EL SUE?O DE UN NUEVO CONCILIO. Gilles Routhier (Quebec/Canadá)

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Proconcil

Mientras se multiplican las conmemoraciones del Vaticano II y se abre un nuevo pontificado, muchos sueñan en un próximo concilio. Según ellos, en un momento de aceleración de la historia caracterizado por la rapidez de las comunicaciones, el período histórico de la Iglesia marcado por el Vaticano II estaría a punto de concluirse con la desaparición de los últimos Padres de este concilio. Ahora bien, no se trata simplemente de apelar a un nuevo concilio. Conviene también pensar lo que podría ser un concilio en el tercer milenio. En pocas palabras, para pensar cómo debería ser un concilio en la situación actual, es necesario recurrir a la historia, «maestra de la vida», según Juan XXIII.

En la época en que se inventó la institución conciliar

La historia nos enseña que un concilio no es una institución desligada del conjunto de la vida de la iglesia. Los concilios no aparecen tan sólo en los momentos cruciales de su historia, sino que están relacionados con el conjunto de la vida eclesial. No se puede pensar que los concilios surgieron al margen de las asambleas de obispos que se celebraban tanto en Oriente como en Occidente en los siglos II y III. Así, por ejemplo, los obispos de Asia menor se reunieron para tratar el tema del montanismo; y hubo también concilios en el Ponto, Palestina y Siria, a petición del papa Víctor (193-203), para establecer la fecha de la Pascua, etc. La práctica conciliar arranca, pues, del hecho de que los obispos se reúnen para discernir conjuntamente sobre diversos temas. Recordemos el sínodo de Alejandría y los sínodos de Antioquia (años 268, 324 y 325). En Occidente, hubo también las asambleas de África del Norte, antes y después de Cipriano, y las de Elvira (306) y Arles (314). Esta costumbre de los obispos fue ya considerada como una tradición por el concilio de Nicea. Y la paz constantiniana favoreció la realización de las mismas.

En consecuencia, la conciencia colegial de los obispos, anterior a la época de Constantino, y la conciliaridad fundamental de la iglesia, anterior a la celebración formal de los concilios, representan realidades más profundas que las diversas formas institucionales en las que éstos se han celebrado a lo largo de la historia.

Pero, además, situar a finales del siglo II el comienzo de la institución conciliar supondría no considerar el ?concilio de Jerusalén?? (Hch 15 y Ga 2) como un concilio en sentido propio, cuando, de hecho y desde el período patrístico, éste ha sido considerado como el arquetipo de todos los concilios: la iglesia, en un momento crucial de su desarrollo, cuando inicia la evangelización en un nuevo contexto cultural, es movida a tomar una decisión con el fin de salvaguardar su unidad; y sus dirigentes, entre los cuales Pedro juega un papel importante, se reúnen en asamblea, para tomar, en el Espíritu Santo, una decisión que tendrá carácter obligatorio para la misma iglesia. En consecuencia, tanto el ?concilio de Jerusalén??, como también las primeras asambleas cristianas que designaban a sus ministros, e incluso las que trataban sobre la reconciliación de los penitentes con la iglesia, pueden ser consideradas como formas elementales de la vida conciliar que pronto conocería su expansión.

¿Hay que hablar, pues, del fenómeno conciliar como de algo que se origina en el siglo II por causa de las estructuras políticas de la época y al margen de su raíz eucarística? Si la celebración de un sínodo constituyera una novedad absoluta, ello significaría que el hecho sinodal y conciliar no deriva de la misma naturaleza de la iglesia, sino tan sólo de una coyuntura histórica. Ahora bien, no se trata de oponer el fundamento sacramental de los sínodos a su origen histórico y social. Si se adoptó en la iglesia la forma sinodal, fue porque ésta brota del genio propio de la misma iglesia que, a la vez, la recibe del mundo que habita, en un ?intercambio vivo entre la Iglesia y las diversas culturas?? (Gaudium et Spes 44).

En cuanto a la continuidad entre los sínodos y la vida de la iglesia, basta constatar, en los primeros escritos cristianos, la semejanza entre los términos synaxis, synedrion y synodos. La relación entre sínodo y eucaristía constituye el vínculo más fuerte para adoptar esta perspectiva. Se trata de ver la eucaristía no como un medio de gracia aislado de su relación con la iglesia, sino como la asamblea del pueblo sacerdotal reunida en el Espíritu Santo y a la escucha de la Palabra de Dios. A la vez, los procesos concretos para vivir en la comunión (tales como las cartas de recomendación, de reconciliación, de paz, de deposición, de excomunión o de elección) se relacionan tanto con la comunión eclesial como con la comunión eucarística.

