Valencia es una ciudad excesiva vista desde cualquiera de los puntos cardinales. Sus fiestas más conocidas, ya lo saben ustedes, glorifican un barroquismo sin límites. Con la desmesura como bandera, la ciudad es capaz de quemar en fallas el capital del que carece para pavimentar sus calles, remozar las fachadas o adecentar un paisaje urbano cada día más agresivo. Ahora, ante la visita del ciudadano Joseph Ratzinger, las instituciones han cumplido con lo que se esperaba de ellas ante el evento.
Unos 12.000 agentes de las fuerzas de seguridad se han desplegado durante este fin de semana. Casi 10.000 urinarios portátiles decoran las calles desde hace unos 15 días. Otras 10.000 banderolas vaticanas engalanan los balcones. Tres mil fuentes garantizan el «agua para todos». Un volteo de campanas de más de una hora de duración, simultáneo en más de 20 iglesias, ha saludado la llegada del jefe del Estado vaticano a la más ruidosa de las ciudades mediterráneas.
Más de 6.000 flores blancas y amarillas han ornamentado el altar desde donde el Papa ha bendecido la ciudad de Blasco Ibáñez. Más de 300 obispos y otros tantos sacerdotes, y más de 100 cardenales y 12 miembros de la familia real española lo han acompañado. Unas 70.000 sillas de plástico han acomodado a los feligreses de general. Una clase política que está acostumbrada a la apariencia del cartón piedra ha acogido el sarao con honda y real satisfacción.
En el corazón de esta borrachera celebrativa por la visita del jefe de la antigua Inquisición, sucedió en Valencia el peor de los accidentes de metro de la historia de España. El balance provisional es de 42 muertos y otros casi 40 heridos. El arzobispo de Valencia, en un ataque de pasajera lucidez, se preguntaba dónde estaba Dios en aquellos momentos del trágico accidente. «Qui pregunta, ja respon», canta Raimon, nuestro especialista en gritos metafísicos de carácter civil.
Ciudades como Torrent o Paiporta y Picanya han quedado mutiladas para siempre. Algunos de sus hijos trabajadores viajaban en el metro de la desesperación. Un metro –el viejo trenet– que, para nosotros, es algo más que el medio de conexión de los pueblos y nuestra capital teórica. Sin él no se entiende esta comarca de origen rural y destino suburbano. La clase política autóctona ha hecho un alto en su frivolidad y se ha sumado por un par de días al llanto de sus conciudadanos. Pero con algunas víctimas aún sin sepultar, nuestros representantes se han lanzado al peor de los espectáculos: la utilización de las lágrimas ajenas como combustible político.
EL GOBIERNO autónomo despeja sus responsabilidades en forma de beneficencia para las víctimas. La oposición las exige y, en redundante manifestación de desmesura, el portavoz del PP acepta la creación de una comisión de investigación en las Cortes Valencianas, siempre que comparezcan «los responsables socialistas, el presidente del Gobierno, el ministro, el consejero y todos los que haga falta», en referencia al partido gobernante hace 20 años, cuando se construyó esta línea de metro.
La demagogia de brocha gorda se impone como discurso entre los aprendices de Maquiavelo. «Los estados son legítimos en la medida en que solucionan los problemas básicos de los ciudadanos», ha escrito recientemente Manuel Castells. Nuestro sociólogo de cabecera da por supuesto un axioma que no es tal. Me refiero, naturalmente, a los «problemas básicos de los ciudadanos». Los de aquellos que iban en el metro el pasado lunes tienen poco o nada que ver con los de sus señorías, cada día más alejadas de una realidad que impugna sus intereses, atrincherados detrás de sus siglas y del ciclo macroeconómico.
El miedo no puede ser el mensaje en esta sociedad del riesgo permanente. Por ello es imprescindible recobrar la fe en las instituciones. Una democracia de calidad exige el control político: algo más que el derecho al voto. Necesitamos creer que nuestras Cortes demostrarán, como asegura el Gobierno, que se trató de «un fallo humano». Sea de quien sea, por supuesto. No necesitamos un debate moral, sino uno claramente político.
Hace años que Valencia se convirtió en un plató que haría las delicias de los viejos situacionistas. Pero, por un día, la clase política tendría que abandonar sus posiciones virtuales y bajar a la prosaica realidad. Aun al precio de constatar que, mientras ellos discuten si debe dimitir algún jefe de servicio o no, la vida continúa en los túneles y en los andenes. Una vida amputada a pesar de las apariencias papales que han anegado durante el fin de semana Valencia, última capital de la Segunda República española, derrotada y sometida.