A medianoche del 15 de agosto de 1947, nació una nueva nación en un subcontinente desgarrado por una sangrienta división. La India independiente nació cuando las llamas arrasaban el país, trenes cargados con cadáveres cruzaban la nueva frontera con el Pakistán y refugiados exhaustos lo abandonaban todo para buscar una nueva vida. No se podía imaginar un comienzo menos propicio para una nación recién nacida.
Sin embargo, seis decenios después, la India que surgió de entre las ruinas del Raj británico es la mayor democracia del mundo, lista, después de años de rápido crecimiento económico, para ocupar su lugar como uno de los gigantes del siglo XXI. Un país cuya supervivencia misma parecía en duda en el momento de su fundación ofrece lecciones impresionantes sobre la creación, contra viento y marea, de una democracia que funciona.
Ningún otro país abarca tan extraordinaria profusión de grupos étnicos, lenguas mutuamente incomprensibles, religiones y usos culturales, además de variaciones de topografía, clima y niveles de desarrollo económico. En 1947, los dirigentes de la India se encontraban ante un país con un millón de muertos, 13 millones de desplazados, daños en las propiedades que ascendían a miles de millones de rupias y las heridas aún sangrantes de una violencia sectaria. En vista de la situación y de las dificultades para administrar el nuevo país, integrar los «Estados principescos» en la Unión India y reorganizar las fuerzas armadas divididas, se les podría haber perdonado que hubieran pedido poderes dictatoriales.
Pero la India sacó fuerzas de sus mayores flaquezas. Al lema de los Estados Unidos «E Pluribus Unum» la India sólo podía oponer «E Pluribus Pluribum». En lugar de suprimir su diversidad en nombre de la unidad nacional, la India reconoció su pluralismo en sus disposiciones institucionales: todos los grupos, credos, gustos e ideologías sobreviven y compiten por su lugar al sol.
No siempre ha sido fácil. La India ha sufrido conflictos de castas, choques por los derechos de los diferentes grupos lingüísticos, disturbios religiosos (principalmente entre hindúes y musulmanes) y amenazas separatistas. Pese a los muchos tirones y tiranteces, la India ha seguido siendo una democracia libre y multipartidista… corrupta e ineficiente tal vez, pero, aun así, llena de vitalidad.
Contribuyó a ello que los padres fundadores de la India, desde Mahatmas Gandhi en adelante, fueran demócratas convencidos. El primero que ocupó el cargo de Primer Ministro y durante más tiempo, Jawaharlal Nehru, dedicó toda su carrera política a inculcar a su pueblo los hábitos democráticos: desdén de los dictadores, respeto de los procedimientos parlamentarios y fe inalterable en el sistema constitucional.
Como Primer Ministro, Nehru mimó las incipientes instituciones democráticas mostrándoles respeto e incluso deferencia. Por ejemplo, en una ocasión en que criticó en público a un juez, el día siguiente se disculpó y escribió una carta muy sentida al Presidente del Tribunal Supremo de la India. Aunque nunca hubo un aspirante con posibilidades de desbancarlo del poder, Nehru nunca olvidó que debía éste al pueblo de la India, para el cual estuvo siempre asombrosamente asequible.
Con su ejemplo personal, los valores democráticos llegaron a estar tan asentados, que, cuando en 1975 su hija, Indira Gandhi, suspendió durante 21 meses las libertades de la India con el estado de excepción, se sintió obligada a recurrir de nuevo al pueblo indio para justificarse. Como había asimilado el más importante de los valores de su padre, convocó elecciones libres, que perdió por mayoría abrumadora.
Aunque la política no es inmune precisamente al recurso al sectarismo, su pueblo ha llegado a aceptar la idea de la India como un país que abarca muchas diferencias de casta, credo, color, cultura, cocina, convicciones, vestimenta y costumbres, sin por ello dejar de agruparse en torno a un consenso democrático. La esencia de dicho consenso es el sencillo principio de que no hay por qué estar de acuerdo todo el tiempo… excepto sobre las normas básicas que rigen el derecho a discrepar. La India ha sobrevivido a todas las amenazas que ha sufrido durante sesenta años, porque ha mantenido un consenso sobre cómo arreglárselas sin consenso.
Por ejemplo, la India permite que todas las religiones florezcan, al tiempo que vela por que ninguna de ellas reciba privilegios del Estado. De esa actitud forma parte la concesión de derechos grupales, conforme a la cual los musulmanes se rigen por su propio «derecho de las personas», distinto del código civil común. Si los Estados Unidos son una «amalgama de gentes de diversas procedencias» la India es un thali , una selección de platos suntuosos en diferentes escudillas. Cada uno de ellos tiene un sabor diferente y no necesariamente se mezcla con el contiguo, pero todos corresponden al mismo plato.
Ya nadie habla en serio del peligro de desintegración. Los movimientos separatistas en lugares remotos como Tamil Nadu y Mizoram han sido desactivados pacíficamente mediante una fórmula sencilla: los secesionistas del pasado pasan a ser los ministros principales (el equivalente de los gobernadores de provincia o de estado) del presente y los futuros dirigentes de la oposición.
Además, la democracia en la India no es un interés de las minorías selectas, sino que importa más que a nadie a las masas desfavorecidas. Mientras que en los Estados Unidos una mayoría de los pobres no votan (la participación electoral en Harlem fue del 23 por ciento en las últimas elecciones presidenciales), en la India los pobres acuden a votar en gran número.
A consecuencia de ello, el potencial explosivo de la división en castas ha sido encauzado también mediante el voto en las urnas y los más bajos de los bajos ocupan altos cargos. Una «intocable», Mayawati, ha gobernado el estado más poblado de la India, Uttar Pradesh, como Ministra Principal en tres ocasiones y ahora goza de una sólida mayoría.
Más en general, la lógica del mercado electoral hace que ninguna comunidad en particular pueda dominar a las demás. Hace tres años, en la India, país que tiene el 81 por ciento de la población de religión hindú, una dirigente política de religión católica (Sonia Gandhi) cedió el poder a un sij (Manmohan Singh), a quien tomó juramento un musulmán (el Presidente Abdul Kalam). En cambio, la democracia más antigua del mundo, los Estados Unidos, aún no ha elegido Presidente a nadie que no fuera blanco, varón y cristiano.
La democracia ha sido el sostén de una India que salvaguarda el espacio común disponible para cada una de las identidades. Esa idea ha unido a un país que, según muchos, no iba a sobrevivir, por lo que su sexagésimo cumpleaños es digno de celebración.