Los primeros sínodos no se ocupan de otra cosa. Así, pues, ?si, en la vida de la iglesia, a la vuelta de los siglos II y III, la convocatoria de los sínodos representa algo externamente nuevo, ello no difiere de los demás instrumentos de comunión anteriores, como son el intercambio de cartas, la hospitalidad dada a los hermanos de las iglesias, el compartir una misma eucaristía, la recepción de las mismas Escrituras canónicas?? (Emmanuel Lanne). Por lo tanto, el sínodo formal se convierte en un medio de expresión de la necesidad de construir, proteger y expresar aquella comunión que constituye el propio ser de la iglesia.

Este lazo entre el sínodo y la salvaguarda de la comunión aparece claramente en el trigésimo séptimo canon apostólico, seguido del canon 5 de Nicea y del canon 20 del Concilio de Antioquia, que prescribe, en una provincia eclesiástica, que se celebren dos sínodos al año, uno de los cuales dentro del tiempo pascual. Por todo ello, podemos hablar de ?conciliaridad primitiva?? (Jean Zizioulas), durante el período anterior a la celebración formal de las asambleas sinodales.

Los concilios ecuménicos y/o generales se inscriben, pues, en una práctica sinodal más amplia, enraizada en la vida de la iglesia del siglo primero y formalizada a partir del siglo tercero, y representan la modalidad más indicada, en ciertos momentos, para conservar las iglesias en la comunión de la una católica. Esta modalidad se convierte, a partir del siglo III, en la más pertinente cuando se toma conciencia de que los problemas no pueden resolverse simplemente en el plano local, sino que requieren concertaciones regionales e, incluso, supraregionales, según la dimensión misma de la oikumenê.

Este rápido panorama es rico en enseñanzas. Ante todo, nos indica que hay distinguir entre la conciliaridad fundamental de la iglesia y las formas institucionales variables que pueden expresarla, lo cual nos permite un espacio de innovación en la tradición conciliar de la iglesia. Así, pues, podemos imaginar nuevas maneras institucionales para vivir la conciliaridad en una forma que corresponda a la situación presente del mundo y de la iglesia. Pero, además, este recorrido muestra claramente la relación entre la actividad conciliar y dos realidades fundamentales: la vida en la comunión (o la unidad de la iglesia) y el encuentro del evangelio con otros ámbitos culturales. Cuando la comunión en la misma fe y la unidad de la iglesia lo requieren, y cuando el evangelio es llevado hacia nuevas fronteras, se impone la celebración formal de un concilio, como momento de discernimiento en común.

Vivir en la comunión

Aunque la frecuencia de los concilios no está determinada por el derecho, su convocatoria está sujeta a la percepción de las situaciones. A menudo los concilios se han reunido cuando algunas cuestiones de gran importancia turbaban la paz de la iglesia y podían poner en peligro su unidad. Su objetivo era entonces apaciguar la conciencia eclesial buscando un consenso entre las diversas posiciones en conflicto. La preocupación por la unidad de la iglesia no se limita, pues, a los concilios de unión, sino que atraviesa toda la historia de los concilios. Así, por ejemplo, ese motivo lo encontramos ya desde el primer concilio ecuménico, en el discurso inaugural de Constantino, quien se muestra sorprendido al constatar las divisiones en la iglesia cuando se ha conseguido la paz y el orden en el imperio. Y exhorta a los padres a examinar conjuntamente las causas de su discordia y a regular pacíficamente los conflictos.

Este motivo de la unidad y de la paz fue retomado por Juan XXIII para describir el objetivo asignado al Vaticano II. Incluso podría hacerse una historia de los concilios a partir de esta perspectiva. De hecho, los concilios que la han ignorado son pocos y se sitúan al margen de la gran tradición conciliar. Desde esta perspectiva, puede decirse que el Vaticano II, aunque no se celebró en un momento en que la unidad de la iglesia estuviera amenazada por la herejía, se sitúa en la gran tradición de los concilios ecuménicos preocupados por la unidad de la iglesia.

Ahora bien, aunque el derecho no prescribe la celebración de un concilio en una fecha fija, sí podemos afirmar que un déficit de vida conciliar contribuye a debilitar la iglesia y puede poner en peligro la comunión.

En el curso de la historia, ha habido dos períodos que han conocido un gran déficit de vida conciliar. En efecto, entre el cuarto concilio de Constantinopla (869- 870), que decretó la deposición de Bocio y constituyó el primer elemento de fractura entre Oriente y Occidente, y el primer concilio de Letrán (1123), pasaron 253 años, un intervalo considerable que no había ocurrido desde Nicea (325). En el curso de este período, y por falta de una comunicación fluida entre los ?dos pulmones?? de la catolicidad, el distanciamiento entre las iglesias de Oriente y las de Occidente fue creciendo hasta culminar en el cisma del año 1054. También entre Trento (1545- 1563) y Vaticano I (1870), se cuentan 307 años, el más largo intervalo en la vida conciliar de la iglesia católica. Durante este período, el catolicismo romano se fue replegando más y más sobre sí mismo, cortando los puentes con las otras tradiciones cristianas, instalándose en una especie de fortaleza frente a la modernidad emergente y evolucionando más y más hacia un gobierno monárquico.

