La religión más antigua del mundo, la religión de Mesopotamia, que duró desde el cuarto milenio, antes de Cristo, hasta bien entrada nuestra era, perduró tanto tiempo porque sus devotos elaboraron sus convicciones religiosas «en perfecta coherencia con su propia manera de ser, de vivir, de ver y de pensar» (Jean Bottéro). Es decir, aquella religión fue un «hecho cultural» perfectamente integrado en su propia cultura. Y tuvo que ser así. De otra manera, no hubiera durado tantos siglos. Cuando cultura y religión se desajustan, la religión es la que sale perdiendo. Empieza por debilitarse, luego se adultera, se corrompe, se enrarece y termina por desaparecer.
A mí me parece que la coherencia y el ajuste entre religión y cultura es una de las razones que mejor explican la pervivencia, la ifluencia y la vitalidad que tienen, en este momento, religiones como el judaísmo y el islam. El judaísmo, porque ha sabido integrar religión y progreso (económico, científico, tecnológico…). Baste recordar la cantidad de premios Nobel que acumula el judaísmo. El islam, porque ha sabido integrar religión y política, de forma que lo uno es indisociable de lo otro, al menos en todos los países en los que el Estado tiene una identidad confesional.
El genio del cristianismo está en que, en su inspiración original, fue un «fenómeno contra-cultural», de forma que el Evangelio y su inspirador genial, Jesús de Nazaret, entró en conflicto con la religión de su pueblo y de su tiempo. Y bien sabemos que allí se produjo un conflicto tan serio, tan grave y tan profundo, que el final resultó trágico. Porque la religión mató a Jesús. Es decir, el genio del cristianismo terminó en tragedia. Así las cosas, cualquiera entiende que la co-existencia de genio y tragedia no podía perdurar por mucho tiempo.
Y, como era de esperar, la Religión le pudo al Evangelio. Con lo cual quiero decir que el cristianismo terminó por integrarse en el Imperio. Y así se puso en marcha, lenta, creciente y siempre cuesta arriba, el conflicto entre el «genio» y la «tragedia» del cristianismo. El genio es conocido: la identificación de Jesús con todo lo que en este mundo es sufrimiento, pobreza, humillación y miseria. La tragedia es algo que sabemos, pero en lo que no queremos pensar: me refiero al hecho sobrecogedor de que el Evangelio de los pobres y los últimos se ha «inculturado» en los países que económicamente y políticamente son los más poderosos del mundo. Al menos, hasta ahora.
Entonces, ¿qué queda como presencia visible de la «memoria de Jesús». Es doloroso decirlo: una Iglesia que quiere, a toda costa, entenderse lo mejor posible con el poder de los países poderosos. Con lo que el genio de Jesús y la tragedia de la Iglesia se palpan cada día con más dolor y más evidencia. Y lo que más da que pensar es que mientras la Iglesia no se identifique con la genialidad de Jesús, sino que se empeñe en seguir apareciendo como esplendor y poder, el «genio» y la «tragedia» del cristianismo se harán cada día más incompatibles. ¿No explica esto, en buena medida, la desorientación en que vivimos tantos cristianos de buena fe, que buscamos una respuesta a nuestros anhelos y no la encontramos?