Cuando en algunos foros de iglesias se habla de lo gay y de los gays, sucede como a la inversa, esto es, como cuando en foros gays se habla de iglesias y de eclesiásticos: un ominoso muro que dificulta la visión más allá del prejuicio; la mutua incomprensión, creciente hasta adquirir proporciones abismales, que estorban el progreso de unos hacia otros, en reciprocidad de hermanos a hermanos, recorriendo cada uno su trecho del camino para, juntos, ir a Dios y, en ?l, encontrarse.
Desafortunadamente, esto se repite una y otra vez, sobre todo cuando desde uno u otro lado del tablero (¿será un juego, al fin y al cabo?) nos referimos a la Iglesia Católica, que con su variedad de actitudes y respuestas, no obstante aparece como uniforme en una dirección: la que marca su jerarquía, estruendosa y escandalosamente homofóbica.
Desde actitudes profundamente intolerantes de uno y otro signo se dificulta sobremanera el reencuentro, y un número cada vez mayor de personas gays, desengañadas y extenuadas por culpa del desprecio eclesiástico, optan por la vía intermedia: una vivencia intimista (otra cosa sería íntima) e individualista de la fe, o sea, un Cristo sin Iglesia; lo que en el fondo lleva a una fe descarnada, cuando no desencarnada. Así, jerarquías homofóbicas han dejado perderse a tantos hermanos y hermanas. Es Cristo que pasa, y ellos, responsables eclesiásticos, miran a otro lado.
A la pecaminosa intolerancia homofóbica de tantos dignatarios eclesiásticos sucede, desde el otro lado, una reacción ?por otra parte lógica, de autodefensa- intolerante hacia lo eclesiástico (no hacia lo religioso, ni hacia lo cristiano, que se sigue respetando y abrazando).
Ahora, con el papado Ratzinger y las últimas conquistas gays en derechos fundamentales y de ciudadanía, nos encontramos en el momento crítico de estas relaciones, por mucho que se quiera dulcificar la situación. Iglesia y mundo gay nunca han estado tan trágicamente separados. Pero, al mismo tiempo, nunca han tenido la oportunidad que pueden disfrutar hoy: reencontrarse, para mirar hacia delante, tomando impulso en las fuerzas de la reconciliación. Falta cruzar una leve línea, en un sentido o en otro, para caminar juntos o definitivamente separados.
Algunas Iglesias han captado ya este momento de gracia, y se han declarado inclusivas. Tal es el caso de la Iglesia Episcopal de Estados Unidos, o la Iglesia de la Comunidad Metropolitana, entre otras.
Ahora es el momento, para las iglesias y para los cristianos gays, de recapitular, reconocer los propios aciertos y desaciertos y considerar que ha llegado la hora de caminar los unos hacia los otros, en pie de plena igualdad y sin el lastre de los estigmas, siempre criminales.
Para ello, determinadas iglesias, como la católica, han de hacer examen de conciencia y pedir perdón por su innegable homofobia. También determinados colectivos gays han de examinarse y deponer su prejuicio, no tanto anticristiano cuanto tal vez de un inveterado anticlericalismo, sin sentido, aunque propiciado por la homofobia primera nacida en el seno de algunas iglesias (¿quién tiene la culpa del anticlericalismo? Sin género de duda: el clericalismo).
Tal vez debiéramos volver a leer la parábola del hijo pródigo y el Padre infinitamente bueno (Lc 15, 11-32), sin prefijar maliciosas identificaciones, pues el padre de la parábola, desgraciadamente, no siempre se identifica con las iglesias, ni el hijo rebelde con la comunidad gay. Demasiadas veces han cambiado los papeles. El padre es el Padre, Dios; el hijo pródigo, las iglesias homofóbicas y todos los hijos de Dios, sin distinción.
En esta parábola evangélica se da un camino que ambas partes recorren, hasta reencontrarse y formar nuevamente una familia. ¿Sería esto imposible en las actuales relaciones de ciertas iglesias con la comunidad gay?
En esta parábola hay una fiesta final por el reencuentro y la reconciliación. ¿Qué se opone, hoy día, a la celebración de una fiesta análoga en las relaciones iglesias-gays?
Finalmente, hay unos celos, los del hijo y hermano bienpensante que se cierra a la novedad y gratuidad de la reconciliación, el reencuentro, el respeto. ¿No son los bienpensantes los verdaderos escollos en el camino del amor y apertura?
?Teníamos que hacer fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado??
¿Podremos, un día, iglesias y gays, decir estas mismas palabras? Yo creo que sí. Ahí está el reto. Es Cristo que pasa?? ¿desapercibido? Sin coñas ni ironías: Ambulate in dilectione. Amen.