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La mujer secundaria -- Juan G. Bedoya

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El País

En la homilía que Benedicto XVI pronunció ayer en la Sagrada Familia hubo un párrafo que certifica el papel secundario de la mujer en el catolicismo romano. Fue cuando recordó que los mecenas del gran Gaudí querían mostrar al mundo, con la basílica, el ejemplo de hogar formado por el matrimonio de María y José, con su hijo Jesús, el fundador cristiano.

«La Iglesia aboga por adecuadas medidas económicas y sociales para que la mujer encuentre en el hogar y en el trabajo su plena realización», proclamó el Papa después de pedir a los Gobiernos «más apoyo» a la familia entendida como en el Nazaret de hace dos mil años.

El Papa pide ayuda estatal para la familia
Por si hubiera duda, el papel secundario de la mujer iba a escenificarse en ese momento, durante la ceremonia de unción del altar. Primero, el Papa vertió crisma -aceite consagrado- en el medio y en las esquinas del altar y ungió toda la mesa. Paralelamente, dos cardenales y diez obispos signaron los muros de la iglesia. Después, el Papa quemó incienso con generosidad en un brasero -«Que se eleve mi rezo, Señor, ante ti, como el incienso y así como esta casa se llena de perfume agradable, también vuestra Iglesia exhale el buen olor de Cristo», rezó el Pontífice-.

Retirado al sillón pontifical, seis diáconos recorrieron la nave incensando a los asistentes. Fue en ese momento, cuando las jerarquías celebrantes habían regresado a sus sitiales, que aparecieron cuatro monjas, con hábitos meticulosamente preconciliares, para proceder, con santidad hogareña, al secado de la mesa, y a la colocación de un lienzo impermeable y, sobre él, un mantel blanco.

Ni el Papa habló más de la mujer ni hubo otra presencia femenina en la ceremonia, a no ser la apabullante presencia de mujeres acercándose para que cientos de clérigos les dieran la comunión. También comulgó la Reina, pero no el Rey. La feminización se repite cada domingo en el orbe católico. Sin la mujer, hace tiempo que la Iglesia católica sería una institución sin pulso, con templos vacíos y una actividad caritativa muy disminuida.

Pero el Papa no da su brazo a torcer. «De los innumerables pecados cometidos a lo largo de su historia, de ningún otro deberían de arrepentirse tanto las Iglesias como del pecado cometido contra la mujer», opina Uta Ranke-Heinemann, compañera de facultad del teólogo Ratzinger en el Munich de los años cincuenta del siglo pasado. Lo peor no había llegado. El pasado 15 de julio, el papa Ratzinger reformó el Código Vaticano para endurecer las penas de los delitos más graves que pueden cometerse en su seno. Junto a la pederastia incluyó la ordenación sacerdotal de mujeres.

La institución que pretende ser un referente moral acentuaba así una antropología dualista, en la que el ser mujer es impedimento para acceder a lo sagrado. De tapadillo, el Vaticano sigue anclado en Aristóteles, hecho doctrina por Tomás de Aquino. Los dos vieron a la mujer como un descarrilamiento en el proceso de formación, como un «arren peperomenon» («varón mutilado»), traducido al latín por el de Aquino como «mas occasionatus» (varón fallido). Ahí se sustenta la subordinación de la mujer, su proclamado reinado en el hogar. Fea historia, que no cesa.

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