Es de notar que las rupturas más importantes en la historia del cristianismo (el cisma entre Oriente y Occidente y la Reforma) sobrevinieron en ausencia de un concilio y no a continuación de un concilio, como habían sido las divisiones de menor importancia que siguieron a Nicea, Calcedonia, Vaticano I y Vaticano II. La convocatoria de un concilio -es sabido que Trento se abrió casi treinta años después de la ruptura de Lutero y cuando la reforma había ganado ya mucho terrenoquizá habría podido evitarla. De hecho y en el plano histórico, la salvaguarda y la protección de la unidad representan uno de los mayores logros de los concilios.

En el plano teológico, sin afirmar la necesidad de celebrar con frecuencia un concilio, sin embargo mantenemos que la conciliaridad es un elemento constitutivo de la iglesia. En este sentido, la opinión de Joseph de Maistre, que escribía, en 1819: ?¿Por qué un concilio ecuménico cuando la picota es suficiente???, no representa el sentir general de la iglesia católica, incluso después del Vaticano I. Esta opinión, mantenida por la corriente ultramontana del siglo XIX y por los partidarios de una interpretación maximalista del Vaticano I, no llegó jamás a imponerse.

Y a los que creían que los concilios se habían hecho superfluos después del Vaticano I, Mons. Fessler, secretario del mismo concilio, recordaba que el párrafo de la constitución De Ecclesia Christi, que indica las diversas formas de cooperación entre el pontífice romano y los obispos, ?ya sea convocando concilios ecuménicos o sondeando la opinión de la Iglesia extendida por toda la tierra, o bien por medio de sínodos particulares, o a través de otros medios que suministre la Providencia??, constituye una indicación esencial para la interpretación del dogma de la infalibilidad pontificia. Esta opinión fue confirmada por Pío IX un una carta que dirigió al mismo Fessler, subrayando que éste había puesto de relieve el verdadero sentido del dogma de la infalibilidad. En resumen, incluso en el momento en que más se acentuaba la autoridad pontificia, la teología no olvidó la necesidad de una estrecha cooperación entre los obispos y el papa.

Así, pues, aunque no sea deseable la celebración periódica de concilios ecuménicos, y aunque éstos no representan una necesidad absoluta, la historia, y también la teología, nos convencen de su importancia. Nadie puede negar la utilidad de una deliberación en común cuando se trata de encontrar una solución a las cuestiones que agitan la conciencia de los cristianos y que surgen cuando el evangelio debe confrontarse con nuevas culturas. De ahí, sin duda, el llamamiento del cardenal Martini, en la asamblea especial del sínodo de obispos para Europa, a que se halle un medio que permita la libre discusión de ciertas cuestiones importantes que encuentra la iglesia en su camino, a la hora de anunciar el evangelio en un contexto de post-modernidad y de post-cristiandad.

Cuando se trata de pensar en la actualidad de la vida conciliar de la iglesia, deben tenerse en cuenta cuatro elementos importantes: desarrollar una acción que haga crecer la unidad de la iglesia y alimentar su comunión; afrontar conjuntamente y en un contexto de discernimiento espiritual las nuevas cuestiones que plantea el encuentro entre el evangelio y las nuevas culturas; considerar la vida conciliar de la iglesia en el marco de una iglesia de dimensiones mundiales y comprometida en el diálogo ecuménico; disponer de figuras institucionales adecuadas para afrontar unitariamente estos problemas.

Cuando tomamos en su conjunto estos diversos elementos, aparece la complejidad del problema. En efecto, aunque la historia nos da elementos de reflexión, no nos da soluciones concretas a las cuestiones del tiempo presente. Si el Vaticano II representa un tipo particular de concilio dentro de la historia conciliar, no hay duda de que debemos ejercer mucha creatividad si queremos dar un porvenir a la vida conciliar de la iglesia.

Reencontrar nuevos espacios culturales

Puede afirmarse que la celebración de los concilios (ecuménicos, generales o nacionales) está vinculada a menudo al encuentro de la fe cristiana con un nuevo espacio cultural. Eso se manifiesta, por ejemplo, en los concilios de Toledo de la España visigótica o también en los concilios francos o germánicos que han acompañado la formación y el crecimiento de la iglesia en esos grandes espacios culturales. Lo mismo ocurre en el siglo XIX, cuando se celebran concilios en Estados Unidos, Canadá, Australia y varios países de Latinoamérica. A éstos, hay que añadir en el siglo XX, los concilios nacionales de China (1924), Japón (1926), Vietnam (1934), o India (1951). Todos estos ejemplos recuerdan los antiguos concilios, de Asia Menor (siglo II) y de África (siglos III y IV), que acompañaron el anuncio del evangelio y el nacimiento de la iglesia en estas áreas geográficas. También el anuncio del evangelio en situaciones inéditas (áreas culturales distintas o nueva época), ha promovido siempre la celebración de concilios con el fin de descubrir una nueva inteligencia de la fe y una renovación de sus formas de expresión y de prácticas eclesiales.

