¡Pobre Ratzinger! Ya llevaba demasiados meses tranquilo. Ya se daba cuenta él de que en Irlanda se estaba incumbando la crisis bis, la importación del problema pedófilo de Estados Unidos, mal que bien solucionado. Ya lo había advertido en su visita a Irlanda de 2006 a una jerarquía realmente aletargada e incompetente. Ya les había traído a Roma hace unos meses y personalmente empujado a que hicieran frente al problema.
No ha habido manera: esto sí que es escandaloso y esto es lo que ha obligado al pobre Ratzinger a intervenir personalmente, a jugarse el todo por el todo, a dejar claro una vez más que esta solo, casi solo, entre la animadversación de unos, la inutilidad de otros y la impericia de todos en la Curia en lo referente a lidiar con el mundo postmoderno.
Entre la docena de desafíos más urgentes -tal como intentábamos delimitar en nuestro libro ‘Después de Ratzinger, qué’ (Editorial Península, 2009), a que hace frente hoy la iglesia católica, figura sin duda destacado el que nos atrevemos a denominar ‘síndrome pederasta católico’. Es de suponer que tras una epidemia descontrolada de abusos sexuales como la que ha vivido la iglesia católica el siglo pasado, que ha traumatizado feligresías nacionales enteras, causado la bancarrota de cuatro diócesis americanas (Portland, Davenport, Spokane y Tucson), y dañado profundamente imagen pública, relaciones internas, confianza de los fieles y el mismo corazón del sacerdocio, un cierto síndrome post traumático dure aún algunas décadas y traiga consecuencias a medio y largo plazo.
Ratzinger lo sabía. Se había dado cuenta, con alguna tardanza, es cierto, mientras dirigía la ejes de su pontificado. Nos referimos naturalmente a la purificación interna, pues si grave es la ofensiva externa, más grave aún es el debilitamiento interno de la fortaleza que levantaran Pedro y Pablo hace dos mil años.
Una imprescindible purificación interna del clero, de las estructuras, de la hojarasca podria que lo cubre todo del Vaticano a la diócesis de Pernambuco, puede considerarse una tarea central de este pontificado. «¡Cuánta suciedad hay en la iglesia, e incluso entre los que en virtud de su sacerdocio, deberían pertenecer completamente a Cristo! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosatisfacción!», decía -como tantos recuerdan estos días, aunque evitan constatar que no habla de pedolifia sino de soberbia- un mes antes de ser elegido por el cónclave.
El problema de ‘suciedad’ más obvio que tenía en 2005 y tiene hoy la Iglesia es el extendido escándalo de pederastia, surgido en Estados Unidos, como es lógico, la parte más avanzada del imperio, hoy extendido a Europa, y mañana, plaga letal en el tercer mundo.
Ratzinger reaccionó tarde, por no hablar de su ‘jefe’, el Papa Wojtyla, centrado en la batalla mediática/carismática. El cardenal ministro de la doctrina oficial había recibido hacia 1984-85 de su amigo el cardenal norteamericano John Krol un informe de 200 páginas escrito por dos perspicaces sacerdotes analizando los crónicos abusos sexuales dentro de la Iglesia católica de su país. ‘Dijo que era muy bueno, pero luego lo archivó’, ha escrito un historiador.
En mayo de 2001 había emitido un polémico documento, firmado conjuntamente por su segundo de entonces y de ahora, Tarsicio Bertone, que ha sido interpretado como un intento de mantener en secreto los abusos sexuales del clero. Titulado ‘Carta a los Obispos y otros Ordinarios y Jerarcas de la Iglesia Católica interesados acerca de los delitos más graves («graviora delicta») reservados a la Congregación para la Doctrina de la Fe’ acompañaba y explicaba el Motu Proprio de Juan Pablo II “Sacramentorum sanctitatis tutela”, sobre las normas acerca de los delitos más graves reservados a la Congregación para la Doctrina de la Fe, firmado el 30 de abril anterior.
