LA GRATITUD, UN VALOR PERDIDO. Sara Lovera

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Cimac

De nuestro pasado indígena heredamos uno de los valores humanos más trascendentes. La gratitud, que según el diccionario es la acción de correspondencia a los favores recibidos. Encierra un sentido más importante cuando encontramos que también quiere decir reconocimiento. En el fondo es la palabra castellana que se ajusta al concepto que las feministas italianas encontraron para definir el reconocimiento de nuestras ansestras y de nuestras contemporáneas para hacer posible el encadenamiento de la hermandad femenina.

El affidamento, que habla reconocer en otras lo que hacen o han hecho diferente a nuestros intereses o capacidades, pero todas en una sola vereda por la comunidad de las mujeres y con las que podemos construir en un lapso u otro de nuestro devenir.

La falta de gratitud produce muchas pérdidas. La gratitud es también un valor; es decir, aquel en que los sentimientos profundos expresa y actúa de cara a lo que promovemos porque lo deseamos. Es la gratitud o la ingratitud un decálogo ético de las relaciones humanas y sin embargo lo hemos perdido en esta vorágine de malgastados sentimientos, enajenados por el sistema, que todo lo corrompe y destruye.

A esta falta, elemental, heredada de nuestra cultura indígena y aún, la religiosa, donde es el corazón lo que se pone por delante, el ser personas capaces de reconocer a otras personas, de confiar en ellas, de admitir que existen y tienen otras capacidades y otras experiencias valiosas, se agrega la injusticia.

Y tal es la falta, la sordidez individualista, el tema de la lucha interna de poder, que se nos olvida la gratitud a nuestras madres, a una multitud de maestras, de conductoras o sabias, que nos hacen responder con indiferencia u hostigamiento. Así repelemos a otras por cosas verdaderamente nimias, y al rechazarlas, intentamos desaparecerlas.

Probablemente por ello soportamos la injusticia que afecta a millones. Y es el caso, cuántas personas se preguntaron hacia dentro de sus corazones por la manera como el señor Felipe Calderón se refirió a la anticipada muerte y crimen contra Ernestina, en esos parajes oscuros de la sierra de Zongolica.

Y lo es también porque nadie tiene en su cabeza la imagen sórdida de la vida de un puñado de mujeres cuyo comercio es el sexo, allá, tan lejos, en ese lugar que no encuentra geografía, como Castaños, Coahuila.

La sociedad ha sido omisa en su reacción. Nosotras somos omisas. El resultado es simple, se soporta todo. Se pone encima nuestros individuales referentes, que no nos alcanza el aliento para atender soricamente estas situaciones, tampoco nos indignamos profundamente por el entramado difícil del patriarcado, por la muerte anticipada de las parturientas, ni de las mujeres abandonadas en los parajes, mujeres desangradas y muchas veces descuartizadas.

Las muertas de a diario por una ola de violencia propiciada por el Estado y circundante, en nuestra vida cotidiana.

Acostumbrarnos a la ingratitud, de la cosa más simple a la más colectiva, avala cualquier horror. Y eso vivimos, transcurrimos en medio del horror, tapándonos la cara, mirando hacia otra parte, salpicadas de las pequeñas vanidades del día, donde cada una lucha por su propio y personalísimo reconocimiento. Sin darnos cuenta vagamos en medio de la selva que nos atrapa en lo menos importante.

Y no es que se esperen heroicidades, sino simplemente acciones para la comunión con los principios y valores propios, los construidos por una comunidad de mujeres feministas que quieren otro mundo posible. Ese mundo que no puede salir a flote mientas estemos atrapadas por un discurso vacío, enmarañado en las cosas del día, las cosas que nos apartan del reconocimiento a las otras. Ellas que dejan sus huellas en el camino.

Tal vez por ello no tenemos respuestas generales a la ingratitud de estos hombres a los que las mujeres les dan vida y responden automáticamente con una ley incorpórea, que no está conectada con el alma, ni con la justicia, ni con la conmiseración, ni con nada.

Y dejamos que roben, violenten, martiricen y destruyan. Allá en Zongolica, en Castaños, en el recodo de un camino, en el valle de México, ellas, nosotras, aparecen destruidas, asesinadas, violentadas sin que se mueva la rama de un árbol para que, como antiguamente, se les venere y se les haga justicia.

No hay justicia porque nos hemos olvidado de lo que somos y en cambio sólo el reino de lo cercano, para poder erguirnos, levantarnos, pensar sólo en yo misma, construyendo el olvido de las otras a quienes debo reconocimiento.

Y así transcurren los días de violencia infinita, de la ingratitud y la desesperanza. Ninguna política, ningún discurso, son suficientes ahora, en que a cada momento alguien necesita que estemos, armadas y confiadas a nuestra propia historia. Es para la otra historia, para la de ellos, donde abonamos y donde fijamos nuestra mirada. Y no podemos, no podemos, nuestra enajenación es bárbara.

* Periodista y feminista mexicana, reportera en los diarios El Día, unomásuno y La Jornada, candidata en 2005 al Premio Nobel Mil Mujeres por la Paz.