Organizado por el Colectivo Verapaz se celebró en Madrid el pasado mes de abril un congreso sobre el tema “Espiritualidad y compromiso”. Dicho congreso hace el número catorce de los convocados por este colectivo.
De las diversas partes que integraron su contenido (siguiendo el esquema habitual de ponencias, mesas redondas, etc.) merece señalarse la ponencia de Guillermo Múgica sobre el mismo tema que constituyó el eje del congreso (“Espiritualidad y compromiso”).
La ponencia fue de gran densidad y riqueza, y me limito a transcribir aquí algunas de sus ideas principales, desde mi visión personal a través de una notas subjetivas y más bien fragmentarias.
Es necesario descartar de entrada el concepto de espiritualidad como evasión, como una dimensión alienante de la persona, sino afirmarla más bien como una fuerza que produce un cambo real en nuestros sentimientos, convirtiéndonos y afianzándonos en el perfil de “personas con corazón”, según la bella expresión de Leonardo Boff.
Con un análisis somero podemos percibir la insuficiencia de la razón moderna pera motivar y dinamizar la vida, tanto en su dimensión personal como colectiva, como ha señalado el filósofo Habermas entre otros, insistiendo desde otra perspectiva en la primacía no excluyente del corazón sobre la razón.
La espiritualidad encierra sin duda un contenido social y político, si nos referimos a ella en un sentido más bien general y laico. ¿Es posible ser humanos y comportarnos como tales en un mundo como éste? El ser humano posee sus virtudes y carencias, y una de sus cualidades primordiales y positivas es la responsabilidad, que se conecta muy bien con el contenido y el dinamismo de la espiritualidad.
No debemos atribuir a la fe un carácter “insular” y aislado en un mundo globalizado e interdependiente como es el nuestro, sino más bien integrarla en el tejido de los hilos que mueven a la sociedad y a la persona. Nuestro Dios es un Dios de todos y de todo, que está en el fondo de las cosas.
La espiritualidad verdadera nos anima y ayuda como personas que buscan su plenitud, en el más estricto marco antropológico. A esta espiritualidad se la ha calificado de muy diversas formas: lo que constituye una “pasión ideal”, los motivos y referencias que tenemos para vivir, aquello que nos anima e impregna nuestra vida, los valores que contagiamos…
La espiritualidad se conecta también con lo más hondo del ser humano, con su interioridad, que va más allá de la mera intimidad porque está abierta a distintas dimensiones, de forma muy destacada “la trascendencia en lo inmanente”, según la expresión de Zubiri. Pero no se trata de una trascendencia en sentido abstracto y esencialista, sino de algo que vamos forjando a lo largo de nuestra vida, históricamente, mediante nuestro tejido relacional, no individual sino colectivo.
La espiritualidad posee cierta complejidad y ambigüedad, y debe situarse en el contexto de la mundialización y globalización en las que vivimos, en la crisis actual con toda su gravedad y envergadura, en sus aspectos cultural y humano, en el fenómeno de la secularización…
La espiritualidad es un “modo de vivir”, una propuesta de sentido que podemos elegir como opción libre que fundamenta nuestra vida y que posee derivaciones de orden contemplativo y hasta místico. En esta dinámica se enraiza el compromiso como parte esencial e esa vida, que sin esa orientación se quedaría en palabra vacía y acción estéril.