Del documento se ha destacado la oposición de la Iglesia católica a permitir que organismos ajenos a ella pudieran investigar las denuncias de abusos sexuales. “En mi opinión, no tiene fundamento la exigencia de que un obispo esté obligado a contactar con la policía para denunciar a un sacerdote que ha admitido ser culpable de pedofilia”, diría textualmente el actual y nada efectivo primer ministro vaticano Tarsicio Bertone.
No sería hasta mucho después cuando Ratzinger tomó conciencia de la magnitud del problema y la extensión de sus daños, al examinar personalmente algunas de las denuncias de abusos sexuales que empezaban a menudear en su dicasterio de Doctrina de la Fe. En esos años, ningún otro eclesiástico tuvo más responsabilidad que él sobre cómo castigar y con qué penitencia a los sacerdotes acusados de abusos sexuales. Cuando los casos arribaron por docenas a su escritorio, entendió que el problema era más extenso y profundo de lo que ni él ni nadie en la Curia había imaginado.
Pero todavía en 2002, el cardenal Ratzinger se mostraba poco interesado en tan desagradable tema. «En la iglesia, también hay sacerdotes pecadores», reconocía durante una visita a España. «Pero yo, personalmente, estoy convencido de que la constante presencia en la prensa de los pecados de los sacerdotes católicos, especialmente en Estados Unidos, constituye una campaña planeada, dado que el porcentaje de estos delitos entre los sacerdotes no es superior al de otros sectores, y quizás hasta menor».
Una respuesta que no carece de parte de la razón, pero que ignora gravemente la otra parte, que en la iglesia católica se escondían además de las patologías de siempre, -producto del poder desmedido, del celibato obligatorio, de la debilidad humana, y del infierno que crea una ideología intentando imponerse a la tozuda realidad real-, nuevas dolencias efecto de la revolución sexual de los años sesenta, del relativismo moral que se extendía en sus filas, del creciente atractivo que la minoría homosexual encontraba en el sacerdocio.
En otoño de 2004, Ratzinger encargó de buenas a primeras al «promotor de justicia» de la Congregación para la Doctrina de la Fe, monseñor Charles J. Scicluna, rescatar de los archivadores del dicasterio, todos los procesos pendientes que tuvieran que ver con el sexto mandamiento. La orden era ‘toda causa debe tener su curso regular’. En otras palabras, nadie era intocable, ya fuera protegido de Sodano (como Maciel) o predilecto del pontífice (como Maciel también). Así se iniciaron las investigaciones contra dos fundadores de órdenes religiosas con fuertes apoyos en la Curia, el italiano Gino Burresi, fundador de los Siervos del Corazón Inmaculado de María, y el mexicano Marcial Maciel Degollado, fundador de los Legionarios de Cristo, ambos acusados de abusos sexuales numerosos entre sus jóvenes seminaristas y discípulos, además de gravísimas violaciones del sacramento de la confesión.
El cambio de actitud en Doctrina de la Fe coincidía con un decidido retorno a la vida pública del cardenal Ratzinger, una especie de prolongada e intensa campaña electoral con la que el prefecto jalonaría el último tramo de la vida de su antecesor, preparando una sucesión que ofreciera continuidad al proyecto histórico conjunto. Se trataba obviamente de ‘limpiar’ esa larga etapa de un cuarto de siglo al frente de la Congregación más controvertida, antes de otras limpiezas generales. En pleno escándalo de abusos sexuales, el más grave que sufría la Iglesia en muchos años, por no decir varios siglos, la gestión de Doctrina no debía aparecer como laxa o rutinaria.
En mayo de 2005, el primer documento firmado por el sustituto de Ratzinger -recién transformado en Benedicto XVI por voluntad muy mayoritaria del cónclave-, como prefecto encargado de velar por la Fe, el americano William J. Levada, fue la condena de Burresi, con la ‘específica’ aprobación del nuevo Papa, algo que no admite apelación. La sentencia contra Maciel tardó más e hizo frente a mayores presiones. Cuando la revista “L’espresso” filtró el día 20 de ese mes que se estaba interrogando a decenas de testigos en relación al mexicano, la Secretaría de Estado en manos todavía del liberal Ángelo Sodano emitió una nota negando ‘cualquier procedimiento canónico en curso o previsto en relación al padre Maciel’. Ciertamente, no habría proceso canónico, en función de los 86 años del acusado, pero la condena a ‘una vida reservada de oración y penitencia’ llegaría un año después, y al poco tiempo la retirada del cardenal Sodano al frente del más poderoso departamento curial.
