Es «natural» que las religiones y las Iglesias, a través de sus ministros y autoridades, piensen que su religión o Iglesia es fundamental para la humanidad. Al final, las personas que dedican sus vidas a una religión o a una Iglesia se sienten llamadas por Dios para esta misión. ¿Y qué podría ser más importante que Dios y la fe?
El problema surge cuando dan demasiado valor a su Iglesia, pensando que solamente en su Iglesia o religión se puede conocer a Dios y su voluntad. En otras palabras, piensan que su Iglesia tiene el «monopolio» sobre Dios o que su Iglesia es el criterio máximo para juzgar a otras Iglesias o religiones, como si Dios no pudiese revelarse más allá de su Iglesia. Cuando los miembros de las Iglesias piensan de esta manera, la misión de anunciar a Dios a través del testimonio de su fe termina transformándose, lamentablemente, en la misión de defender a su Iglesia en contra de las otras.
La fe en Dios es una apuesta que nace a partir de una experiencia espiritual (que puede darse dentro de un ambiente religioso o no) y da un sentido último a nuestras vidas. Hasta las cosas pequeñas de la vida adquieren un sentido más profundo a partir de la fe. Por eso es que ella es tan importante y sobresaliente en la vida de una persona que cree. Sólo que esta fe no puede ser vivida de modo individualista, aislado de otras personas. La fe sólo se sustenta en comunidad, compartiendo con otras personas la misma visión del mundo y de la vida. Por eso es que la fe para ser cultivada necesita de doctrinas, ritos, oraciones y normas morales compartidas por un grupo que se reúne en nombre de la misma fe.
Sin estos elementos, que constituyen una religión, las comunidades no logran vivenciar y compartir su fe. Así, muchas veces sin darse cuenta, van de a poco identificando su fe con las doctrinas, ritos y normas morales que las comunidades religiosas e Iglesias van estableciendo para vivir su fe en el transcurrir de la historia.
La Iglesia es útil y necesaria para la vida de la fe, pero no es lo mismo que la fe. Lo más importante es la fe que mueve la vida de las personas en dirección a Dios y las lleva a practicar acciones que mejoran las relaciones entre las personas y a convertir a las sociedades en más justas y humanas. Sin embargo, como la religión tiene un papel importante en la educación de la fe, corremos el riesgo de confundir la fe con la religión y de absolutizar las formas humanas que creamos para expresar nuestra experiencia espiritual y la fe en Dios.
La tendencia y la tentación de todas las Iglesias y religiones es la de absolutizar sus doctrinas, ritos y normas en nombre de Dios. Así, corren un serio riesgo de quedarse más preocupadas por defender sus doctrinas y normas – aunque ellas no sean más comprensibles o realizables – que en escuchar la voz del Espíritu que nos convoca e inspira para vivir y expresar nuestra fe de modo más adecuado a nuestros tiempos y nuevos problemas; que nos convoca a dialogar con miembros de las otras Iglesias cristianas, de otras religiones y con todas las personas de buena voluntad en la búsqueda de soluciones para los graves problemas que afligen a nuestro pueblo.
La tradición bíblica siempre nos enseñó que el Espíritu de Dios sopla y actúa más allá de su Pueblo, más allá de las Iglesias y de las religiones; pues nada puede imponer límites a su amor. El Amor sólo es posible en un ambiente de libertad y de diálogo. Y como nos enseña Pablo, «donde está el Espíritu del Señor, ahí está la libertad» (2Cor 3,17). Donde domina el poder, la voluntad de conquista y la imposición de una única forma de ver a Dios y a la vida, encontramos obediencia y sumisión.
Las Iglesias cristianas de América Latina y el Caribe – en especial la Iglesia Católica que vive el momento especial de la V Conferencia del CELAM – son invocadas por los pobres y oprimidos/as, y por Dios que oye este clamor, a unirse en torno de un objetivo mayor que la defensa y el crecimiento de sus Iglesias: la defensa de la vida – el don mayor que recibimos de Dios – a través de la construcción de estructuras sociales más justas y humanas que liberen a todas las personas de las amenazas del hambre, de la violencia (ver mi artículo anterior en este website, «Lo fundamental y lo secundario en el discurso del Papa Benedicto XVI») y de la humillación.
En la medida en que las Iglesias cristianas dialoguen y se unan alrededor de objetivos como éste, podrán ser reconocidas por todas las personas de buena voluntad como que son realmente testigos y anunciadores del Amor de Dios. Sin embargo, sabemos que esto no es algo fácil de ser alcanzado. La historia del cristianismo en América Latina y el Caribe está cargada de opresiones, resentimientos e incomprensiones. Yo pienso de que es hora que las Iglesias cristianas (especialmente la Católica) pidan y se ofrezcan mutuamente perdón y reconciliación y se unan, no en el mismo rito o normas, sino alrededor de la gran causa del Reino de Dios, de la construcción de nuevas relaciones personales y estructuras económico-social-político-cultural que, como señales del Reino de Dios, permitan una vida digna a todas las personas, pues son todas hijas e hijos de Dios.
Traducción: Daniel Barrantes – barrantes.daniel@gmail.com
* Profesor de postgrado en Ciencias de l Religión de la Universidad Metodista de San Pablo y autor de Sementes de esperança: a fé em un mundo em crise