Hoy podríamos decir del fundamentalismo lo que Marx y Engels afirmaron del comunismo en ‘El manifiesto comunista’ hace algo más de siglo y medio: un nuevo fantasma o, mejor, una nueva realidad recorre el mundo, y no sólo Europa: el fundamentalismo. Y lo hace de manera galopante y sin freno. Es como un huracán que destruye lo más sagrado de las religiones y constituye una amenaza para la convivencia entre los seres humanos, sobre todo cuando desemboca en terrorismo.
‘Fundamentalismo’ es una palabra erudita del ámbito del cristianismo, que define un fenómeno religioso muy concreto, el del pentecostalismo evangélico norteamericano de principios del siglo XX, muy vivo hoy. La palabra ha pasado a otros ámbitos, como sucede con la ‘globalización’, que en origen pertenece al ámbito económico y se emplea en otros contextos. El término ‘fundamentalista’ se aplica a personas creyentes de las distintas religiones, sobre todo a judíos ultra-ortodoxos, a musulmanes integristas y a cristianos tradicionalistas.
El fenómeno fundamentalista suele darse -aunque no exclusivamente- en sistemas rígidos de creencias religiosas que se sustentan, a su vez, en textos revelados, definiciones dogmáticas y magisterios infalibles. Y muy especialmente en las tres religiones monoteístas, que se caracterizan por la creencia en un solo y único dios, considerado universal. Con todo no puede decirse que sea consustancial a ellas. Constituye, más bien, una de sus más graves patologías, después veremos.
Cabe indicar que movimientos y tendencias fundamentalistas se dan también en el hinduismo, el sijismo y el budismo. De ello tenemos varias manifestaciones en las últimas décadas. Hindúes radicales saquearon en 1992 la mezquita Babri Masyad de Ayodhya, construida en 1528 con fondos del emperador mongol Babar. El sijismo demostró su carácter fundamentalista violento con el asesinato de la primera ministra Indira Gandhi en 1984 llevado a cabo por un seguidor de esa religión para vengarse del ataque de las tropas gubernamentales al Templo Dorado de Amritsar. El budismo no está exento de caer en actitudes y prácticas fundamentalistas, como demuestra la violencia empleada por monjes budistas en Sri Lanka, país de mayoría budista cingalesa contra la minoría tamil hindú, que reclamaban la independencia de la zona tamil nororiental.
Tras la independencia de Sri Lanka (antiguo Ceilán), los monjes influyeron para que los primeros gobiernos independientes de Sri Lanka negaran el ejercicio de ciertos derechos de ciudadanía a la minoría tamil. Igualmente sucede en el movimiento tamil, hindú, que cuenta con una organización violenta, acusada de haber asesinado al ministro de Asuntos Exteriores de Sri Lanka, perteneciente a la minoría tamil y contrario a conceder a dicha minoría un territorio independiente responsable del asesinato.
Actualmente el uso del término ‘fundamentalismo’ se ha generalizado más allá del campo religioso y posee una presencia omnímoda. Así se habla del fundamentalismo político, que es la religión monoteísta del ‘imperio’: éste se convierte en ‘absoluto’ y Bush en el ‘deus imperator’, al que se le someten las naciones de la tierra y le rinden culto. Stiglitz habla de ‘fundamentalismo neoliberal’, refiriéndose al Fondo Monetario Internacional, cuya pretensión es presentarse como la interpretación autorizada y única del fenómeno de la globalización. Hay también un fundamentalismo de género, llamado religión del patriarcado, que establece como canon de lo humano los atributos y valores varoniles. Juan Luis Cebrián habla incluso de ‘fundamentalismo democrático’, que consiste en la absolutización e imposición, incluso violenta, de un determinado modelo de democracia, «que se aparta con peligrosa insistencia de los senderos de la duda para revestirse de certezas cada vez más resonantes: mercado, globalización, competencia».
Los diferentes fundamentalismos tienen en común una serie de elementos que enseguida los hacen reconocibles: absolutización de lo relativo; universalización de lo local; generalización de lo particular; elevación de lo que es opinable a la categoría de dogma; simplificación de lo complejo; eternización de lo temporal; reducción de lo múltiple y plural a uno y uniforme. Lo más preocupante del fenómeno fundamentalista no es que esté localizado en grupos extremistas más o menos reconocidos o reconocibles, sino que se encuentra instalado en la cúpula de las distintas instituciones, y muy especialmente de las religiosas.
Y, sin embargo, el fundamentalismo no está vinculado ni directamente ni de manera necesaria a las religiones. Más bien todo lo contrario. La experiencia religiosa auténtica, profunda, radical, está tan alejada del fundamentalismo como de la idolatría. Idólatras y fundamentalistas son dos de los peores enemigos de la religión, de todas las religiones. La experiencia religiosa se caracteriza por la relación gratuita con lo divino, la experiencia del encuentro con la trascendencia en la historia, el respeto al otro, a la otra y el reconocimiento de su dignidad. Las características del fundamentalismo están en las antípodas de la experiencia religiosa. La experiencia que mejor y más auténticamente refleja la vivencia religiosa es la mística, valorada por creyentes y no creyentes. Para Henri Bergson, es la esencia de la religión; para William James, la raíz y el centro de la religión; para Albert Einstein, la más bella emoción del ser humano y la fuerza de la ciencia y del arte.
Es, a su vez, el mejor antídoto contra el fundamentalismo. No conozco ninguna guerra de religión, ninguna manifestación excluyente, ninguna actitud condenatoria para con sus hermanos que tenga su origen en la mística. Todo lo contrario, la mística constituye uno de los lugares privilegiados de la experiencia religiosa, el lugar de encuentro de las religiones y la alternativa al fundamentalismo.
Sin embargo, y contradictoriamente, ha sido en el interior de las religiones donde más se han fomentado las manifestaciones fundamentalistas, las expresiones más dogmáticas, los integrismos, las posiciones más intransigentes y los más ciegos fanatismos, que han desembocado con frecuencia en guerras de religiones. Hoy se habla de choque de civilizaciones (Huntington, Lewis). Históricamente puede hablarse de choque de fundamentalismos religiosos, que con frecuencia han desembocado en atroces conflictos bélicos por mor de las creencias y de la ocupación de espacios de influencia para la expansión e imposición de la propia religión. Esto se ha dado en todas las religiones, pero de manera especial entre las religiones monoteístas, de la que decía Claude Lévi-Strauss que nada había más peligroso para la Humanidad que ellas, y de éstas con las otras religiones.
Hoy el término fundamentalismo se asocia miméticamente y casi de manera instintiva al islam. Decir islam remite derechamente a fundamentalismo y viceversa, hablar de fundamentalismo lleva a la gente a pensar en el islam. Esa asociación está muy presente en el imaginario social y religioso. De ella se hace eco el propio Diccionario de la Real Academia Española, en su 22ª edición, que define el fundamentalismo, en su primera acepción, como «movimiento religioso y político de masas que pretende restaurar la pureza islámica mediante la aplicación estricta de la ley coránica a la vida social».
Sólo en su segunda acepción lo vincula con Estados Unidos al definirlo como «creencia religiosa basada en una interpretación literal de la Biblia surgida en Norteamérica e coincidencia con la I Guerra Mundial». La tercera acepción es «exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida». Aquí el orden de factores sí altera el producto.