La vieja crisis de las pateras, esos frágiles barcos que cruzaban el estrecho, ha dado paso en el último año a la crisis de los cayucos. El fenómeno no es nuevo, simplemente ha cambiado su lugar de origen, la intensidad y por desgracia, la magnitud de la tragedia: se habla al menos de 3.000 muertos en este año 2006.
Una situación así es fruto de muy diversas causas: la más importante es, desde luego, la falta de perspectivas de un futuro mejor en los países de origen, pero es también importante la diferencia de ingresos entre el país de origen y destino.
Las entradas irregulares son una de las características más destacables de la actual oleada migratoria mundial: se calculan 11 millones de migrantes en situación administrativa irregular sólo en los EEUU, el país más duro con las entradas ilegales, y el que más medios destina a ello. Pero la migración es predominantemente irregular en el siglo XXI en Asia, en América Latina, en África o en Europa. Fronteras comunes de miles y miles de kilómetros lo hacen posible, y la carencia de políticas efectivas de gestión de los flujos explican el porqué.
La reacción de los países que reciben a los inmigrantes es, a su vez, diversa. En el caso español ha venido teniendo prioridad lo humanitario: lo primero ha sido alcanzar las embarcaciones, atender de urgencia a los viajeros, que llegan en condiciones extremas, y luego iniciar los procesos establecidos bien de entrega de una orden de expulsión y posterior puesta en libertad, o bien de repatriación, de existir acuerdos en la materia con los países de origen.
El respeto a los derechos humanos implica que no se deberían hacer repatriaciones sin garantías de una acogida digna en el país de origen.
En lo político, hubo críticas del Gobierno canario, nervioso, y del principal partido opositor, hallando un terreno de desgaste fácil. Con algunas propuestas chocantes ?prohibir la regularizaciones por ley, cuando no son sino un mecanismos de reacción a las malas leyes y políticas que hemos tenido- y otras sencillamente inmorales ?no otorgar ayuda al desarrollo a los países que no luchen contra la migración irregular, una propuesta que Aznar ya trasladó a la Unión Europea en 2003, fue ampliamente rechazada.
El Gobierno se puso nervioso y comenzó a endurecer su discurso, dando la razón a sus rivales en lugar de afinar su propia acción. Sin entender que las rutas migratorias son como minas: se descubren, se explotan aceleradamente y establecidos los mecanismos de control, pasan a dar rendimientos mínimos en cuestión de meses.
Resulta obvio que crisis como ésta no las corrigen las leyes: hay que saber llevarlas sin perder el Norte de que nuestra condición de país civilizado nos obliga a anteponer los derechos y a evitar las muertes por encima de cualquier otra consideración.
Lo que no es cuestión de meses sino de décadas es una apuesta decidida por el desarrollo de África, que requiere esfuerzos notables de la Comunidad Internacional, y sobre todo, acompañamiento y apoyo a los procesos de puesta en marcha o reconstrucción de los estados de aquellos países. Los ajustes del Fondo Monetario Internacional de los 80 y 90 cayeron sobre estructuras muy frágiles, y destruyeron su escasa capacidad, y coincidieron con el mantenimiento del interés de las empresas extractivas en el continente, y del poder de decenas de gobernantes sin escrúpulos ni compromiso con sus pueblos. Han sido décadas de desarrollo perdido, con una gran responsabilidad internacional y también con importantes responsabilidades locales.
Y ello exige seguir apostando por el desarrollo -incluyendo medidas contra la deuda y privilegios comerciales e incentivos a la diversificación productiva para la región- y por la cooperación, y no dejarse llevar por el rumor de las encuestas y por la necesidad de ofrecer respuestas de corto plazo a la opinión pública.