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(Foto: Reprimenda pública del papa Juan pablo II al poeta-clérigo-político nicaragüense Ernesto Cardenal).
Un bello, y evangélico gesto, del papa Francisco
Me refiero al que ha tenido con el teólogo, poeta, político, y fiel y piadoso presbítero -cura- trapense, Ernesto Cardenal. Después de celebrar mis bodas de oro de presbítero, y a mis setenta y siete años, he aprendido, por fin, a poner en la nevera las loas y ditirambos con los que, algunos palmeros, halagan a grandes jerarcas de la Iglesia, como a Juan Pablo II, o al cardenal, y después papa Benedicto XVI, Josef Ratzinger, sin referirse, ni informar, de sus errores e injusticias, como las que ejercieron los dos personajes con el hombre de Dios y de la Iglesia, Ernesto Cardenal.
(Discúlpenme un pequeño inciso: ya he escrito varias veces por qué no me gusta ni la palabra ni el concepto «sacerdote», aplicado a los ministros del culto cristianos. Resumo mi argumento, pero hay más: en todo el Nuevo Testamento, NT, no hay un solo texto en el que así se denomine a un cristiano, ni en la Iglesia primitiva, hasta el siglo IV, después del edicto de Milán. Sacerdote, único y eterno, Jesucristo, según el rito de Melquisedec, que era incruento. No sé, por eso, el ahínco con el que algunos insisten en la expresión «El Santo Sacrificio de la Misa», que no estaría mal, y sería adecuado, si en lugar de referirse al Calvario, lo hicieran a los signos sacramentales del pan y del vino, perfectamente apropiados a Melquisedec).
Todos saben el tremendo, poco caritativo, y nada evangélico gesto, con el que el papa obsequió al cisterciense, que es lo mismo que trapense, Cardenal, siendo éste ministro de Cultura del Gobierno de la Nicaragua revolucionaria (1979-1988) y ferviente defensor de la teología de la liberación latinoamericana: arrodillándose el clérigo nicaragüense ante el Papa para recibir su bendición, el Papa se la negó, y lo señaló con el dedo índice acusador ante las cámaras de televisión del mundo entero. Era una calurosa tarde de marzo del año 1983. Es sobradamente conocida la aversión que el papa Wojtyla sentía hacia el comunismo, o hacia cualquier síntoma o recuerdo de socialismo, más el político que el sociológico, aunque éste también. Poco después de esa escena, el periodista americano Blase Bonpane escribió una carta abierta al papa, diciéndole que «era un escándalo lo que había hecho conmigo, y que me debía pedir perdón públicamente». Y le reclamó «que al mismo tiempo que a mí se me hubiera hecho ese rechazo en Nicaragua, en El Salvador se hubiera abrazado con el asesino de Monseñor Romero».
Mucha gente tiene la impresión de que el papa polaco era mucho más amigo, y se sentía mejor, con el Capitalismo que con el comunismo. Pero es prudente y esclarecedor informar de que ambos sistemas socio-económicos fueron condenados por el papa Pío XI. Todas esas reacciones, bastante viscerales, son debidas a lo que vivió y aprendió en su Polonia natal. Por eso afirma el propio Ernesto Cardenal que lo que más molestaba a Juan Pablo II de la revolución nicaragüense es que, a diferencia del régimen polaco, no persiguiera a la Iglesia, y que, por eso mismo, las repetidas alusiones papales a Polonia en su viaje a Nicaragua eran injustificadas.
A esa injusticia ha venido a poner término el papa argentino. Por eso pienso que es el levantamiento de esa injusta, desproporcionada, y, ¡digámoslo claramente!, antievangélica sanción es un motivo de gozo, de alegría, y de reconocimiento a los comportamientos que, inspirados en el Evangelio, dan razón a la honradez y coherencia de los verdaderos cristianos.