FRANCISCO JAVIER, EL DIVINO IMPACIENTE. Javier Morán

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Tranquilo está resultando el primer aniversario del pontificado de Benedicto XVI. Lo más sorprendente de este año cumplido es que se multiplican los mensajes de expectación y esperanza sobre el paso de Ratzinger por la cátedra de San Pedro.

La estrella del disenso católico, Hans Küng, así lo manifiesta. Küng ha comprobado que ninguno de los problemas de la Iglesia ha dejado de pasar por la cabeza del que fuera su colega teólogo. Pero nos tememos que estos ánimos que el Papa recibe del ala progresista ponga de uñas a los conservadores. En términos prácticos, Benedicto XVI cumple la costumbre de todo párroco alemán: el primer año no toca nada o muy poco. Aunque el aniversario de su elección ya esté consumado, el pontificado comenzará, en términos de gobierno, el día del gran relevo: la aceptación del retiro del secretario de Estado, el cardenal Angelo Sodano, hacedor de buena parte de la actual curia.

Hasta que ello suceda, vayamos a otras efemérides, las jesuíticas, concretamente. Este año 2006 se cumple el 450 aniversario de la muerte de San Ignacio de Loyola y el 500 del nacimiento de San Francisco Javier y del beato Pedro Fabro.

Fabro es materia de especialistas en jesuitismo y el de Loyola está muy visto, de manera que vamos con Francisco Javier, que aún siendo personaje reverenciado durante siglos en esta piel de toro, con una devoción popular máxima, resulta ser el misionero que se encontró de lleno con las dificultades del acercamiento entre culturas y religiones y que dejó planteadas cuestiones que llegan hasta el presente.

Para entendernos, quinientos años después de Javier, las cosas están como él las dejó en términos de diálogo interreligioso. Mientras que con su brazo derecho -seccionado de su cuerpo para ser llevado a Roma- llegaba a bautizar a diez mil conversos al mes, el divino impaciente le daba vueltas en la cabeza a su empresa más compleja: la entrada en Japón.

En el país del Sol Naciente bautizó mil almas en dos años. En el presente hay 400.000 católicos en un Japón con 127 millones de habitantes. La cifra está estancada desde hace lustros, además de ser minúscula, probablemente a causa de repetidas y cruentas persecuciones del siglo XVI al XIX.

Sin embargo, los números son aquí menos importantes que el método intuido por Francisco Javier para penetrar en Japón, país al que llega el 15 agosto de 1549. Desde 1546, el navarro venía meditando sobre las cuestiones niponas. Ese año le encarga al capitán Jorge Álvares un informe sobre lo que conoce de Japón gracias a sus escalas junto a los comerciantes portugueses. Francisco Javier le da mil vueltas a aquel rudimentario estudio antropológico y dialoga sobre él con su autor y con el samurái Angiro. Llega a una conclusión inicial, una hipótesis: el pueblo japonés posee una gran racionalidad y capacidad de abstracción.

«Huelgan mucho de oír cosas de Dios, principalmente cuando las entienden», dirá al poco tiempo de llegar a Japón. De ese dato deducirá el misionero que unas gentes así han de tener grandes universidades y centros religiosos. En efecto, describirá que en Kioto se ha encontrado «una universidad que tiene dentro cinco colegios principales y más de 200 casas de bonzos». Javier acudirá a varios de esos grandes monasterios por todo el país, que él describe aplicándoles la plantilla de la Universidad de París, donde había estudiado. En ellos entablará discusiones con los bonzos, que le reciben amigablemente.

Los diálogos del navarro con los monjes serán interminables y su tomismo sufre graves tribulaciones. Los bonzos no entienden cómo el infierno es un castigo sin fin al tiempo que el misionero proclama la misericordia de Dios. Es más: los japoneses argumentan muy molestos que sus antepasados estarán en el infierno, ya que no conocieron al Dios cristiano, que es el único camino de salvación, según lo que expone Francisco Javier.

Entonces, el patrono de las misiones tiene que sacar su mejor teodicea natural, aprendida en París: «Vuestros antepasados sabían que matar, hurtar, levantar falso testimonio y obrar contra los otros diez mandamientos estaba mal». A continuación, deduce que «la conciencia del mal y hacer el bien están escritos en el alma de los hombres por el Criador de todas las gentes». Javier anota en sus cartas que sólo hombres muy preparados en lógica, dialéctica y retórica sean enviados a misionar a Japón.

Con estos razonamientos convence a algunos, pero un dato se le cruza en sus esquemas tomistas: siendo tan racionales los bonzos, resulta que cometen un «abominable pecado con los mozos a los que enseñan a leer y a escribir». Ese abominable pecado es la sodomía, la pederastia, que el pueblo japonés admite en sus maestros sin mayor problema. También averigua que las monjas de los monasterios mantienen habituales relaciones sexuales y, de quedar embarazadas, abortan mediante la ingestión de unas hierbas.

La sodomía de los bonzos, el aborto de las hermanas y el rechazo general de los japoneses a que sus antepasados estén confinados en el infierno originan temblores en el tomismo de Javier, pero resiste. No obstante, el temperamento navarro y la ira de Dios le afloran por momentos y en el monasterio de Hakata estalla contra los monjes con una bronca formidable. Pero al terminar su filípica observa que los bonzos le siguen con mirada plácida, mostrando pasmo los unos por la brillante retórica del misionero, y riéndose los otros por la irritación de aquel desconocido que pese a todo les resulta simpático. Semejantes denuncias del misionero en prédicas callejeras acabarán en lluvia de pedradas, por eso seguirá prefiriendo a los bonzos, a los que dedicará todas sus energías.