Desde esta perspectiva, el Vaticano II se inscribe perfectamente en la gran tradición conciliar, ya que se propone como objetivo, no tanto condenar herejías, sino profundizar y presentar la doctrina de manera que responda a las exigencias de nuestra época (Juan XXIII, discurso de apertura del Vaticano II). El concilio es, ante todo, un acto confesante y la confesión de la fe necesita sin cesar una renovación de sus modos de expresarse.

Esta dimensión confesante de los concilios se vincula a una dimensión fundamental de la vida de la iglesia. En el día de Pentecostés, la reunión de numerosos hermanos alrededor de los apóstoles ha sido interpretada como la renovación de la asamblea del desierto en torno a Moisés. La asamblea de Jerusalén del año 49 (Hch 15), tomando como modelo esta asamblea de los ancianos alrededor de Moisés, se presenta como una asamblea confesante y celebrante, asamblea que acoge la Palabra de Dios y proclama su fe. No sorprende que siempre se haya presentado el concilio como una acción litúrgica, a través de la cual se proclama la Palabra de Dios y se profesa la fe de la iglesia. Ni parlamento ni consejo de administración, el concilio se comprende inicialmente como un lugar de tradición, empleándose varios concilios en elaborar los símbolos de la fe de manera que puedan dar testimonio de la fe de la iglesia y expresarla a los hombres siempre nuevos.

A menudo, los concilios han inaugurado sus trabajos recibiendo la profesión de fe de los concilios anteriores y completándola, a tenor de las circunstancias. La misma liturgia conciliar determina que se entronice el libro de las Sagradas Escrituras, significándose con ello que es Cristo mismo quien preside la asamblea, pero también que el concilio presta homenaje a al Buena Nueva transmitida por las Escrituras.

¿Hay en la actualidad un kairos para un nuevo concilio? Si se adopta como criterio el hecho de que los concilios deben permitir un nuevo reencuentro del Evangelio con los mundos nuevos, se impone una nueva práctica de la institución conciliar. Más concretamente, la confesión de la fe común en cada ambiente cultural específico representa hoy día un desafío particular a la iglesia. En América latina, por ejemplo, la asamblea de Medellín quiso expresar la fe a partir de la pobreza y de la opresión experimentada por los cristianos de este subcontinente. Ahí tenemos, pues, el ejemplo de una tradición de la fe arraigada en un espacio humano concreto. La evangelización, en Asia, en contacto con tradiciones religiosas más antiguas que el cristianismo y donde el cristianismo es muy minoritario, pediría un mismo ejercicio. Y podemos añadir incluso que, en occidente, las cosas siguen un rumbo semejante, pues se trata, hoy día, de confesar la fe en un contexto de modernidad y de post-cristiandad. Y no debemos silenciar tampoco los desafíos particulares de África.

Vida conciliar regional

En este contexto y tal como lo hemos descrito, ¿es necesario hoy día pensar en un nuevo concilio ecuménico o favorecer más bien la emergencia de una auténtica vida conciliar en los grandes espacios culturales del mundo con el fin de que estas asambleas confiesen -en comunión de la una católica con las otras iglesias- la fe única, de manera que ésta pueda entenderse en la diversidad de lenguas de nuestro mundo. Esta vida conciliar ?regional?? es, sin duda, lo que más falta hace en la iglesia católica actual. Y, si las asambleas especiales (por continente) del sínodo de los obispos, pudieran contribuir al renacimiento de una tal vida conciliar en el plano regional, debería permitirse una innovación en el plano de las figuras institucionales y pensar que estas grandes reagrupaciones de iglesias pudieran gozar ?de su propia disciplina, de sus propios usos litúrgicos y de su propio patrimonio teológico y espiritual??, tal como lo reconoce el Vaticano II para las antiguas iglesias patriarcales (LG 23).

Dos cuestiones fundamentales subyacen en este reconocimiento: la concepción de la unidad de la iglesia y de la confesión de fe, y la concepción de la tradición. No podemos desarrollar aquí todo lo que eso significa. Digamos simplemente que los diálogos ecuménicos pueden hacernos avanzar hoy día hacia una concepción (teórica y práctica) enriquecida de la unidad, unidad que los concilios tienen la misión de preservar y enriquecer.

