EL MILAGRO DE HANSALA. Juan Carlos de la Cal

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Conafrica

?TODO UN PUEBLO DEJA LAS PATERAS POR 25.000 EUROS??.
De cómo la gente de Cádiz hace lo que no hacen los Gobiernos y apadrinan a un pueblo de Marruecos para que ningún joven más de ese pueblo tenga que morir en el mar por buscar una vida mejor—

Hussein, su padre, y Fadma, la madre, no quieren que sus otros hijos sigan el mismo destino.
Hansala es un buen lugar para envejecer. Un escenario donde el tiempo escapó del reloj de arena para encontrar cobijo en este rincón del medio Atlas marroquí. La aldea sobrevive desde hace 700 años en la cabecera de un valle estrecho, cerrado por un circo de piedra granítica, recorrido por un río en pequeñas cascadas, con prados verdes de tierra fértil poblada de frutales, trigo y olivos. No hay más ruido que el de los corderos y burros, más luz que la de unas placas solares llevadas por españoles, ni más contaminación que el humo de los rastrojos que quema alguno de sus 1.700 habitantes a comienzos del verano.

Apenas hay casas juntas en Hansala. Están todas repartidas por las crestas de las colinas. De la primera a la última se tardan tres horas de sube y baja por un paisaje alucinante. Un paraíso, un Shangrilá bereber, un Edén en estas montañas africanas que sirven de frontera natural al desierto sahariano.

«Entonces, ¿porqué se fue papá?».
En la inocencia de sus seis años Abderramán tira de la manga de su madre, Izza, para llamar la atención sobre el mismo asunto que le atormenta desde que tiene uso de razón. La mujer deja el fardo de leña que ha cargado montaña arriba, se ajusta el pañuelo que cubre su cabello y guarda silencio mientras abraza con fuerza a su otro hijo, Jamal, de cuatro años. El benjamín sólo tenía tres meses cuando su padre, Oubara Mohamed, le besó por última vez antes de irse a quemar el Estrecho, allá al norte de Marruecos, en busca de lo mismo que ansiaban sus compañeros de generación: dinero, trabajo, prosperidad…

Oubara estaba en aquella patera que el 25 de octubre de 2003 naufragó frente a las costas de Cádiz. Con él viajaban otros 11 jóvenes del pueblo. No sobrevivió ninguno. Sólo se salvaron tres de los 40 pasajeros y los dos patrones de la barca. «?l no fue uno de ellos, mi niño. Tu padre no sabía nadar. Por eso no quiero que te vayas nunca de aquí. ¿Me lo prometes Abderraman?», dice Izza a su hijo mayor mirándole fijamente a los ojos.

Las palabras de Izza acompañan la actualidad de una semana en la que ha comenzado la oleada de cayucos y pateras de todas las primaveras desde Africa a Europa. El lunes, 91 inmigrantes de un cayuco a la deriva fueron rescatados por un pesquero español frente a la costa mauritana. Dos de ellos se les murieron en las manos a los enfermeros del buque hospital Esperanza del Mar y los náufragos relataron que habían arrojado varios cadáveres por la borda. El jueves llegó a Tenerife otra embarcación con 66 inmigrantes más .

En lo que va de año han arribado a nuestras costas 2.000 inmigrantes. Las estadísticas hablan de que el 10% de los que salen mueren en el camino. Otras cifras apuntan que uno de cada tres cayucos no llega a su destino. Mientras, 4.000 asiáticos esperan en campamentos de Guinea Conakry a que les recojan barcos negreros para llevarlos a Canarias…

El cadáver de Oubara apareció días más tarde flotando en la playa del Puerto de Santa María. Sólo un año después pudo ser repatriado su cuerpo. La familia gastó 2.000 euros que no tenía en pagar el pasaje en esa patera hacia la otra vida. Y otros 2.000 para recuperar sus restos deshechos por el mar. Izza y sus hijos quedaron en la miseria más absoluta. Todavía hoy está devolviendo el dinero a los que se lo dejaron.
«Todos los jóvenes de Hansala están muertos». Esta frase, comunicada por teléfono a la madre de uno de ellos por los supervivientes, cambió para siempre la historia de la aldea.

Fue un jueves por la mañana, día de mercado en Tarzirgh, unos 20 kilómetros montaña abajo de Hansala, el pueblo cabeza de comarca donde los vecinos bajan a vender sus productos o a enterarse de lo que pasa en el resto del mundo.
Pero aquel día la televisión trajo malas noticias. Las imágenes del goteo de cuerpos llegando a la playa alimentaban el espectáculo del mundo ofrecido en los telediarios a la hora de comer. En ambas orillas del Mediterráneo muchos corazones se vieron tocados. Por la compasión, los europeos. Por el miedo, los africanos.

En la Bahía de Cádiz quedó el sentimiento de que algo había que hacer. Un día, tras un homenaje por los náufragos celebrado en la playa del Buzo, en el Puerto de Santa María, una familia española cogida de la mano miró mar adentro y se dijo: «¿Qué será de sus familiares y amigos? Vayamos a buscarles y démosles nuestro pésame y ayuda».
Rafael Quirós y su esposa, Violeta Cuesta, emprendieron entonces el viaje más iniciático de sus vidas. Como responsables del colectivo Noviolencia Activa-Grupo Gandhi, de Rota, convirtieron el comentario de playa en realidad y en la Navidad de ese mismo año, 2003, se presentaron con otra gente en Hansala.

