He estado leyendo una tesis doctoral presentada en la Universidad Complutense porque formo parte del Tribunal que debe juzgarla. Hablaba de unos sacerdotes que crearon pequeñas emisoras de radio para difundir el Evangelio a través de las ondas. Llegó a haber más de 200. Después de un tiempo de indecisión, los obispos decidieron unirlas en una cadena que, conservando su identidad católica, pudiera competir con las demás.
Eso exigía bastante dinero, el dinero lo trae la publicidad y la publicidad llueve cuando la audiencia es muy alta, de modo que empezaron a fichar estrellas de la comunicación. Como se iba desdibujando poco a poco el carácter de la cadena, un fraile dominico se atrevió a decir a una de esas estrellas que el estilo de su tertulia resultaba poco pertinente en una emisora de identidad cristiana, lo que hizo montar en cólera al vicepresidente ejecutivo de la Cadena: «Pero, ¿quién eres tú para decirle a Fulano lo que tiene que hacer?». Lo curioso es que aquel fraile dominico era el director general de la Cadena.
Para mantener la identidad católica, crearon un Consejo Doctrinal, pero, como sus observaciones chocaban una y otra vez con el Consejo de Administración, cuyas resoluciones prevalecían siempre que estaba en juego la cuenta de resultados, acabó desapareciendo.
Interrumpí entonces la lectura para preparar la homilía. Era el 24 de febrero y encontré al Tentador diciendo a Jesús en el desierto: «Te daré el poder y la gloria, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo».
Entonces comencé mi oración: «Padre, ¿viviremos quizás en un mundo donde sólo se puede conseguir el poder y la gloria doblando la rodilla ante el Tentador y, una vez hecho eso, nos hemos incapacitado para evangelizar?».
Y noté que el Padre me contestaba…
(¡Vaya por Dios, se me ha acabado el espacio!). •