Tradición e innovación

En cuanto a la tradición, recordemos simplemente que los concilios hacen constantemente referencia a la tradición, al recibir la Escritura Santa, los símbolos y decretos de los concilios precedentes. Así, a partir de Calcedonia, existe la costumbre, al finalizar el concilio, de aprobar un horos, una especie de declaración por la cual los Padres expresan su profesión de fe y sus decisiones en materia doctrinal. De modo general, este horos final reitera la fidelidad a las decisiones de los concilios anteriores y reafirma la ?fe de siempre??. En uno de sus primeros decretos, Trento recibe el símbolo de Nicea-Constantinopla y los libros santos y las tradiciones de los apóstoles. Claramente, pues, cada concilio quiere inscribir su obra en la continuidad y la tradición.

Con todo, es también muy claro que los concilios realizan una tarea de innovación, respondiendo a los desafíos intelectuales de su tiempo. Eso es verdad para los concilios de la iglesia antigua que no tienen miedo de expresar la fe en formas y conceptos nuevos, tomados de la metafísica pagana (ser, naturaleza, persona, sustancia), porque parecían más aptos para dar cuenta de la fe en unas circunstancias nuevas. Aunque, según el testimonio de Anastasio (De decr. Nic. ad Afr. 5), los Padres habían sido reticentes para con las formulaciones no bíblicas, ante los desarrollos doctrinales de la época tuvieron que decidirse a ir más allá del lenguaje bíblico, sin romper, sin embargo, con la tradición. Esto no constituye un caso único. Incluso el símbolo de Nicea, que el concilio de ?feso había prohibido retocar bajo pena de anatema (decreto VI), conoció desarrollos en el concilio de Calcedonia (451) para hacer frente a las herejías surgidas después de Nicea.

No sólo el nuevo símbolo (Nicea-Constantinopla) contiene añadidos para hacer frente a las nuevas herejías y para dar cabida a las nuevas profundizaciones, sino que constata igualmente algunas omisiones en referencia a los anatemas contra los arrianos, siendo así que el arrianismo había sido ya superado. Aun en este caso, se tiene conciencia de fidelidad a la tradición aportando un sello al símbolo de Nicea.

No sería extraño que actualmente estuviéramos en la misma situación: la de expresar con palabras nuevas la fe de los apóstoles. En este sentido, Juan XXIII tenía una intuición justa cuando decía que la finalidad de un concilio no es repetir más abundantemente aquello que los antiguos ya han dicho, sino presentar a los hombres, siempre nuevos, y en los distintos ámbitos culturales de la humanidad, la fe de los apóstoles.

Una Iglesia de dimensiones mundiales

El Vaticano II representa para la iglesia católica el verdadero paso de una iglesia occidental a una iglesia según las dimensiones del mundo. Este concilio permitió el desarrollo de una nueva conciencia eclesial que tiende a reencontrar su catolicidad. Tras la ruptura entre oriente y occidente (consumada en 1054), hubo que esperar la convocatoria del primer concilio de Letrán (1123) antes de retomar la tradición conciliar interrumpida desde el desgraciado final del cuarto concilio de Constantinopla (869-870). Sin embargo, eso iba a hacerse en un contexto completamente distinto, pues las cristiandades de oriente y de occidente habían ido evolucionando desde entonces de una manera casi autónoma y paralela.

Concilios de occidente

Ya desde la antigüedad, los obispos de Roma tenían la costumbre de reunir en sínodo a los obispos de Italia. Gradualmente estos concilios se extendieron a toda la cristiandad occidental, cuyo patriarca era el obispo de Roma. Es, pues, prolongando estos concilios que se retomó la tradición conciliar en occidente, después de la ruptura. Todos estos concilios se celebraron en occidente, y sus participantes (salvo en el concilio de Lión II y en el de Ferrara-Florencia) fueron casi exclusivamente obispos latinos. La acción del pontífice romano ocupaba, en estos concilios, un papel preponderante. Este ciclo conciliar finaliza probablemente con el Vaticano II pues este concilio es algo muy distinto de un concilio general de occidente, ya que la representación mundial es importante y la palabra de los obispos no occidentales contribuyó en gran manera al desarrollo del pensamiento conciliar, lo cual no siempre ha sido tenido en cuenta. Pensar un concilio en la actualidad no es, pues, simplemente perpetuar la forma conciliar del segundo milenio (concilios generales de occidente), sino imaginar un concilio para una iglesia-mundo.

Particularización y universalidad

Hay que preguntarse, pues, nuevamente lo que significa para la iglesia ser ?católica??. Dos exigencias están vinculadas con la catolicidad: una exigencia de particularización y una exigencia de universalidad. La iglesia debe ser de todos los lugares y el evangelio debe ser escuchado en todas las lenguas, pero la iglesia que es de un lugar debe estar abierta a la vida de las iglesias de todas las naciones y vivir en comunión con ellas.

