Aparte de los fallos en la memoria, de unas incipientes molestias en las rodillas, de mis problemas con la mácula y del abandono de mi larga manía de coleccionar, lo que más me certifica mi entrada en la tercera edad es la renuncia a entender el mundo y, más en concreto, a las personas. Una antigua militante católica italiana, que llegó a dirigente de una coordinación europea, me decía una vez que, después de todas sus experiencias, sus viajes y sus contactos, había llegado al convencimiento de que el amor y el sexo movían el universo. Un cristiano secundaría quizá la primera parte y acaso un freudiano la segunda, pero ninguna de ellas me acaban de servir para explicar las innumerables contradicciones y los extraños sinsentidos con los que me tropiezo un día sí y otro también.
Pero ya digo, he renunciado a entender todas esas cosas y sólo me consuela el que acaso no sea una señal de vejez sino de sabiduría o de un sano escepticismo. Al modo de la afirmación de un amigo, según el cual es mejor no conocer a muchas personas. No porque sean buenas o malas sino porque presentan una cara y después, cuando las conoces de cerca, resultan ser de otra manera.
Lo malo de todo ello es el recelo que se te afinca en algún lugar de la mente. Cuando alguna conducta te asombra o te emociona no puedes menos que preguntarte: ¿Será oro todo lo que reluce? ¿Cómo será esa conducta o esa persona si se las ve más de cerca? Ya Bloch decía agudamente: ?Debajo del ciudadano se escondía el burgués ¿qué se esconderá debajo del camarada???. Pues ahora que sabemos que lo que se escondía era el Putin, nuestra actitud de sospecha se ha reforzado mucho.
No es difícil encontrarse con conservadores defensores de la ley que se la saltan en cuanto les conviene ni progresistas que en un momento dado ponen todo su esfuerzo en conservar lo que siempre han vivido. Y si esto puede decirse de cualquier ámbito de actuación, uno privilegiado es el de la Iglesia y, en concreto, el de los clérigos. Obligados a proclamar grandes palabras, incurren fácilmente en contradicciones flagrantes. Por poner un ejemplo actual, no es raro escucharles quejas sobre la supuesta actual persecución al cristianismo cuando, según las bienaventuranzas que proclaman, deberían sentirse dichosos por ello.
Ya digo, he renunciado a entender al mundo en general y a las personas en particular. Hay algo sin embargo que aún mantiene incólume mi asombro y es la presencia permanente y al parecer inagotable de actos de gratuidad. A Péguy le parecía explicable la fe y también el amor pero la esperanza, eso sí que le parecía inexplicable. Pues lo mismo me ocurre a mí con la gratuidad. Siendo la persona humana tan débil, tan temerosa, tan necesitada, los actos de gratuidad son como una especie de milagro. Ciertamente, no es gratuito todo lo que parece serlo ?ya Freud se encargó de ponernos en guardia- pero allí donde se da la generosidad sin condiciones, la entrega que no espera nada a cambio, la simple y preciosa bondad, allí, para los ojos de un creyente, se enciende un reflejo de la presencia del Espíritu. Acaba de terminar el tiempo de Navidad y, como todos los años, ha habido escritores que se han alegrado de su fin, abominando de esa supuesta obligación de ser feliz a fecha fija. A mí en cambio me gusta la Navidad y lamento que se termine. Es porque en ella puedo ser testigo de una proliferación de gestos gratuitos. Es cierto, a fecha fija pero gratuitos. Regalos sin otra intención que hacer feliz al otro, palabras de cariño escondidas que salen a la luz y se pronuncian y se escriben, deseos cordiales que se expresan… La gratuidad, eso sí que me maravilla. Porque nos muestra ?nada menos- el rostro escondido pero cercano de Dios.