La soledad habitada de nuestros monasterios -- P. Agustín Altisent, monje de Poblet (texto adaptado)

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Muchos hombres y mujeres se preguntan qué hacemos, con tanta soledad, los monjes y monjas. Pero es que en los monasterios de soledad no hay en absoluto. Antes de ser una revelación del cielo, estas montañas nos son revelación de la tierra, en comunión con todo aquello que tiene de más profundo.

La tradición monástica mantenida durante siglos, tanto de ermitaños, como de monjes y recientemente también de monjas, en la montaña, evoca todas estas generaciones de hombres y mujeres que han orado a la vista de estas cimas.

Y la carrera ininterrumpida de peregrinos, nos habla constantemente de nuestros hermanos, no solamente catalanes, sino de todo el mundo. Sólo los que viven llenos de ruido en su interior, son incapaces de oír las múltiples llamadas de la realidad profunda de la vida que aquí se sienten.
En el monasterio se vive la presencia del Invisible, que es el principal. Porque el monasterio se lo hace cada monje, cada monja, en su corazón, donde adora a Dios silenciosamente.

Eso se puede hacer y se debe hacer por todas partes, pero aquí tiene un ámbito especialmente adecuado. Nosotros, nosotras, no huymos a la soledad, sino que venimos a disfrutar de una compañía más personal y próxima, que los numerosos contactos humanos vividos sin ninguna relación, en las grandes ciudades. Somos llamados a disfrutar de la compañía de Dios, de la cual hay que saber escuchar tanto la Palabra, como el rumor del silencio. Y es justamente en la iglesia donde permanecemos menos solas.

Ya en Maitines, aún de noche, el Dios Trinidad es el auditorio de nuestra alabanza, y al canto del invitatorio: «Venid, celebremos al Señor con gritos de fiesta» empieza a llegar la humanidad entera de todos los continentes, de manera que juntos damos «gloria al Padre», que decimos con la multitud de los redimidos que sentimos cerca. Hasta las paredes de la iglesia desaparecen, y cielo y tierra forman un solo canto.

Para alabar a Dios, tenemos muy cerca la Madre de Dios, los ángeles, «el coro glorioso de los apóstoles, el ejército de los mártires, las vírgenes innumerables» y todos los santos y santas de todos los tiempos, países, estamentos, edades y categorías. Todos estos elegidos, con la comunidad y los hombres de la tierra, aclamamos a Dios, formando un solo corazón. Todos presididos por la Madre santa, celebramos la gran fiesta de expresar a Dios nuestra alegría, nuestro entusiasmo y nuestro agradecimiento.

Soledad, pues, en el monasterio no hay ninguna, por eso, ya desde antiguo, se han edificado estos espacios para vivir, realmente, acompañados. Y nosotras hemos escogido estas cimas impresionantes que nos muestran que el templo está bajo este cielo tan vasto, que «nos habla de la gloria de Dios».
Para quien lo sabe entender, el monasterio y la montaña estan llenos de voces, y el tiempo se detiene de una manera diferente de cómo pasa escurridizo en la ciudad.

Aquí el silencio es una gran PRESENCIA. Por eso mientras haya ciudades frenéticas que destrozan los nervios, y donde el tiempo desaparece entre el ruido y la agitación que lleva al vivir en la soledad, tendran que haber monasterios donde estos pobres solitarios de las grandes ciudades, puedan encontrar acogida, aunque sea sólo un rato, dentro de estas dimensiones solidarias y espirituales.