La experiencia todavía reciente del sínodo de los obispos ha mostrado los límites evidentes de esta institución sinodal, y varios coinciden hoy día sobre el hecho de que debe ser reformada, reforma que fue también un voto expresado por los Padres del sínodo de 2001 sobre el episcopado. La principal aportación de este sínodo, aunque todavía está lejos de ser tenida en cuenta, va en la línea de una serie de asambleas especiales para cada uno de los continentes. Por medio de estos encuentros, la iglesia católica está seguramente en el camino de retomar conciencia, al inicio del tercer milenio, de la importancia de las ?iglesias regionales?? o agrupaciones de iglesias pertenecientes a una misma área cultural, agrupaciones análogas a las iglesias patriarcales de la antigüedad.

De relación binaria a figura multipolar

Nada impide actualmente que, sobre la base de una actividad sinodal sostenida, estas iglesias puedan un día beneficiarse, como lo había proyectado ya el Vaticano II, de una disciplina propia, de un ordenamiento litúrgico particular y de un patrimonio teológico y espiritual que les sea específico. Se saldría entonces de una relación binaria papa-concilio, en que se sitúan cara a cara estas instancias reguladoras de la unidad, para reencontrarse en una forma triádica o en una figura multipolar de la iglesia, en la que se equilibrarían los diversos elementos reguladores y portadores de la unidad y de la catolicidad de la iglesia. Esta figura multipolar está sin duda más cerca de la forma de pentarquía a la que se refería el canon cinco del concilio de Letrán y asimismo conservada en Oriente. Con ella, no solamente se saldría de este binomio paralizante (papa-concilio, como si se tratara de dos sujetos de pleno poder en la iglesia), sino que se pasaría también más decididamente a un régimen de intercambios de dones entre las iglesias, al cual invita el concilio Vaticano II.

La tradición de los concilios generales de occidente del segundo milenio corresponde a un período concreto de la historia de la iglesia católica, un momento sin duda ya dejado atrás con la celebración del Vaticano II. En la actualidad hay que pensar en una vida conciliar para una iglesia de dimensiones mundiales. El Vaticano II ha sido probablemente un concilio de transición, en el sentido de que ha superado la tradición conciliar del segundo milenio, abriendo nuevas posibilidades pero sin llegar a formalizarlas del todo. En cierto sentido, nos ha mostrado que la vida conciliar de la iglesia puede exigir nuevas figuras sinodales, pero éste es un trabajo por hacer.

Algunas prácticas adaptadas al momento presente

Si la conciliaridad fundamental de la iglesia halló diversos modos de expresión a lo largo de los siglos, podemos imaginar que es capaz de hacerlo hoy día a través de nuevas formas institucionales, en la medida que lo exija la situación de la misma iglesia, cuyas fronteras actuales van mucho más allá de la ecumene del Imperio romano.

Un mundo marcado por la democracia

Además del trabajo que supone pensar una forma institucional adaptada a la confesión de fe en las diversas situaciones culturales y asegurar la comunión de una iglesia de dimensiones mundiales, hay todo un trabajo a hacer en el plano de las formas de gobierno y de los reglamentos de los debates. Hemos visto más arriba que los concilios tomaron mucho de las diversas culturas en las que apareció la institución sinodal. Los procedimientos de elección, de deliberación, de voto, de enmiendas, etc., se parecen en conjunto a los procedimientos usuales en las asambleas parlamentarias.

Todas estas semejanzas no hacen de la institución sinodal un calco de nuestros parlamentos, ya que la discusión conciliar está regida por otras reglas: la soberanía de la Palabra de Dios entronizada en el corazón de la asamblea, la búsqueda del consenso en la fe, etc. El concilio es, ante todo, un acto de tradición y de comunión. Queda, con todo, la cuestión actual: qué significa celebrar un concilio en un mundo marcado por la democracia (con todos sus matices). No hay duda de que, aun preservando el carácter irreducible propio del gobierno eclesial, una práctica conciliar renovada tomará ciertos procedimientos desarrollados en la esfera política, tal como se hizo en los primeros siglos.

Es oportuno recordar que ?la iglesia, que ha conocido en el curso de los tiempos condiciones variadas de existencia, ha utilizado los recursos de las diversas culturas para difundir y exponer en su predicación el mensaje de Cristo a todas las naciones?? (GS 58) puede todavía hoy sacar provecho o recibir de las culturas (GS 44) preciosas indicaciones sobre las variadas formas institucionales para renovar la vida conciliar. No se trata de querer hacer de la iglesia una democracia; en eso hay consenso. El debate se da principalmente en lo que significa para la iglesia el hecho de vivir en un mundo marcado por la democracia. En todo caso, hay que ponerse la cuestión de la plausibilidad de una figura institucional que actualice en nuestra época el genio sinodal de la iglesia.