La salida disciplinaria aunque moderada al caso Maciel era una actuación ejemplarizante, cuya eficacia sin embargo se diluyó ante la magnitud del escándalo en la iglesia estadounidense al inicio de este pontificado, y el de la iglesia irlandesa en estos días. Téngase en cuenta que según el Center for Applied Research in the Apostolate (CARA) de la Georgetown University, entre 2004 y 2008 las parroquias y conventos estadounidenses gastaron un total de 2.100 millones de dólares en indemnizaciones, terapia para las víctimas, soporte psicológico para los acusados, gastos judiciales y otros costos relacionados con el tema de los abusos sexuales por parte del clero. La agencia Associated Press eleva la cifra a 2.600 millones.
Los implicados eran un 4% del total del clero estadounidense, un porcentaje pequeño o grande según se mire: 4.392 de 110.000 sacerdotes diocesanos; y tres cuartas partes de los casos habían sucedido entre 1960 y 1984, cuando la práctica usual ante los casos descubiertos eran los simples traslados de diócesis y sesiones de psicoterapia. Un obispo que ha reconocido su culpabilidad, Anthony O’Connel, de Palm Beach in Florida, admitió en 2002 una tolerancia generalizada ‘en la que era ley el informe Masters & Johnson e imperaba un clima de trasgresión sexual’. En diversos estados federales de EE.UU. se ha querido juzgar a la Santa Sede como responsable, pero siempre se ha impuesto el principio de inmunidad. Y un cardenal, el de Bostón, Bernard Law, fue obligado a renunciar.
Law, tuvo que dimitir en 2002, tras demostrarse que había protegido reiteradamente a los curas pedófilos de la diócesis de Boston, pero dos años después el anterior Papa, Juan Pablo II, le dio cobijo en Roma como arcipreste de la basílica de Santa Maria Maggiore, una de las iglesias más importantes de la cristiandad. Ahí sigue, con un sueldo de 10.000€ mensuales, y siendo además miembro del consejo pontificio para la familia y de siete congregaciones, entre ellas la del Clero, la de Religiosos, la de Obispos y la de Culto.
Y el problema se mantiene en Estados Unidos: durante 2008 hubo 625 nuevas alegaciones de abusos sexuales contra el clero y 178 contra miembros de órdenes religiosas, aunque sólo trece afectaban a menores de 18 años. La mayoría habían ocurrido en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Los gastos originados por indemnizaciones y otros costes se calcularon sólo para ese año en unos 436 millones de dólares.
En lo que se refiere a Irlanda, la conferencia episcopal reconoció en un primer momento que de 1945 a 2004 los sacerdotes implicados en abusos sexuales de menores habían sido 105 con cerca de 400 víctimas identificadas: hay 8 condenados a penas de prisión y 32 procesados. Pero desde la aparición del «Murphy Report» hace pocos meses, la cifra de alegaciones por supuestos abusos es ya de 14, 15.000, y sigue creciendo. Son conocidos los casos que están surgiendo en Europa central.
Además, en los últimos tiempos, más de un centenar de miembros de la Iglesia Católica australiana han sido condenados por abusar sexualmente de un millar de víctimas, según la organización Broken Rites.
En Italia ha aumentado la vigilancia tras la denuncia a comienzos de 2009 de 67 ex alumnos sordomudos, que acusan de pedofilia a 25 curas y religiosos de Verona. Los abusos comenzaron en los años cincuenta y duraron, aseguran los testimonios, al menos hasta 1984. Entre los supuestos delitos hay desde casos de violaciones y sodomía hasta malos tratos y tocamientos realizados de forma reiterada a lo largo del tiempo, de forma individual o colectiva, y por todo el Instituto, desde las duchas al confesionario. Entre los religiosos acusados, señala L’Espresso, hay un alto prelado muy conocido en Verona. El secretario general de la conferencia episcopal italiana, Giuseppe Betori, que en 2002 definía el fenómeno como ‘tan minoritario que no merece atención específica’, promueve actualmente la constitución en todas las diócesis de centros Meter, la asociación fundada por el sacerdote Fortunato Di Noto para combatir la pedofilia.
