La asociación « Droits devant » de la que soy copresidente, ocupa desde hace 12 años un local precario cuyo alquiler pagamos cada mes. El propietario busca echarnos por todos los medios. ?ltima amenaza: un nuevo oficial de justicia anuncia su visita a la asociación. Eso no es una buena señal.
Toca zafarrancho de combate. Nos embarga el miedo. La llegada de un oficial significa que nos van a obligar a dejar el local bajo pena de expulsión por la policía.
De pronto la noticia circula de boca en boca. Los sin papeles se la comunican unos a otros. Hay peligro: todo el mundo tiene que venir a la asociación para el momento en que llegue el oficial.
Tres amigos alemanes, de paso por París, quieren acompañarme y ver lo que va a ocurrir.
Los sin papeles, todos africanos, vinieron masivamente. De pie, apretados unos contra otros, ocupan todo el espacio de la asociación. Me cuesta penetrar en el local. Mis amigos se quedan muy impresionados. Ahí está nuestro abogado. Se hace silencio antes de las amenazas de aquél que no tardará en llegar.
Es mediodía. Estoy en el umbral de la puerta. Un hombre desconocido se acerca. Fijo, es él. Lo acojo y le hago pasar. Abrimos paso dentro del grupo compacto de los africanos. En medio de toda la gran sala, me subo a una silla y me dirijo a los sin papeles: «Es extraordinario que estén ustedes aquí. Les admiro mucho por ello. Bravo. » Y, volviéndome hacia el oficial de justicia, le digo: « Todos los sin papeles que ve Vd. han venido para acogerle, así como tres alemanes que están de paso. Estos locales nos son muy útiles, cada día. A pesar de nuestros esfuerzos por buscar, no hemos encontrado otro local. Entonces nos quedamos aquí. »
El oficial me dice: « Lo que me dice me basta. Está bien así. No hay problema » y se marcha precipitadamente.
Yo retomo la palabra. Quedamos aliviados. Pasa un ligero soplo de victoria. Los sin papeles son felices y dan voces. ¡No han venido en vano!