Seguimos con el interesante artículo-conferencia que Juan María Uriarte, obispo de Donostia, dictó en Barcelona. En este capítulo nos habla de Educar para la paz, algo que va más allá de ETA.
IV. EDUCAR PARA LA PAZ
1. La necesidad y las posibilidades
Los especialistas en antropología y los expertos mundiales en la temática de la paz coinciden en afirmar que la aspiración a la concordia y la tendencia al conflicto coexisten en el corazón humano como dos radicales irreductibles y confrontados entre sí como los dos leones de la puerta de Micenas. Sociabilidad y agresividad son dos componentes del psiquismo humano.
Aspiramos a la concordia porque necesitamos de los demás para vivir, para sentirnos seguros ante su agresión, para ser queridos, para ser agregados a un grupo, para amar. Pero tan connatural nos es la agresividad en forma de reserva cautelosa ante competidores e invasores, en forma de codicia de sus bienes o cualidades, en forma de resentimiento por haber sido víctimas de la agresión de los demás.
Contra lo que suele decirse, la agresividad no es, en sí misma, algo negativo, asocial,
destructor. Es una energía básica necesaria para fortalecer nuestro yo y defenderlo de las agresiones del entorno. Una persona sin agresividad es como un organismo sin defensas. El mundo no es «un patio de colegio de ursulinas». Se parece bastante, en muchas ocasiones, a una jungla. El riesgo de la agresividad consiste en degenerar en violencia. El umbral entre agresividad y violencia se traspasa cuando invadimos por la fuerza los derechos de los demás.
Esta proclividad se refuerza en un ambiente individualista, injusto, reivindicativo, impaciente.
Pero ni siquiera en este ambiente es la violencia una fatalidad. El ser humano no es
genéticamente violento, como afirmó la Escuela Nueva de Bovet. No nacemos violentos; nos hacemos violentos. En esta afirmación radica la necesidad y la posibilidad de una educación para la paz. Consiste en encauzar la agresividad dirigiéndola a objetivos socialmente nobles y valiosos y en fortalecer la sociabilidad ofreciéndole motivos, estímulo y surco de realización.
2. Las tareas de la educación para la paz
a) Humanizar la carga pasional de las opciones políticas mediante el pensamiento crítico
Con una expresión inexacta, pero gráfica: es preciso «domesticar el instinto político».
Domesticar no es debilitar, sino canalizar. Los sentimientos y actitudes políticas son
energía «de buena cuna», pero energía «radiactiva» que tiende a volverse ciega y
violenta. Es preciso introducir una estructura racional en el seno de nuestras opciones
políticas.
Tal estructura reclama, en primer lugar, un buen conocimiento histórico de nuestro
pasado colectivo, para evitar su mitificación o su devaluación. Mi pueblo no es ni el
mejor ni el peor de los existentes. Para quererlo especialmente me basta saber que es el
mío. Lo quiero tal como es, con sus virtudes y defectos. Este amor lúcido me induce a
cultivar sus virtudes y a reducir sus defectos.
La estructura racional reclama, asimismo, el análisis riguroso de su situación actual. Es
preciso examinar con lucidez en qué consiste el conflicto social, cultural y político
inherente a este pueblo y los obstáculos que se oponen a su superación. Es preciso
también discernir cuáles son las vías razonables y realmente posibles.
La estructura racional postula, en fin, una formación político-social básica. Ella nos
ayuda a interiorizar las grandes afirmaciones de las ciencias sociales y políticas. ¿Quién
realiza hoy este trabajo? Los partidos políticos tienen «demasiada prisa». La escuela
descuida fácilmente esta área conflictiva u ofrece versiones muy ideologizadas. ¿Es
extraño que la juventud se debata entre el radicalismo de una minoría y la indiferencia de
una mayoría? La Iglesia debe ofrecer a quienes la acepten esta formación. Veremos en
que medida la está ofreciendo.
b) Educar nuestros sentimientos
La introducción de la clave racional no acaba el trabajo necesario. Es necesario serenar el
mundo de los sentimientos, tan imperiosos en las opciones políticas. El falso sentimiento
de superioridad, el desmesurado sentimiento de agravio u opresión, el resentimiento y el
odio acumulados por las agresiones padecidas suelen ser muy frecuentes y potentes.
Quiero subrayar, entre otros muchos, dos sentimientos positivos necesarios para la
pacificación:
?? Resulta vital para la paz el que todos los ciudadanos vascos, por diferentes que sean
nuestras opciones políticas, tengamos no ya la conciencia fría, sino el sentimiento
cálido de pertenecer a un mismo pueblo, a una misma comunidad. A aquella tierra
estamos ligados por vínculos de extrema densidad. Allí reside nuestra familia,
nuestro mundo de amigos, nuestro círculo principal de relaciones. Allí han nacido y
quieren vivir nuestros hijos.
Nuestras son la naturaleza, los recursos económicos, los valores, la cultura, la identidad específica. Porque son nuestros tenemos el deber de cuidarlos y cultivarlos para nosotros y para las próximas generaciones. Podemos tener y tenemos conciencia exclusiva o compartida de pertenecer a este pueblo.
Pero no somos dos pueblos forzados a coexistir, sino un solo pueblo. Somos un pueblo
plural. No podemos transmitir a nuestros hijos la imagen de un pueblo fragmentado.
?? El sentimiento de pertenencia (sea exclusivo, sea compartido) a una misma
comunidad humana, desencadena otro sentimiento derivado, necesario para la paz y
la reconciliación: las diferencias sociales, culturales, políticas, lejos de ser vistas
como limitaciones, son sentidas como riqueza común. Entonces los ciudadanos de
habla castellana sienten el euskara como un patrimonio común y se predisponen
incluso a aprenderlo si les es posible.