Y en Alaska, 63 nativos presentaban una demanda colectiva contra la Compañía de Jesús y sus empleados por hechos sucedidos entre 1940 y 2001 en las localidades de Nulato, Hooper Bay, Stebbins, Chevak, Mountain Village, Nunam Iqua y St. Michael de la diócesis de Fairbanks, donde la orden enviaba a sus miembros abusadores de todo el mundo.
La sombra se extiende. Son quizás un par de decenas de miles de denuncias retrospectivas. Muchas pueden ser producto de la bola de nieve, como ocurrió con la epidemia de ‘memorias falsas’ de hijas abusadas por sus padres que sacudió a la sociedad yanqui en los años noventa. Muchas pueden ser banales y hasta ridículas fuera de contexto, como algunas que se airean estos días en España del tipo ‘podías elegie entre quince golpes vestido o diez con el trasero desnudo’ o ‘nos aplicaba crema y supositorios’. Pueden no ser más graves ni más numerosas que la media social. Pero son un cataclismo de inmoralidad, una patente demostración de sistemas perversos de encubrimiento a todos los niveles, un desastre que mina uno de los activos más importantes del catolicismo, su prestigio como institución educativa, y agravará las deserciones.
Está claro que la Iglesia necesita una revisión normativa en sus filas, para adecuar la teoría con la práctica. O se liberalizan las normas, se reduce el celibato y se acepta la presencia femenina, o se impulsa una purificación interna que lleve a su estricto cumplimiento. Éste segundo es el camino escogido por Benedicto XVI en su primer cuatrienio de pontificado, el cual cerraba subrayando la «indispensable tendencia a la perfección moral que debe habitar todo corazón auténticamente sacerdotal. Precisamente para favorecer esta tendencia de los sacerdotes a la perfección espiritual de la que depende sobre todo la eficacia de su ministerio, he decidido que se celebre un especial Año Sacerdotal del 19 de junio de 2009 -Sagrado Corazón de Jesús y Jornada para la santificación sacerdotal- al 19 de junio de 2010». No podía el Año Sacerdotal sufrir mayor afrenta. Aunque si se consgiue gestionar, puede que al final sirva para fortalecer una profesión/vocación tan debilitada.
El prefecto de la Congregación para el Clero, el cardenal Claudio Hummes, hace un año reconocía ante el Papa dirigiéndose a los cientos de miles de sacerdotesm que formen esta iglesia, que ‘es verdad que a algunos se les ha visto implicados en graves problemas y situaciones delictivas. Obviamente es necesario continuar la investigación, juzgarles debidamente e infligirles la pena merecida’. Pero añadía: ‘Sin embargo, estos casos son un porcentaje muy pequeño en comparación con el número total del clero. La inmensa mayoría de sacerdotes son personas dignísimas, dedicadas al ministerio, hombres de oración y de caridad pastoral. Es por eso que la Iglesia se muestra orgullosa de sus sacerdotes esparcidos por el mundo’.
Como ha explicado de forma insuperable el secretario de la congregación para la educación católica, el obispo Jean-Louis Bruguès, la purificación en curso en la Iglesia supone el paso de un modelo eclesial a otro, originado por el cambio de una interpretación del concilio Vaticano II a otra, y un relevo en buena medida generacional de la tendencia «conciliadora» con el mundo, por una tendencia «contestataria» o ‘identitaria’ que no teme el enfrentamiento, el testimonio minoritario, la disidencia perseguida y hasta el metafórico martirio. De un modelo eclesial a otro. Éste es el embate que unifica los distintos puntos del programa de este Papa, y lo que en definitiva va a aportar la calificación de conjunto al balance de sus primeros cuatro años y de su pontificado completo.