Los medios de comunicación

En este capítulo, me contentaré con exponer dos indicaciones. El Vaticano II marca un momento de ruptura en la tradición conciliar poniendo en juego un nuevo actor: los medios de comunicación. Ciertamente, el fenómeno apareció ya en el Vaticano I, aunque en una proporción muy distinta. En el Vaticano II, los fieles, a través de los medios, se implicaron en el debate conciliar de una manera nueva. Hacían valer sus esperanzas, manifestaban sus reacciones, eran testigos de los debates y recibían las decisiones conciliares a través de intermediarios. Desde entonces, no se puede ya pensar el concilio como una asamblea a puerta cerrada donde todo ocurre en secreto. Más aún, no puede pensarse el concilio como una asamblea deliberante de obispos aislados de su iglesia. Eso suscita el tema de la articulación obispo-Ecclesia en el concilio. Lo que se observa en el segundo siglo en Asia y en el tercer siglo en África, pronto será la regla en los concilios y sínodos españoles, francos e ingleses de los siglos siguientes.

Los laicos

Dejando aparte la presencia de la autoridad secular, y la de los clérigos y laicos como consejeros de los obispos, se constata la presencia de los laicos que participan, a su nivel, en los trabajos de los concilios. Congar precisa ?que los laicos asistían de pie, sin ser admitidos a deliberar, pero sí para aportar sus quejas, informaciones y testimonios; y después de la lectura de los cánones, respondían en coro Amén.?? Con todo, hallamos suficientes casos en que los nombres de laicos o de clérigos se añaden a la firma de los obispos. En todo caso, lo cierto es que la participación de los laicos en el gobierno de la iglesia, por específica que haya sido en relación con la de los pastores, es un dato de la tradición. No hubo, pues, escisión entre los pastores y la Ecclesia ya que, desde arriba y desde abajo, la iglesia entera participaba y debía manifestarse en los sínodos y en los concilios. El régimen concreto de la iglesia no es un régimen de decisión solitaria y, aunque los laicos no participan en un concilio como jueces de la fe, sí tienen un papel de consejo y de información, un papel de consentimiento y de difusión. También en este punto el Vaticano II, al abrir la puerta a la participación de auditores laicos, ha mostrado el camino.

Interacción entre asambleas

Eso nos remite directamente a otra cuestión: la articulación entre el concilio ecuménico, los concilios plenarios, los sínodos provinciales, las asambleas continentales, etc. En el pasado, hallamos numerosas interacciones entre estas diversas asambleas. La relación que se construye entre estas diversas formas de asamblea no va del concilio ecuménico a los concilios provinciales o a los sínodos diocesanos, como se podría creer. De hecho, numerosos decretos encuentran una primera elaboración en los concilios generales, provinciales o locales y, a menudo, las cuestiones tratadas en los sínodos provinciales o generales (excomunión, herejía, reconciliación con la iglesia, etc.) son semejantes a los tratados a otro nivel. En suma, nos hallamos más bien ante un conjunto complejo, en el que los sínodos locales unas veces son el punto de partida y otras el final.

A menudo, hoy día se invoca la necesidad de un concilio ecuménico. Quizás éste es un reflejo típicamente católico y que se basa en un ethos particular, forjado por siglos de centralismo, que lleva a pensar que todos los problemas pueden solucionarse en el plano universal. Ahora bien, si se quiere superar esta cultura particular, hay que ir urgentemente más allá de los estrechos cauces impuestos por el documento sobre los sínodos diocesanos del año 1997. Es necesario hoy día promover una vida sinodal en todos los niveles de la iglesia si no se quiere que los problemas se acumulen de forma insuperable. El éxito de un nuevo concilio ecuménico (o general) pasa por una reviviscencia de la sinodalidad en los planos regional (continental), nacional (concilio plenario), de la provincia eclesiástica (concilio provincial) y de diócesis (sínodo diocesano). De lo contrario, seguimos prisioneros de una visión centralizadora del gobierno de la iglesia y se espera todo de un nuevo concilio mientras que las ideas deben madurar en las asambleas locales, ya que todas las cuestiones, aunque deben considerarse en la comunión de las iglesias, no deben resolverse necesariamente en el plano de la iglesia entera. Lo que importa hoy día es rehacer los hilos entre el concilio ecuménico y las demás asambleas que expresan la sinodalidad.

