Era invierno. Me habían invitado a participar en una especie de seminario en torno al tema «Sexualidad mujeres y religión». Yo iba en representación de la fe protestante y se me había pedido que interviniera, junto con una budista, una judía, una musulmana y una católica, en una mesa redonda que trataría de los diferentes puntos de vista que pudiéramos tener en torno al tema motivo de dicho seminario.
Lo cierto es que fue un éxito rotundo, tanto por lo que respecta al tema como por el interés que suscitó y la capacidad de convocatoria que generó, incluso de parte de autoridades ciudadanas de la comunidad autónoma a la que pertenezco.
Pero no quiero hablar del éxito o de la resonancia que un tema así pudiera tener en mi entorno ciudadano, ni siquiera del hecho de que un gran número de personas pudieran escuchar, tal vez por primera vez, algo de lo que pensamos los y las protestantes -al menos algunos y algunas- y caer en la cuenta de que nosotros también existimos, a pesar de todo. No, a mí me gustaría referirme a un episodio que consiguió que pasara de la incredulidad a la duda, de la duda a la reflexión, y de la reflexión a la confirmación.
Cuando todo acabó me dirigí a la estación de tren -ese encuentro se realizaba en una ciudad que no era la mía- con el fin de volver a casa. Lo cierto es que volvía satisfecha de cómo había ido todo y reflexionaba sobre la utilidad de encuentros parecidos entre «los nuestros». No había comido nada, así que como aún faltaba más de media hora para que saliera mi tren, me senté en la cafetería para tomar algo y hacer tiempo. Entonces llegaron ellas: Malka y Yaratulah. Mis compañeras de mesa, judía y musulmana respectivamente, se reunieron conmigo en esa cafetería porque ellas también volvian en tren a Barcelona. Pidieron algo de comer -nada de cerdo, por supuesto- y comenzamos a compartir tradiciones, textos, impresiones, interpretaciones?? de nuestras respectivas formas de entender la trascendencia.
El altavoz anunció nuestro tren y nos dirigimos juntas al andén que tocaba. Seguíamos hablando y hablando y, de pronto, Malka, la compañera judía dijo: ¿Os habéis dado cuenta de que aquí estamos tres hijas de Abraham hablando y compartiendo tranquilamente nuestras experiencias de Dios y con Dios y no nos hemos peleado? Compartimos juntas ese viaje a Barcelona, seguimos hablando y compartiendo, y cuando nos separamos para dirigirnos cada una a nuestra casa yo pensé: Es cierto, las tres somos hijas de Abraham y las tres representamos tres formas diferentes de entender y de sentir la casa de nuestro padre; entre nosotras no ha habido, en ningún momento, faltas de respeto, ni descalificaciones, ni el más mínimo atisbo de conflicto, ¿Cómo es eso?
Después me he ido haciendo otras preguntas que giran en torno a ese encuentro: ¿Acaso el padre común ha repudiado a algunos de sus miembros para acoger de forma exclusiva a otros? ¿Por qué la raíz común de la tres grandes religiones monoteístas es en este momento tan irreconocible? ¿Si nuestro padre es el mismo, Abraham, por qué no somos capaces de acabar con todos los conflictos y sufrimientos que la lucha entre esas tres grandes religiones generan? No consigo entenderlo. A lo mejor, la causa está en que tenemos miedo de conocernos, porque cuando conoces a las personas que piensan, sienten y creen algo diferente a lo que tú crees y compruebas que sus motivaciones, sus sueños, sus luchas, sus expectativas?? coinciden con las tuyas pierdes el miedo para dar paso a la complicidad y a la cooperación para que esa irreconocible raíz común pueda volver a ser reconocida y valorada en su justa medida.