El impacto de lo que vieron allí cambió su existencia. «No tiene nada que ver con la imagen que encontrasteis el otro día. Había necesidad de cosas básicas. La gente vestía ropa fina en plena nieve, con los zapatos rotos y jerseys raídos. Pasaban frío. La primera imagen que recuerdo es la de un hombre labrando la tierra con un arado romano, de esos que sólo se ven en los documentales. Y no nos pidieron nada. Sólo querían que les devolviésemos los cadáveres de sus hijos…», recuerda Rafa.

De vuelta a España, el movimiento espontáneo trascendió en el nacimiento de una asociación, Solidaridad Directa, creada para canalizar las ayudas desde Cádiz -que es la provincia con más paro de España- a Hansala. En febrero, Rafael regresó a la aldea marroquí cargado de ayuda material y un montón de promesas para sus habitantes.
Afortunadamente, han conseguido cumplir la mayoría de ellas. Hoy, tres años y 15 viajes después, más de 200 personas ligadas a estos colectivos ya han pasado por Hansala. Gracias a su esfuerzo, y con la ayuda de instituciones oficiales como el Ayuntamiento de Rota y la Diputación de Cádiz, han construido en la aldea un dispensario médico, una escuela nueva, un centro cívico, una casa para Izza, han comprado ganado para gente sin recursos y han becado a todos los niños en edad escolar.

La inversión ha sido de 25.000 euros por año, más o menos el presupuesto de una familia media española. La diferencia es que, en Hansala, el dinero beneficia a 170 familias, de 12 clanes. Más de 1.700 personas que han visto como su nivel de vida mejoraba espectacularmente. La ida, en patera, y vuelta, en ataúd, de los 12 jóvenes del pueblo costó 50.000 euros.

Por cada inmigrante repatriado el erario español paga una media de 2.000 euros. Ante estas comparaciones, ¿vale o no la pena invertir en el origen de esta emigración en vez de en su represión?…

«Nuestra asociación ha apadrinado a este pueblo y este sistema de ayuda directa podría servir de modelo para una nueva forma de cooperación. ¿Qué pasaría si se hiciese un Plan Marshall para Africa y cada pueblo occidental invirtiese recursos en generar trabajo en otro con el que esté hermanado? Seguramente se reduciría el éxodo», añade Rafael.
La asociación recauda el dinero entre sus socios -mediante cuotas y donaciones- y lo envía a Hansala a través de los viajeros o, excepcionalmente, mediante una transferencia a la contraparte local cuyo tesorero rinde cuentas anualmente. «No tenemos local y nuestros gastos son mínimos. Por eso lo que se recauda les llega íntegramente», nos explica el promotor del proyecto.

«Antes de tener el dispensario, el médico venía una vez cada seis meses. Ahora aparece cada semana. También se ha notado en el bienestar de los niños, sobre todo, porque están más controlados y con menos infecciones parasitarias. La reconstrucción de la escuela ha sido importante. Antes había 75 niños y ahora 135. Gracias a las becas, sus familias ya no necesitan que se queden trabajando con ellos en el campo o cuidando los rebaños», asegura Salhi Said, tesorero de la asociación y el único que habla español en Hansala.

Los edificios nuevos tienen placas solares para el suministro de luz. Y se han construido tres viviendas para que los profesores y sus familias estén cómodos y no ansíen tanto volver a sus lugares de origen. «Aquí se está muy bien. Hansala está aislado, sí, pero gracias a la colaboración de los españoles el nivel de vida es aceptable y la ansiedad por emigrar es menor», asegura Khalid Ait, uno de los cuatro profesores de la aldea.

«Antes éramos felices sin dinero. Las familias vivían en cuevas o jaimas, todas juntas compartiendo estera. Y nadie se quejaba. Luego, de repente, a todo el mundo le entró las ganas de salir, tener un vehículo, mucha ropa, una televisión. Y la felicidad desapareció. La patera les abrió los ojos porque Alá no nos da la vida para perderla por la desesperación material. Ahora, gracias a la ayuda de sus compatriotas, la gente cambió su forma de pensar y quieren quedarse», afirma Outaarabi Salah, de 80 años, el mayor de todos.

El anciano nos cuenta que su sobrino Lagson, emigrado a España, se ha comprado un piso en Valencia que tardará en pagar 30 años con más de la mitad de su sueldo. «¿Usted lo entiende?», pregunta al periodista abriendo sus pequeños ojos azules. «Yo no gastaría la tercera parte de mi vida en algo así. Soy viejo para este mundo…»

HISTORIAS COMO ?STA, NOS HACEN SEGUIR TENIENDO ESPERANZA.

Si quieren ver el reportaje completo vayan a:
http://www.elmundo.es/suplementos/cronica/2007/600/1177797601.html