La conducta cristiana, tal como fue aceptada y transmitida por el cristianismo primitivo, es un programa de vida en el que los cristianos no creemos. Y si no creemos en él, menos aún lo practicamos. No nos entra en la cabeza. Es más, nos parece un despropósito, un auténtico disparate, una tontería sin pies ni cabeza.
No exagero. Ni saco las cosas de quicio. Según los evangelios, Jesús planteó, con toda claridad y firmeza, que la aceptación de la fe cristiana comporta, en cualquier caso, la renuncia al afán de dominar a los demás. Una renunca que va más lejos de lo que imaginamos. En el Sermón de la Montaña, Jesús afirma, no sólo la invitación a refrenar la agresividad hacia los otros, sino también a soportar su agresividad.
Entre las antítesis, que Jesús presenta, una de ellas (la quinta) plantea esta exhortación paradójica: no hay que resistirse al mal; «si uno te abofetea en la mejilla derecha, le pones también la otra» (Mt 5, 39). Como bien se ha dicho, estas palabras presentan la invitación más seria y consciente a la auto-estigmatización, es decir, a abrazar abierta y libremente una posición inferior que atrae y soporta la agresión de los demás. De este modo, el otro no quedará reforzado en su conducta, sino que se sentirá inseguro (G. Theissen).
Yo sé muy bien que todo esto, a mucha gente, le suena a música celestial. Es algo que ocurre en todas partes. Pero me atrevo a decir que, en España, tan cristianos como decimos que somos y tan católicos como muchos se confiesan, no sé por qué, pero el hecho es que estamos como incapacitados para aceptar y asumir este criterio.
Nuestro país es un país «cainita», en el que el deseo de dominar al otro, de estar por encima de los demás, es algo tan fuerte, que nos ha dividido, nos ha enfrentado, y vivimos fracturados quizá para siempre. Los intereses políticos y económicos han tenido más fuerza que esa presunta fe por la que nos echamos a la calle, casi siempre para acusar a alguien, para despreciar a otros, para humillar a quien sea. Me atrevo a decir que la España católica ha vencido al Evangelio en el que muchos españoles decimos que creemos. Y nuestro drama es que, precisamente porque no nos entra en la cabeza el Evangelio, pos eso (entre otras muchas razones) no podemos convivir los unos con los otros.
Quizá los años de la transición, cuando pensábamos que era posible unirnos en un proyecto común, fueron tiempos de esperanza. Pero no hemos necesitado muchos años para tirar por tierra lo que entonces pudimos esperar y soñar. Ha podido más el deseo de dominar al otro. Y así andamos, rotos, enfrentados. Nuestro deseo de dominar es inmenso. Pero en realidad estamos derrotados