EN LA PIEL DE LOS JUGADORES. Leonardo Boff

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Koinonia

Sólo quien ha pasado por situaciones semejantes a las de nuestros jugadores de fútbol, puede hacerse una idea de la terrible presión sicológica a la que se ven sometidos. De repente son el foco de todas las atenciones nacionales e internacionales, perseguidos por los periodistas y por los fotógrafos. Corren siempre el riesgo de internalizar la notoriedad como una forma de exigencia: los jugadores se sienten en la obligación de mostrar que la imagen que el público se ha hecho de ellos corresponde a la realidad.
El filósofo Nietzsche se preguntó si podría haber algún burro trágico, y respondió: sí, trágico es el burro que cayó bajo el peso de su carga y que ya no consiguió levantarse más, por el peso de esa carga. Lejos de mí considerar a nuestros jugadores como unos burros (el burro lo sería yo), pero me parece que su situación es semejante al burro de Nietzsche. A partir de ahí se comprenden los temores y las indisposiciones sin causa aparente, que funcionan como verdaderos super egos castradores de su espontaneidad y de su creatividad.
Pero lo peor que puede ocurrir es la identificación entre la persona y la imagen.

Una cosa es la persona, con la conciencia de sus límites y, en el fondo, con la percepción de su fragilidad humana o incluso de su carácter miserable, como se ha visto en algunas celebridades futbolísticas, y otra es la imagen del «rey del fútbol», del «fenómeno» o del «mayor jugador del mundo». ¿Quien puede garantizar la verdad de estas afirmaciones? Sólo Dios mismo, pues nuestras apreciaciones son humanas y, por eso, subjetivas y muchas veces discutibles.

Sabio es el entrenador que les recuerda estas verdades para garantizar la salud psicológica de sus jugadores. Infeliz el jugador que cree y se identifica con tales títulos. Ese está condenado a tener que actuar continuamente de cara a la galería. Sabemos que persona e imagen nunca se recubren totalmente. Si el jugador no es autocrítico, se entabla dentro de él una lucha entre la imagen personal interior y la imagen exaltada que hacen de él. La imagen interior, por ser verdadera, habla más fuerte y quiere hacerse oír. Y si no es escuchada, el jugador acabará siendo castigado al sentirse inseguro y temeroso.

Aquí vienen a cuento los reclamos internalizados que pueden desestructurarlo: ¡Ay de Ronaldo si no consigue ser en cada partido el mejor del mundo…! Enseguida se inventan mil explicaciones. ¡Ay de Ronaldiño Gaúcho si no muestra su juego alegre y endiablado! ¡Infeliz de Robinho si no consigue dar los famosos dribles y no se muestra como un pequeño fantasma incontrolable en el campo! Y así con cada uno de ellos…
¿Cómo salir de este impase? No lo sé. Pero pienso en una salida: el coraje del jugador para ser él mismo, y para asumirse tal como es. Para eso tiene que tener autonomía interior y un diálogo intenso con su yo profundo. Esa actitud libera las energías que lo hacen un jugador excelente, o incluso genial.

Hay todavía una llave secreta que escuché de una joven y excepcional actriz de TV y de cine, sensible al mundo espiritual. Decía: estudio mi papel y me preparo todo lo que puedo; pero cuando entro en escena, voy como quien va a representar para Dios mismo, y lo hago por amor a ?l. Me olvido de las expectativas humanas. A cambio, gano una indescriptible libertad interior. Tal vez los jugadores no tengan semejante intimidad con Dios, aunque se santigüen tan frecuentemente. Pero dedican lo mejor de lo que hacen a los representantes simbólicos de Dios, como son la esposa, la madre, el padre, los hermanos.

La Iglesia antigua llamaba a Dios «ludens», un gran jugador que creó el universo para su propia diversión y nos creó para participar de ella. ¿No sería el fútbol una de las formas?