Tradicionalmente, el lazo entre el obispo y su iglesia ha sido tan fuerte que sólo tardíamente, y tras muchas vacilaciones, se consintió en convocar al concilio a los obispos titulares, es decir, obispos que no tenían realmente a su cargo una iglesia concreta. El Codex de 1917 preveía que ?podían ser convocados??. Sólo tras madura reflexión, tanto en el Vaticano I como en el Vaticano II fueron convocados. Eso es un testimonio más en favor del vínculo entre obispo e iglesia en el concilio. De manera general, la norma quiere que tomen parte en un concilio todos los obispos que tienen una diócesis a su cargo. Sin embargo, en el curso de los nueve primeros siglos, sólo se convocaba a los arzobispos, aunque estos metropolitanos debían llevar consigo un cierto número de sufragáneos. Más adelante, se amplió la convocatoria a los abades y prelados que tenían una jurisdicción quasi- episcopal y a los abades generales o a los superiores generales de órdenes religiosas clericales. Es posible imaginar que un concilio no reúna en adelante más que a los obispos que son efectivamente cabezas de una iglesia.

Sobre este fondo histórico, hay que poner hoy día la cuestión de la articulación entre obispo e iglesia en el concilio (también en el sínodo de los obispos) y de la participación en estas asambleas de los obispos titulares que acaban por desempeñar una función desproporcionada.

Conclusión

La iglesia, ante las nuevas necesidades que se presentaron en los primeros siglos, imaginó formas institucionales que permitían tratar cuestiones más amplias que las que podían ser juzgadas por un obispo rodeado de su presbiterado local y en presencia de todo su pueblo. También hoy la misma iglesia puede inventar nuevas formas conciliares que permitan expresar su conciliaridad fundamental.

A lo largo de los veinte siglos de su historia, la celebración de los concilios ha sido para la iglesia la ocasión más eminente de dar testimonio del evangelio y de explicitarlo de manera adaptada a las más diversas situaciones históricas y culturales. Los concilios no sólo han permitido a la iglesia permanecer en contacto con el evangelio y las situaciones históricas variadas, sino que han sido uno de los medios más eficaces para mantener en contacto a las iglesias entre sí, en medio de las más diversas áreas culturales, y para dar testimonio de la unidad de la fe, más allá de las legítimas diferencias.

Con el Vaticano II, la tradición conciliar franquea probablemente una nueva etapa. No sólo se convocó este concilio sin que ninguna herejía amenazara la iglesia católica, sino que con este concilio, la iglesia católica se esfuerza por encontrar las verdaderas condiciones de su catolicidad y de su unidad.

Conciliaridad fundamental

La distinción entre la conciliaridad fundamental de la iglesia y el concilio, como figura institucional que permite expresar esta conciliaridad, resulta esencial. La práctica conciliar ha conocido diversas modalidades y variaciones, y, hoy como ayer, la estructura o régimen conciliar de la iglesia busca una expresión apropiada a la situación y a la vida de la iglesia. Desde el comienzo del siglo XX, se han hecho esfuerzos para reunir un nuevo concilio panortodoxo susceptible de convertirse en el octavo concilio ecuménico. En 1930, tuvo lugar una conferencia preliminar, seguida de otras conferencias en 1961, 1963, 1965 y 1968. Se entró a continuación en la fase de asambleas preconciliares (1976, 1982 y 1986). Por su parte, las iglesias reformadas han mantenido muy vivas diversas formas sinodales de gobierno. Más recientemente el Consejo ecuménico de las Iglesias ha resaltado el concepto de conciliaridad en su asamblea de Nairobi. Con ello quiere designarse un proceso permanente de intercambio y de discusión, que comprometa a las distintas iglesias cristianas, y a través del cual se manifieste la unidad fundamental entre las iglesias y su disposición a reconocerse mutuamente sobre la base de la fe apostólica, de un acuerdo sobre los sacramentos (bautismo y eucaristía) y sobre el ministerio.

Desde el Vaticano II, el catolicismo ha querido también renovar su práctica conciliar dando un nuevo impulso a la vida sinodal de la iglesia. En este sentido el concilio alentó a la creación o renovación de numerosos consejos o sínodos de nivel parroquial, diocesano, metropolitano, etc., dando así a la iglesia católica el régimen de consejo que corresponde a su naturaleza conciliar.

Actualmente existe una conciencia común, compartida por todas las iglesias cristianas, sobre la necesidad de profundizar en la naturaleza fundamentalmente conciliar de la Iglesia y de imaginar las figuras institucionales capaces de permitir esta conciliaridad. No se trata probablemente de apelar a un Vaticano III, sino de permitir en todos los niveles de la iglesia católica la renovación de la vida sinodal y la apertura a nuevos modos de expresar su conciliaridad fundamental. Sin esta renovación, la convocatoria de un nuevo concilio no solucionaría todas las cuestiones que esperan y que son de la máxima urgencia. Está en juego la confesión de la fe, el anuncio del evangelio y el testimonio en la comunión. Si tal es el desafío, no deberíamos eximirnos del esfuerzo de imaginación y de creatividad que requiere la reviviscencia de los sínodos, tal como pedía el concilio Vaticano II.


Tradujo y condensó: GABRIEL VILLANOVA