La tarea de purificación interna de la Iglesia no se limita a los problemas sexuales sino que tiene otras dimensiones entre las que no es la menos grave la falta de disciplina, después de décadas de continuo debilitamiento de la tarea dirigente del pontífice. Ha sido Giampaolo Crepaldi, el arzobispo de Trieste y presidente del Observatorio Internacional Cardinale Van Thuân, el que ha puesto de nuevo el tema en el candelero: ‘El intento de la prensa de implicar a Benedicto XVI en la custión de la pedofilia es solo el más reciente de los signos de aversión que muchos nutren hacia el Papa.
Es necesario preguntarse cómo este Pontífice, a pesar de su mansedumbre evangélica y de su honradez, de la claridad de sus palabras unida a la profundidad de su pensamiento y de sus enseñanzas, suscite en algunas partes sentimientos de hastío y formas de anticlericalismo que se creían superadas. Y esto, hay que decirlo, suscita aún mayor asombro e incluso dolor cuando quienes no siguen al Papa y denuncian sus presuntos errores son hombres de Iglesia, sean teólogos, sacerdotes o laicos’.
Y continúa: ‘De estos ataques se hacen tristemente eco cuantos no escuchan al Papa, también entre eclesiásticos, profesores de teología en los seminarios, sacerdotes y laicos. Cuantos no acusan abiertamente al Pontífice, pero ponen sordina a sus enseñanzas, no leen los documentos de su magisterio, escriben y hablan sosteniendo exactamente lo contrario de cuanto él dice, dan vida a iniciativas pastorales y culturales, por ejemplo en el terreno de la bioética o en el del diálogo ecuménico, en abierta divergencia con cuanto él enseña. El fenómeno es muy grave por cuanto está muy difundido.
El que fuera hasta hace poco secretario de Justicia y Paz continúa: ‘Benedicto XVI ha dado enseñanzas sobre el Vaticano II que muchísimos católicos rebaten abiertamente, promoviendo formas de contraformación y de magisterio paralelo sistemático, guiados por muchos “antipapas”; ha dado enseñanzas sobre los “valores no negociables” que muchísimos católicos minimizan o reinterpretan, y esto sucede también por parte de teólogos y comentaristas de fama huéspedes en la prensa católica además de en la laica; ha dado enseñanzas sobre la primacía de la fe apostólica en la lectura sapiencial de los acontecimientos y muchísimos continúan hablando de la primacía de la situación, o de la práxis, o de los datos de las ciencias humanas; ha dado enseñanzas sobre la conciencia o sobre la dictadura del relativismo pero muchísimos anteponen la democracia o la Constitución al Evangelio. Para muchos la Dominus Iesus, la Nota sobre los católicos en política de 2002, el discurso de Regensburg de 2006, la Caritas in veritate es como si nunca hubiesen sido escritos.
Y termina Crepaldi: ‘La situación es grave, porque esta brecha entre los fieles que escuchan al Papa y quienes no le escuchan se difunde por todas partes, hasta en los semanarios diocesanos y en los Institutos de Ciencias Religiosas, y anima dos pastorales muy distintas entre sí, que ya casi no se entienden entre ellas, como si fuesen expresión de dos Iglesias diversas, y provocando inseguridad y extravío en muchos fieles’.
¿Dos iglesias, una apoyada desde fuera y otra atrincherada dentro? Como una ofensiva orquestada y planificada a nivel global, la oleada de denuncias de abusos sexuales por parte del clero ha sacudido los cimientos de la iglesia católica como pocas veces había ocurrido, y amenaza con incrementar la crisis de credibilidad e influencia que sufre casi sin excepciones en todas partes. Se basa en hechos reales, pero está siendo instrumentalizada. Se trata de que la línea Wojtyla-Ratzinger no tenga continuidad en un próximo cónclave.
Se trata de que el Papa, aún la máxima autoridad moral en Occidente, y el Catolicismo, aún la mayor organización independiente dentro del Sistema, se acoplen al New World Order que en medio de un aparente caos está ya vigente.
Hoy por hoy no parece haber en este mundo fuerza capaz de oponerse a esta tendencia. Veremos si desde el otro mundo le echan una mano al papa Ratzinger.