 10, 7 como Gen 2, 24, suponen que debe superar su situación anterior (casa propia, padre y madre) para vincularse a su mujer. Es como si debiera recorrer mayor camino, debiendo abandonar su seguridad (origen) para introducirse en un espacio de vida definida por la esposa que ocupa el lugar de los padres.
Matrimonio por ley y por amor.
Los fariseos ratifican la imposición patriarcalista de Dt 24, 1-3 que concede al varón autoridad sobre la mujer, escogiéndola cuando lo desee (en trato que realiza con su padre, no con ella) y expulsándola después, si lo decide (10, 2.4). Ese matrimonio no se funda ni define sobre bases de amor sino de ley, ratificando el dominio de uno sobre la otra. Ciertamente, podía había amor y gratuidad en matrimonios de tipo fariseo, pero la estructura de fondo, avalada por ley de varones, resultaba posesiva, como si la mujer sólo pudiera vivir sometida a su marido.
Jesús, en cambio, funda el matrimonio en la esencia previa de la vida humana: el amor homre-mujer (persona-pesona) no proviene de la ley del varón, que desposa a la mujer que quiere, para expulsarla cuando le conviene, sino que forma parte de su más honda realidad de persona. En este contexto, en la situación en que vive Jesúe, es es varón quien más ha de romper (separarse de los padres) y arriesgar (entregarse a la mujer) para formar verdadero matrimonio.
Sólo a través de la renuncia y riesgo del varón, que da su vida a la mujer, renacen ambos de manera verdadera. De esa forma, uno y otra, varón y mujer, se vinculan en gracia, más allá del dominio del uno sobre el otro. El varón no puede expulsar a la mujer cuando desea, ni casarse con ella cuando le apetezca o convenga sino cuando lo quieran ambos, en gesto de unión personal que se funda en la misma alianza divina.
Las razones y el amor del matrimonio
Los fariseos parten del presupuesto, a sus ojos evidente, de la autoridad del varón. Jesús responde interpretando la existencia del varón como un éxodo arriesgado, a la luz de su propia experiencia: debe romper con los padres, entregarse a la esposa. Preguntan a Jesús sobre el poder del varón y él responde presentando la tarea de hacerse varón.
La razón farisea es clara en perspectiva histórica: el varón ha utilizado un tipo de independencia genética (de menstruaciones y partos) y poder externo (fuerza muscular) para controlar a la mujer a lo largo de siglos; así aparece en realidad como si fuera dueño de ella.
La razón de Jesús nos reconduce al principio de la historia, a la estructura original del ser humano, allí donde varones y mujeres emergen como iguales según Gen 1-2: el varón ha de arriesgarlo todo (su seguridad impositiva, la casa de sus padres) para unirse en matrimonio de iguales con su esposa. La fidelidad que Jesús pide al varón (con la renuncia a su poder sobre la esposa) implica la destrucción del sistema patriarcalista.
Es evidente que esa perspectiva se puede invertir y completar desde el punto de vista de la mujer, mostrando también que ella debe abandonar su posible independencia egoísta para unirse al varón, pues ambos forman una sola carne (eis sarka mian: 10, 9). Esa unidad pertenece al proyecto creador de Dios: no es algo que varón y mujer puedan toman o dejar a su antojo; es la expresión de un misterio de fidelidad que culmina en formas de amor personal, ratificadas por el mismo gesto de entrega mesiánica de Jesús.
La tarea de ser hombre y mujer en compañía
Lo que está al fondo es la tarea del ser humano como exigencia de ruptura (cada uno debe superar su seguridad precedente) y fidelidad dual, entendida en clave de resurrección (cada uno encuentra su plenitud pascual en el otro). Podemos decir que la mujer gana: empieza a ser persona, responsable de sí, capaz de decir su palabra. En algún sentido el varón pierde: ya no puede dominar a su mujer con el arma del divorcio. Pero en sentido más profundo los dos ganan: se convierten de manera igualitaria en caminantes; inician un proceso de amor que supera un matrimonio concebido como dominio de una parte (varón) o de un grupo (clan familiar).
El mismo Dios garantiza ese proceso que empieza de nuevo en cada matrimonio. Realizarse como humano (varón o mujer) es romper el pasado que define (cierrra, determina) a cada uno por aislado para realizarse juntos en proyecto de entrega compartida (dándose uno al otro para siempre) Dios fundamenta el surgimiento de los sexos (arsen kai thêly) lo mismo que el camino de ruptura creadora que culmina en la unión definitiva del hombre y la mujer (anthropos kai gynê), que se vinculan a nivel de carne nueva (realización vital concreta, en ámbito de entrega). Por encima de todas las posibles leyes de divorcio emerge así la experiencia bellísima y posible (siempre gratuita) de un encuentro personal permanente.
