Estos días se palpa el malestar creciente que muchos católicos perciben dentro de la Iglesia o en torno a la Iglesia. El desencadenante de tal malestar son las noticias que nos llegan cada día sobre abusos sexuales de sacerdotes y religiosos con niños y adolescentes. Es perfectamente comprensible que un asunto tan turbio y escandaloso sea motivo de malestar. Hay quienes se sienten molestos por los hechos escandalosos de los que nos enteramos.
Hay quienes protestan de que esas cosas se divulguen y cargan la responsabilidad sobre los periodistas y quienes difunden o comentan noticias tan humillantes para la Iglesia. Hay quienes se quejan de que el Papa no sea más contundente con los curas pecadores y delincuentes en esta materia. Y hay quienes protestan de que se le dé tanto bombo a este penoso asunto, al tiempo que no se enaltece la inmensa generosidad de tantos misioneros y misioneras en los países del Tercer Mundo; y en los múltiples servicios sociales que prestan a enfermos, pobres, ancianos, etc, lo mismo en países ricos que en los más pobres.
El hecho es que todos los que se lamentan o protestan de las cosas que acabo de apuntar, todos tienen razón. Porque lo que dicen unos y otros es cierto. Por supuesto, ni todos los curas son pederastas, ni el Papa es tan perverso como algunos insinúan, ni todos los eclesiásticos son tan generosos como se les quiere presentar. Pero insisto en que todo lo que se anda diciendo estos días es verdad. Con todos los matices que haya que ponerle al asunto. Pero es verdad.
Entonces, ¿por qué tanto malestar? Las razones son múltiples. Y sería complicado analizarlas aquí con detalle y precisión. Pero hay una cosa que es evidente: llevamos décadas, quizá siglos, ignorando (en no pocos casos, callando) este tipo de conductas escandalosas de clérigos desquiciados o sinvergüenas. Durante todo ese tiempo, se ha hablado miles de veces de la generosidad heroica de sacerdotes, religiosas y religiosos. Hoy nadie pone eso en duda. Lo que pasa es que nos enteramos de lo que no podíamos ni imaginar.
Entonces, ¿por qué las quejas de los que dicen que ahora se ataca a la Iglesia y se desprestigia al papa? Sinceramente, yo me sospecho que en el malestar, de los que querrían que se sigan ocultando los escándalos del clero, se ocultan otros intereses, que no son exactamente religiosos, sino de otro orden: ¿políticos?, ¿económicos?, ¿sociales?…. Puede ser todo eso. En el fondo, bien puede ser que, en este país nuestro, la secular alianza de la Iglesia con la política más tradicional y conservadora se siente agredida con todo lo que puede ser desprestigio para la Iglesia.
Insisto, una ves más, que leyendo y releyendo los evangelios, en ellos se advierte que los autores de esos escritos sagrados no tuvieron pelos en la lengua para dejar malparados a los apóstoles, cuando los apóstoles no se comportaron de acuerdo con lo que de ellos esparaba Jesús. ¿Y es que los curas de ahora son más intacobales que el mismísimo San Pedro, al que Jesús no dudó en llamarle «¡Satanás!»? Y conste que eso, por lo menos eso, se lo deberían haber callado los evangelistas. Pues parece que los perioditas de ahora tienen que ser más «amantes» de la Iglesia que los evangelistas del siglo primero. ¿No es extraño todo esto? ¿O es que Benedicto XVI merece más respeto que San Pedro? ¡A ver si es que el primer anticlerical fue el mismísimo Jesucristo! Es lo que nos faltaba.