Los nacidos allí sienten las singularidades aportadas por los venidos de otros lugares como algo que, lejos de neutralizar la identidad originaria, la enriquecen en algunos aspectos. Y si todo este acercamiento resultara hoy todavía prematuro, prevalecen al menos el respeto y el aprecio de la diferencia. La tentación de imponer unos a otros lo específico de un grupo se disipa o, al menos, se atempera sensiblemente.
c) Iluminar y fortalecer nuestra sensibilidad ética
He aquí algo que es relevante e interpelador para la Iglesia. Una tentación muy extendida
hoy consiste en expulsar la valoración ética de muchos campos del comportamiento
humano (relaciones de justicia, vida sexual, tren de vida insolidario, aplicación de la
investigación genética, etc.). Al menos se le margina a una modesta posición apendicular
y secundaria.
También sucede este fenómeno en el mundo de la política. El logro de los
objetivos se vuelve tan imperativo que, con demasiada frecuencia, «todo vale» para
obtenerlos. Sin embargo, una política falta de ética no puede edificar ni pacificar ningún
pueblo. La ética es la columna vertebral de una política verdaderamente humana. Sin
ética, la política degenera en oportunismo y corrupción. No hablo de cualquier ética.
Todos tienen «la suya». Hablo de una ética racional coherente con el humanismo del
Evangelio. Hemos pergeñado en el capítulo 2º aquellos criterios éticos que nos parecen
más básicos y más actuales.
d) Promover actitudes y comportamientos pacíficos y pacificadores
La educación por la acción es un contrastado procedimiento de aprendizaje. Existe una
circularidad o reciprocidad entre la conducta exterior y las actitudes interiores. Las
actitudes generan comportamientos; pero éstos refluyen sobre las actitudes y las
refuerzan. Nos hacemos pacíficos trabajando por la paz.
Uno de estos comportamientos, trascendental para la paz, es el «diálogo». Es la vía
imprescindible de la humanización y el enriquecimiento de todas nuestras relaciones. Es
la vía real de la superación de los conflictos. Así lo dijo Juan Pablo II en el Jubileo de los
políticos (noviembre de 2000): «El diálogo se presenta como instrumento insustituible de
toda confrontación constructiva, tanto en las relaciones internas de los Estados como en
las internacionales». Es notorio el carácter categórico de la afirmación papal: «siempre»,
«imprescindible», «para todas la confrontaciones». La cultura del diálogo tiene que
suceder y suplantar a la cultura de la confrontación violenta. La renuncia al diálogo deja
los problemas sin resolver e impulsa a buscar salidas de violencia o de poder.
La actitud dialogal no es una cualidad innata, sino adquirida por la educación. Este
aprendizaje es un itinerario «del grito a la palabra». El grito lleva todavía consigo mucho
material energético no controlado. La palabra va humanizando el grito, sin hacerle perder
su carga vital.
Dialogar no es claudicar. No supone una renuncia a la propia visión, sino una disposición
a matizarla con otras visiones diferentes. No consiste en una yuxtaposición de
monólogos, sino en una actitud de receptividad, basada en la confianza en el interlocutor.
Tal confianza suele ser, en muchas ocasiones, fruto del mismo ejercicio del diálogo. No
entraña una voluntad de encubrir las disidencias o de urdir añagazas para envolver al
disidente, sino una mutua lealtad. Requiere mucha paciencia. Reclama una voluntad de
acuerdo en el que todos dejan «pelos en la gatera».
El diálogo directo es mucho más efectivo que el intercambio, a menudo
contraproducente, de mensajes por los MCS. En este diálogo no son las concepciones las
que se enfrentan, sino las personas las que se comunican cara a cara. La experiencia y las ciencias humanas certifican que en el diálogo pasa «algo más» que en un mero
intercambio de posiciones o de fórmulas de acercamiento.
3. La Iglesia del País Vasco y la educación para la paz
Siempre podemos y debemos hacer algo más por la paz. Pero, en honor a la verdad y a la
justicia, hay que decir que, sin negar deficiencias y omisiones, nuestra Iglesia del País Vasco ha ejercido y sigue ejerciendo una intensa misión educadora a favor de la paz.
Algunos movimientos pacifistas importantes han nacido de grupos cristianos o se han nutrido de muchos afiliados creyentes. La educación para la paz y el aprendizaje de los alumnos para superar los conflictos de forma no violenta, es un objetivo muy subrayado en los colegios de la Iglesia. Los grupos de adolescentes y jóvenes reciben en las parroquias y en las asociaciones una orientación semejante. Los creyentes practicantes reciben con frecuencia, a lo largo del año, mensajes episcopales o presbiterales que educan para la paz. Nuestros Secretariados Sociales ofrecen a sus grupos, a sus suscriptores, a sus convocados, a la opinión pública, diagnósticos y criterios. El magisterio episcopal se apoya, en determinadas ocasiones, en festividades del año para ofrecer su propio mensaje. Las convocatorias públicas, diocesanas e interdiocesanas, han tenido también su resonancia mentalizadora y educativa.
Algún día podremos, tal vez, hacer balance de la influencia que los cristianos han tenido para acelerar el lento pero real camino de un pueblo a la hora de reconocer todas las dimensiones del conflicto, empatizar con las víctimas de la confrontación, anhelar más ardientemente la paz y movilizarse más activamente en su favor.
Es, pues, rigurosamente falso e injusto, que la Iglesia en el País Vasco sea condescendiente y tibia en la búsqueda de la paz, en la condena del terrorismo, en el aprecio de sus víctimas.
Desgraciadamente, este es un error que ha hecho fortuna en muchos ambientes. Sería penoso que la difusión de este error redujera las posibilidades reconciliadoras de la Iglesia más allá del cese definitivo de ETA.