Profundización cristiana (Mc 10, 10-12)
El texto anterior situaba a Jesús en la calle, hablando con toda la gente. Ahora nos lleva a la casa, donde Jesús explica mejor a sus discípulos el sentido e implicaciones de su enseñanza sobre el matrimonio, para revelarles su más honda palabra de fe (entrega o fidelidad) matrimonial. Antes había dos leyes: una de varón, con autoridad para retener o expulsar a la mujer; otra de mujer, condenada a vivir en actitud pasiva o receptiva. Ahora, reasumiendo quizá normas esponsales vigentes en Roma o Egipto, sobre el principio de la Escritura (¡y serán los dos una carne!: Gen 2, 24) y apoyándose en el camino de su propia fidelidad/entrega, Jesús funda el sentido de todo matrimonio:
a. Jurídicamente el hombre puede expulsar a su mujer y casarse con otra, como sabe la tradición judía, pero al hacerlo comete adulterio contra ella (ep’autên), sea contra la primera (a la que es infiel), sea contra la segunda (con quien no debía vincularse): el texto (10, 11) permanece voluntariamente ambiguo y ambas traducciones son posibles. El varón posee tal poder, pero el discípulo del Cristo debe superarlo, descubriendo y realizando un más alto misterio de unión con su esposa. Al afirmar que adultera contra la mujer, Mc indica que el casado ya no se pertenece, pues ha dado su vida a otra persona.
También la mujer puede expulsar jurídicamente al varón (10, 12), y es bueno que tenga ese poder, pero si lo ejerce (¡y en un plano puede y debe hacerlo, según ley!) va en contra de la fidelidad que ha prometido a su su marido. Al situar en paralelo el poder (y el adulterio) de mujer y varón, y al formularlo en términos iguales, Mc ratifica la revolución (recreación) personalista de Jesús, que otros textos del NT como las deuteropaulinas y las leyes de muchas iglesias posteriores aún no han asumido. Desde el ámbito de entrega de Jesús, en clave de unión matrimonial, varón y mujer aparecen ya en su plena igualdad, como personas.
Cristianamente, es necesaria una buena ley del divorcio
En ese contexto, Jesús supone que la ley tiene un sentido, y debe cumplirse en un nivel. Pero ella no es la esencia del matrimonio. La fidelidad matrimonial que Jesús busca y propone no es un poder impositivo (de mujer o de varón), ni es ley que planea por encima de ambos, de manera que se pueda controlar con métodos de coacción externa (de tipo civil o canónico). Una cosa es la ley, entendida en clave de poder (tanto el varón como la mujer pueden divorciarse a ese nivel) y otra la fidelidad en el amor, fundada en Gen 1-2 y ratificada por Jesús. Esa fidelidad (donación compartida y recíproca de los esposos) es experiencia gozosa y sacrificada, paradisíaca y pascual, como vida que se arraiga en la entrega de Jesús y sólo en ella puede realizarse plenamente.
Esa fidelidad de amor sólo es posible allí donde la mujer se vuelve autónoma y tiene legalmente el «poder» de expulsar (lo mismo que el varón). Sólo si ambos pueden legalmente «divorciarse» (de tal forma que no están coaccionados legalmente a vivir en unidad) pueden suscitar y gozar el matrimonio como expresión de fidelidad personal definitiva. Formular la fidelidad matrimonial en nuevas claves de ley impositiva (como hace Dt 24 o las iglesias y estados posteriores) significaría ignorar la novedad de Jesús. En línea de ley valía el divorcio rabínico (u otro semejante).
Jesús no ha promulgado otra ley sino que ha recreado la fidelidad original de Dios en claves de unidad primera (varón y mujer los creó) y elección personal (dejará el varón al padre y madre para unirse a su mujer), liberando de esa forma a la mujer que estaba sometida al poder matrimonial de los varones. En ese sentido, un buen ideal de fidelidad matrimonial exige que exista una ley de divorcio, lo más «legal» e imparcial posible.Sin posibilidad de divorcio no es posible un buen matrimonio. Cuando cierta iglesia olvida esto se vuelve legalista.
En el momento en que una ley se imponga sobre esa libertad gozosa y entregada (¡y se impide por ley el divorcio!), el matrimonio deja de ser signo de la gracia del Cristo (cf. Mc 9, 41) que ha dado su vida en libertad por los humanos. Sobre la base de mutua libertad e igualdad, en camino de donación recíproca y esperanzada puede darse matrimonio mesiánico, como amor de Cristo hecho experiencia compartida de entrega interhumana.
La ley ha estado y puede estar al servicio de una regulación del poder, sea en clave masculina, femenina o del conjunto social; la ley debe estar al servicio del orden social. Y en ese sentido, por evangelio, debemos pedir que exista una buena ley del divorcio. Eso significa que la Iglesia debería pedir al estado que regule el divorcio y que lo haga del modo más «humano» posible.
Sólo allí donde se puede dar un «buen divorcio» puede elevarse el ideal de un matrimonio fiel,por encima de todo divorcio. Pero sobre ella, en clave de igualdad del varón y la mujer (ambos autónomos), ha presentado Jesús con su entrega y palabra un camino sacramental de matrimonio, vinculando el principio de la creación (Dios los hizo varón y mujer) y su culminación mesiánica (Jesús se ha entregado por todos en amor, para siempre).
Jesús no quiere el divorcio,pero supone que los hombres y mujeres pueden divorciarse.No ha venido a fundar otro sistema de equilibrio social o sexual que se mantiene por la fuerza sino un camino de donación mesiánica, recuperando el principio de la Biblia (Gen 1-2) e introduciendo el matrimonio en su proyecto de evangelio.
Así lo ha visto como algo natural (de la creación) y muy sobrenatural, pues sólo se comprende y puede realizarse desde el fondo de su propia entrega. Jesús quiere un matrimonio de puro amor, para siempre, en fidelidad personal. Pero ese amor de fidelidad sólo es posible si, por ley, hombres y mujeres pueden divorciarse (evidentemente, teniendo en cuenta otros aspectos que aquí no hemos tratado: tema de hijos y resto de la familia, regulaciones laborales y económica etc).