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La ley no evita los males sociales e históricos. Hasta donde llega mi conocimiento, Jesús de Nazaret es uno de los pocos grandes hombres de la humanidad, o tal vez el único, que se ha enfrentado a la ley, y siempre a favor del ser humano. La famosa expresión «no es el hombre para el Sábado sino el sábado para el hombre» no es otra cosa que la más atrevida, y para muchos, asustadora, relativización de la Ley, pues eso era lo que representaba para un judío de los tiempos de Jesús el Sábado, cuya sola mención hacía referencia explícita a la Torá, que era la ley, como obra y ofrenda del mismo Dios.
No callaré las loas, ditirambos, elogios, y exaltaciones de la Ley como la mayor concreción de la cultura humanista, como garantía, causa y pauta de una convivencia ordenada, justa, equilibrada, entre las personas, ¡personas físicas!, y grupos de personas, o instituciones, asociaciones, incluso internacionales, es decir, entre Estados: relación entre personas morales o jurídicas. No tenemos, no tengo inconveniente, en afirmar que una convivencia entre personas, y grupos sociales, y entre Estados, sin una ley que especifique los límites hasta donde cada uno de los anteriores agentes de la convivencia, trato, o intercambios, puede llegar, no solo sería un caos, sino lisa y llanamente, imposible, porque abocaría al ser humano a la preponderancia, sin cortapisas ni contrapesos, del más fuerte.
¿A quién favorece más la Ley?
Ahora bien, hagámonos la siguiente pregunta: ¿a quién, o quienes, favorece más la existencia, y la aplicación de la ley, del cuerpo legal que rige en todas las asociaciones que llamamos, y consideramos, civilizadas? No hay que ser un lince, ni un genio jurídico, histórico o sociológico, para ponernos de acuerdo en lo siguiente: la existencia de la Ley, y las propias reglas de aplicación de la misma, han favorecido, desde su aparición como reglas del juego de la convivencia entre personas, físicas y jurídicas, a las más fuertes, a las mejor situadas en el escalafón de los intereses humanos. Desde las civilizaciones al Oeste y al Este del arco geográfico, de las antiguas sociedades sin ninguna flexibilidad para el ascenso social, de castas y grupos humanos herméticos, y de aparatos de control y gobierno de la misma inflexibilidad social, con las divisiones clara y herméticamente estanques, desde la esclavitud, hasta las cotas más altas del edificio social, hasta la sociedades teórica y legalmente igualitarias, como los modernos Estados democráticas, nos ofrecen un panorama desolador.
Todas esas sociedades, naciones, y Estados organizados, proclaman con diáfana claridad, llegando hasta la reiteración, que «todos sus miembros, todos los ciudadanos, son iguales ante la ley», y esta misma insistencia en lo que no es más que insistencia en un deseo, nos retrotrae hasta el adagio jurídico, «excusatio non petita, acusatio manifesta». (excusa , o aclaración solemne, no pedidas, devienen en manifiesta acusación). Porque cualquier observador mínimamente perspicaz y objetivo es capaz de reconocer, que tanto en la paz como en la guerra los más frágiles y débiles dela escala social, a nivel personal como grupal, tanto en lo económico, como en lo laboral, o en lo cultural, son lo más expuestos a sufrir las consecuencias negativas de las situaciones conflictivas, y los que corren más riesgos de caer efectivamente en dichas, y esperadas, consecuencias. El abanico del muestrario de esta situación, mala en la paz y en la guerra, pero dramática e inhumana en ésta, tanto en el pasado, como en tiempos recientes, como en los presentes, es inagotable, y demuestra de manera aplastante la incapacidad de l mera existencia de la ley para prevenir, y todavía menos, evitar y paliar, los destrozos del descosido social y comportamental.
Toda ley es legal, pero, ¿es por eso legítima y moral? El Principio de legalidad es el escudo protector de toda persona sujeta a la ley. Este es un mantra repetido en todos los lugares, tiempos, culturas y modelos sociales. Pero deberían decir que ese principio, esencial, y raíz de todo el edificio jurídico, protege, sobre todo, al poder político, más al ejecutivo que al legislativo. Un juez alemán del tiempo del nazismo, que aplicaba la ley, y el soldado, policía que la ejecutaba, podría sentir tranquilidad de conciencia porque cumplía la ley. Pero, condenar muerte a una persona solo por ser judía, o gitana, o de un determinado grupo social, y matarla por esa condena, ¿legitima ese comportamiento hasta anular el alarma de la conciencia ante un atropello ilegítimo, que podía llegar, y llegaba, hasta lo inhumano, bárbaro y cruel? Y ese es el dilema, y el callejón sin salida, al que nos lleva, inexorablemente, el Principio de legalidad. Es legal dejar en la calle a quien no paga la hipoteca o mensualidad del alquiler, no cabe duda. Pero, ¿es legítimo, moral, y humano? Aquí tenemos un ejemplo, y hay miles, en que la ley, atropella y deshace la dignidad de un ciudadano o de una familia.
Un cardenal polaco, ¡electricista!, decidido y valiente. Lo llaman el «Robin Hood» del Vaticano, es el limosnero del Papa, cargo que ejerce al pie de la letra, recorriendo las calles t plazas de Roma en la madrugada, y asistiendo, como un buen pastor, con evidente olor a oveja, a sus frágiles y débiles necesitados, protegiéndolos y cuidándolos, a cada uno por su nombre. No es por el ejemplo luminoso de este cardenal estadísticamente tan poco normal, en el sentido de frecuente, que estoy escribiendo este artículo sobre los desvíos y miserias de la ley, sobre todo en sus aplicaciones prácticas. Es un tema que me corroe, en el sentido de darme un trabajo incansable y nunca terminado ni terminable, desde mis estudios de Filosofía, y, después, con la profundización en la Teología, y en los estudios bíblicos.
La figura de Jesús siempre me ha parecido la de quien tiene un discurso, y un estilo de vida, que superan ampliamente el frío, y tantas veces cruel dilema de la Ley, y aquello de «dura lex, sed lex», (dura ley, pero ¡ley!), que solo puede resolverse con una mente preclara, libre de prejuicios y de intereses espurios, y con un corazón libre de hipotecas opacas y torcidas. En este evento pedagógicamente maravilloso, para mí, y para tantos que no nos sujetamos a la Ley como fuente de seguridad y de sosiego, y que nos atrevemos a reconocerlo, del cardenal-electricista vistiéndose el traje de obrero, y manipulando la llave central del sistema eléctrico, para iluminar la triste vida de los 450 okupas, entre los cuales, cien niños.
Y, como podía suponer, provocando las iras del dirigente político Salvini, que como todos los populistas, y poco humanistas, recordaba al cardenal la importancia de la Ley, ley que causa la aglomeración de 450 personas, entre ellas cien niños, con certeza llorando en la noche oscura sus miedos y su desamparo. Y para acabar esta magnífica historia, el aguerrido, valiente, y electricista cardenal polaco ¡está muriendo de miedo!, y no duerme desde que supo del enfado del ministro de la extrema derecha. ¡Anda ya!.